Yván Silén
EN LA LIBRERÍA MÁGICA:
LA VOZ DE
YVÁN SILÉN
Por
Francisco Cabanillas
Director
. Deberíamos matar a varios personajes (TODOS SE MIRAN), porque las obras de
Yván Silén son muy caras y muy costosas.
Juan
. (CON UN GESTO DE MARICÓN POSTMODERNO)
¡SON MUY ESCANDALOSAS!
Yván
Silén. El velocípedo de Jesús (2011).
Río Piedras,
Puerto Rico. Agitado por la poesía de un poeta-filósofo que teoriza sobre la
poesía, “¡Un poeta prohibido es mejor que un poeta maldito! Porque la injuria
del poeta maldito es que no ha resuelto su ateísmo… mientras que el poeta
prohibido ha entrado a la dimensión política de la cultura…” (La poesía piensa,
2010), el 29 de junio de 2012, dos días antes de regresar de la isla a
Usamérica, salgo a buscar en la librería de los milagros literarios, la
Librería Mágica de Río Piedras, un ejemplar de La poesía como libertá (1992),
libro en el que Yván Silén incluye cinco poemarios, entre ellos, el más célebre
de su producción primeriza, Los poemas de Filí-Melé (1976): “para besarte.
Filí-Melé, para besarnos, / ¡Ese rostro increíble de los muertos.”
La
imantación hacia el segundo poemario del libro, El miedo del Pantócrata, se
hace sentir; La poesía como libertá da varios coletazos. ¿A qué le teme el
Pantócrata?, me pregunto con el libro en la mano. Inmediatamente, la imantación
hacia el último poemario, El libro de los místicos, contrarresta el reclamo del
Pantócrata: “Yo puedo ser un místico ateo en estado de rabia. Puedo ser un
místico escandalizado con el sueño-real de ustedes.”
La atención
que reclaman ambos poemarios (narcisistas y egocéntricos, pero no solipsistas),
se tensa aún más: La poesía como libertá me quema las manos. Desde el personaje
del “El Príncipe,” el Pantócrata, como el Poeta que es, se desnuda al principio
del poemario: “he cambiado como un trauma / idéntico a sí mismo / y mi camisa
de fuerza / me habla que soy el imposible / el profeta de la galaxia / con las
medias muertas / y el sexo roto…”
Vuelta al
pasado de los años noventa, cuando, al comienzo de la década, La poesía como
libertá (1992) se tira al ruedo, para combatir de frente el nihilismo
postmoderno (que se hará más altanero durante la década, hasta estallar en la
debacle de Wall Street, en 2008). Desde esa oposición, La poesía como libertá
anuncia el protagonismo de El Paria, el poeta-filósofo de la
caribeñidad/latinoamericanidad puertorriqueña, para quien “la poesía como libertá”
supone “realidar,” “poesiar” desde el devenir vertiginoso del Ser y el No-Ser.
Como poeta
dionisíaco, El Paria surge como Némesis del aristocratismo nietzscheano,
expuesto en Nietzsche o la dama de las ratas (1984). El Paria “poesía” desde
las cloacas: “Toda la poesía se pudre / en mi corazón / como una rosa del
desierto / en una rosa.”
Desde esa
tensión esquiza, el Paria desacredita de frente la política del poder
nihilista. Desde la iluminación paradójica, desde la pluralidad del Ser en el
devenir del No-Ser, el Paria, contrario a Nietzsche (filósofo que mató al
poeta), acoge al filósofo (“lo eleva” a la altura del poeta); para que la
poesía “piense políticamente en la palabra” y la filosofía “sienta
políticamente en el concepto.”
La “libertá”
del Paria, radicalmente democrática, combate, tète a tète, “poética, filosófica
y políticamente,” la “libertad burguesa” que aflora con rabia durante la década
posmodernamente neoliberal de los noventa; la cual el Paria fulmina desde la
poesía filosófica. Autónomo e intersubjetivo, hiperestésico, el Poeta escribe
contra el poder (de la Literatura, del Estado, de la Academia); rechaza los
premios literarios (artimañas del Estado) y se proclama creador de una nueva
figura poética, “Filí-Melé,” y de un nuevo personaje, “el Pantócrata,” un “Cristo desgarrado” en la
iluminación poética.
El Paria de
la “libertá” piensa, vive en la ironía (de Dios) que erosiona todas las
estructuras del poder nihilista, “carroña” de la que hace belleza, porque esta,
como “no existe,” hay que “inventarla,” desde los recursos literarios
disponibles: “el sueño, el tema del suicidio, la sensación de locura, la
experiencia de la muerte (la muerte de la madre),” el deseo por la
“prohibición” o “el absurdo” como críticas al poder burgués, “democrático.”
Críticas por las cuales el Paria sufre persecución, exilio, que lo convierten,
en la “pluralidad de la esquizofrenia —el yo como plural—,” en un ser
políticamente mortificado, como “Jesús,” “Cristo”: “porque Dios se llama Iván
silén.”
El Paria
sufre el desempleo: “la cárcel de no poder enseñar a los jóvenes, lo que la
literatura es.” A cambio, se retuerce en el miedo del Pantócrata: un huracán
poético-político abocado a la “libertá.” El Paria es un “ángel” lúcido: “rompo
todo lo que creo / grito, pataleo.”
Desde la
ironía, que reclama “el robo” que intentó el Estado (“la educación, la moral,
la política y el cristianismo del poder contra su (tu) persona”), el Paria
recupera la pluralidad ontológica del yo, e irrumpe “como un trauma / idéntico
a sí mismo.” Desde “la prohibición del inconsciente,” se entrega a la política
de la “palabra subversiva, amoral,” donde encuentra la “belleza” y la “bondad” de lo prohibido.
Porque el
Paria vive la “Parianía” a pelo (en pelotas), “esa experiencia desgarradora de
estar exiliado (censurado) en la propia ‘patria’,” les declara la guerra a los
que piden “al que sueña.” Pues de lo que se trata es de retomar “el problema de
la libertá” desde este “escándalo: el No-Ser se ha hecho poesía.”
Los paraguas
amarillos. Retrocedo aún más en el tiempo. De La poesía como libertad (1992), caigo
por contigüidad libresca en Los poetas latinos de Nueva York (1983). Una
antología de poetas de Puerto Rico, Chile, España, Uruguay, Perú, República
Dominicana, Colombia, que viven, como Silén, el autor, en Nueva York. Un libro
que no buscaba, que me encontró a mí, del que queda un ejemplar usado en la
Librería Mágica.
Como en el
prefacio de La poesía como libertá, “Poética,” el preámbulo de Los paraguas
amarillos. Los poetas latinos de Nueva York, “Prefacio para un encuentro con la
muerte,” sileniza en do mayor. Un prefacio silenista, demasiado silenista, cuya
lectura me robo frente al dueño de la librería, quien, salivando como librero
de antaño, me invita al segundo piso, donde los libros viejos aguantan el calor
del trópico.
Los toques
marxistas del “Prefacio” (1983) auguran el torrente que está por caer
cronológicamente: la prosa de Nietzsche o la dama de las ratas (1984). La
crítica de clase aflora; la antología de los poetas latinos de Nueva York, abre
el paraguas; el Paria arremete contra la belleza burguesa que oculta “lo
fatal.” En su lugar, plantea que el “movimiento de lo que no existe es la
imagen inédita de lo que entendemos por belleza en el trabajo de la poesía.”
En el mejor
de los casos, los poetas latinos de Nueva York, creyentes en la “soledad del
trabajo inútil que viene de lo colectivo, de la excepción” que son, escriben
“contra la costumbre de la palabra.” Y ello porque el lenguaje, su única casa,
les permite “cometer todas las ternuras y todos los crímenes,” como “fracaso político”
de su “soledad,” de su “excepcionalidad”: “El ser-fracaso político en las
limitaciones que impone la colonia (Puerto Rico) o la neo-colonia
(Latinoamérica).”
A pesar de
la marginalidad y de la vigilancia de la cultura hegemónica, los poetas latinos
de Nueva York se sienten “protegidos”; el exilio les permite hablar en contra
de lo que pasa políticamente en sus países, a cambio de que “los eunucos del
FBI” los vigilen.
La poesía
latina de Nueva York es “consciente de sí misma”; se solidariza con la
“amistad” que se traba a través de la lengua, “una [el español] que se sabe el
otro de Nueva York.” Estimulada por la tradición de ciertos poetas
norteamericanos, ibéricos y latinoamericanos, los poetas latinos se aventuran a
“redescubrir una ontología-de-la-paradoja que vive de su propio desamparo
político.”
Poesía
“rabiosa, crítica de sí,” “altamente sexual,” “pero sobre todo, poesía lírica,”
que persigue un lirismo “feo,” “metafísico,” que les permite a los poetas (y al
Paria, por supuesto) una “nueva definición del ser.” Porque los poetas latinos
saben, sobre todo si son “esquizofrénicos o místicos,” que “todo imperio es
ontológicamente malsano.” Y que, en el “desamparo” de Nueva York, viven una
“ontología de harapo,” la cual les permite “saber finalmente quién[es]” son.
“Cuerpo del
ángel,” ontología que los lleva a “descubrir” “al hermafrodita” (“el vuelo de
la materia a su contradicción y síntesis’): “el placer como alegría del cuerpo”
y “la tristeza como dolor del espíritu.”
Abiertos al
espacio “sagrado” del “deseo,” los poetas de paraguas amarillos, que han
“cruzado del pecado a lo-separado; de la caída a lo-sabio,” desmontan “el sexo
como lo ha entendido la burguesía,” liberando lo “político-sexual censurado en
el discurso cotidiano de la lengua.” Los poetas latinos saben que, como
estructura política, sólo sus paraguas los “protegen” de su “ser-fantasma”; una
“metafísica del cuerpo,” que deviene en “el cuerpo como pensamiento”: “la
poesía como existencia real.”
Los poetas
latinos de Nueva York no separan vida y poesía; tampoco rehúyen de la locura,
que ven como una “forma de captar lo real,” y no como la patología que “anuncia
y patrocina el psicoanálisis.” Por ello, marcan el fin de la división
vida/poesía con el culto a Antonin Artaud, de cuyo modelo se vale el prefacio
de Los paraguas amarillos para subrayar el surgimiento del “poeta materialista”
(el Paria como “el-poeta-prohibido” que deja atrás al “poeta-maldito”): “no
como postura romántica, sino como programa-político-del-hombre-límite frente al
problema policial del Estado, o como postura frente a la cultura mitificada por
la derecha o por la izquierda.”
Como
antesala a un encuentro con la muerte, el prefacio remata con un tiro de
poesía: la ontología se plantea como “… la experiencia de los trapos!,” una
política que “va desde la desobediencia de la madre,” la “enemistad con el
Estado,” la “prohibición de la cultura contra el Partido, la Iglesia, o la
Academia,” hasta “la búsqueda de lo que yace oculto, aun como espantapájaros o
como Paria.” El encuentro inevitable con la muerte reafirma un telos social:
una “conducta política… socialista.”
Lluvia. El prefacio
de Los paraguas amarillos empieza a gotear. El agua arrecia. Las notas al pie
de la página se inundan. Las que, en un sentido amarillo-silenista, se vuelven
locas, es decir, videntes, se roban la mirada del lector, que se asoma al
prefacio con los ojos de El Paria.
En la
primera página, una cita esquiza, con dos textos apócrifos, parece que se ahoga
en el goce de su maldad literaria: “*Véase mis ensayos Del exilio a la parianía
y La hermafrodita sin kotex.” En la página XV, también seguida de un asterisco
y de un texto apócrifo (y como autor, un heterónimo), otra cita loca se queda
con los ojos del mirón: “C. Resto Solo, Gatos & Metafísica (San Juan:
Editorial Luna, 1960) Pág 13.”
Sube el
nivel del agua. La cita del heterónimo, C. Resto Solo, naufraga. Se sale del
prefacio y de la antología. Se la lleva la corriente. Salpica entre realidades
escabrosas, hasta que se estrella contra otros textos que la reclaman. La sigo
de cerca. Cuando llega a la “Poética” de La poesía como libertá, abro el libro
y me doy de frente con el epígrafe de Carlos Resto Solo: “El cuerpo es nuestra
libertad política.” ¿Corrige el heterónimo a Borges?
Desde el
temblor que se experimenta como “libertá,” Carlos Resto Solo me interpela desde
la “Poética.” Desdoblado y disfrazado de Silén, monologando con La poesía como
libertá en el bolsillo de atrás del pantalón, y con Los paraguas amarillos en
una mano, se me acerca y me dice, diciéndose a sí mismo:
“¿Qué hora
es ésta
para visitar
el espanto?”
Abrir el
poema y sentir
Que el
esdrújulo llora con la mano.”
Lo miro de
lejos. Como si fuera dos personajes en uno, lo increpo. Le pregunto por el
narrador esquizo de La biografía (1984), primera novela de Silén; y por el
“Epílogo” de la misma, escrito por “Carlos Resto S.” Se ríe. Con la perversidad
del Paria, con el amor del Poeta, “poesía.” Sin contestar, monologa otra vez
con el mismo swing autorreflexivo:
“¿Qué voz es
ésta
para visitar
al hablante?
Sufrir la
amapola,
la saliva
del esquizoide,
el rocío.”
Le digo que
a estas alturas el rocío no es posible; que la voz que visita al hablante es
más de una (como saben Silén y Pessoa). Pero en vez de contestar, se espejea
narcisamente en la página de la antología, Los paraguas amarillos, que mira de
frente, como si estuviera leyéndose a sí mismo en el acto de hablar con
nosotros:
“¿Quién
desde la pared
con
alfileres me pronuncia?
Tal vez el
orejero,
o el
orinador
que cambia
gonorreas por insomnios,
que come
mígalas,
mariposas.”
Escupe. Pisa
la saliva como si fuera semen de biblioteca (pus viejo). Se voltea hacia la
derecha, donde se amontonan los sapos. Donde huele a caca de mariposas.
Chapotea en seco. Hace como si estuviera abriéndole el paraguas a sus dobles;
da dos pasos hacia atrás, y dice que el “Epílogo” de La biografía lo escribió
realmente Silén. Entra en (meta)escena. Cambia de mirada como si fuera de
rostro. Llamado por las voces que lo desdoblan, monologa sobre el tiempo:
“Las doce
del espanto
y no sabes
dónde escondiste el brazo,
Tu llanto
llora por ti
Debajo de la
falda.
Y la mujer
desnuda ausente,
ausente el
culo de la hembra.
¿Cómo cruzar
el espanto a candelabros?
¿Cómo cruzar
el espanto a dos costillas?”
Me levanto
para desacelerar el torrente lírico y el flujo de los espejeos, que me marean.
Le hablo de mi espanto; el del lector que cruza a pie por una intersección de
textos alucinados, donde parece que Carlos Resto Solo lo ha escrito todo.
Gesticula, recula, calcula. Vuelve en ángulo al monólogo, al que se tira sin
paracaídas:
“La mujer de
la última crisis
te mira del
mantel
sobre el
espacio.
Para que el
poeta
exprima el
semen, seque la lluvia,
el punto, la
pared.
Suicida del
último teléfono
cose su
vulva al bicho,
su boca al
labio,
la sombra a
la muerte.”
Se ríe sin
maldad. Alza Los paraguas amarillos como para taparse de la atrocidad del
No-Ser (que se cuece en las entrañas de La poesía como libertá). La poesía como
cuerpo del deseo estalla en un amarillo verdoso, parecido a la marihuana. A
Carlos Resto Solo, dice, le gusta Santa Teresa. Respondo: y la violencia de
Gandhi, ¿también le gusta? Me ignora. En el furor del monólogo, que resume como
si en verdad existiera, eflorece como una amapola que se autofecunda:
¿Dónde otro
afeitarme
en el
espejo? Y sentir
la mano
ajena, la falsa
mano del
intruso
que me
llama.
¿Qué hora es
ésta
para que el
espanto me visite?
Soy Artaud,
Me visita el
pensamiento.”
Le pido que
enseñe de una buena vez sus cartas; y me muestra otro libro apócrifo, sin fecha
de publicación, escrito por él, La ideología de la cruz. Le digo que la ficción
existe; que la literatura es real. Y se saca de la manga una cita de La
ideología de la cruz: “La realidá es ese invento donde las relaciones humanas
se pervierten.”
Esta vez, lo
miro de cerca. El olor a plagio me da náuseas. Lo increpo por las ratas y los
sapos muertos; por las muñecas de trapo que sodomiza y cuelga del balcón con la
cuerda del ahorcado de Elizam Escobar. Gesticula; mastica saliva. Se vuelve a
citar con la maldad que le permite la literatura: “La realidá no sólo es la
locura del poder (de la Razón, del Bien, de la verdá), sino su justificación
para matar. ¡La realidá es el Mal!”
¡El
heterónimo plagia! Se lo subrayo. Orina (a la misma vez que, desde Gran
Canaria, lo hace Leopoldo María Panero) contra la pared de una acera triste y
oscura, de la que no quiere recordar su olor. Se mete Los paraguas amarillos en
el bolsillo de la guayabera, y me pregunta si he terminado de escribir. Sonrío;
le digo que parece un personaje de La biografía.
La alegría
de verme espantado le divierte; pero a mí me literaturiza. Y sobre todo, me
sileniza. Entiendo entonces que sólo puedo cumplir mi destino: retar a Carlos
Resto Solo a que empuje el heterónimo hasta los límites de la verosimilitud. Lo
reto. ¿Me va a golpear Carlos Resto Solo con otro libro apócrifo?
Sí. De la
otra manga, se saca Los vagabundos del circo. Le digo que esta vez no le creo;
que la literatura tiene fronteras. “Realida” y “luna” en sus verbos (plagiados
de Silén): “Lo anacrónico es un atrecho para ver lo que hemos dejado en el
olvido.”
Se
acrecienta el olor a ratas y sapos podridos, que sabe a pus en la garganta.
Desde ese hedor rancio, me pide permiso para sacarme la alfombra de los pies
(pero no me da tiempo a contestar): “Lo anacrónico es una técnica, una crítica,
un juicio contra la Historia que mana del poder.” Me siento mojado por una
lluvia seca que me inunda de vueltas en círculo: “Lo anacrónico es una ironía
política; una forma de mirar el tiempo.” Doy varias vueltas, pero antes de
caer, veo la luz.
¡Plagio,
plagio!, grito en el ir y venir del vórtice: ¡Carlos Resto Solo repite los
epígrafes de la segunda novela de Iván Silén, La casa de Ulimar (1988)!
“no importa
que me roben el trabajo
el poeta
escribe
con fetos en
la última puerta
y yo lo
alimento con orines
con
arandelas lo alimento”
(El miedo
del Pantócrata)
La magia de
la Librería Mágica. Al final de la tarde, compro La poesía como libertá, Los
paraguas amarillos; me llevo la edición de Félix Córdoba Iturregui de Los
poemas de Filí-Melé (2008) y la antiobra de teatro, El velocípedo de Jesús
(2011). Cuando voy a pagar, le digo al dueño que la magia de la librería está
viciada a ser literaria; se ríe. Me responde que no, que la magia de la
librería puede ser real (y hasta realista). Le digo que la literatura de Silén
no es realista, sino libidinosa; y me dice que, como librero, su magia tiene
que ser real. ¿Y política?
El dueño de
la magia se aleja un poco del mostrador y de la caja registradora; nos da la
espalda. Somos muchos, me digo. Parece que habla por el celular. Al rato, se
voltea y se acerca con el teléfono en la oreja. A quien le habla, le dice que
hay una persona en la librería que quiere hablar con él. Me pasa el celular.
Tenga o no agua la piscina, me tiro pensando en Altazor (otra Némesis del
Paria).
Sí, sí,
digo; estoy de vacaciones en Puerto Rico, y me voy en dos días. Llevo un mes
leyendo tu poesía, ensayos, novelas y pasaba por aquí buscando La poesía como
libertá. El año pasado vine buscando La novela de Jesús (2009) y terminé
llevándome Catulo o la infamia de Roma (2010). No, no; La poesía piensa o la
alegoría del nihilismo (2010) lo compré en Borders de Plaza las Américas, dos
semanas antes de que cerraran la tienda en 2011. Sí, Catulo me pareció
increíble; sobre todo, el primer poema, “Orfeo canta (Proemio),” me impactó
porque por poco me pisa los talones: “¡Oh, cangrejo, oh Musa de / las orillas
de la Laguna de la Lerna, del veintidós de junio / en do te abres / como una vulva / hasta el
infinito mismo / del veintidós de julio.” Por eso te digo, hoy es veintinueve
de julio…
Al terminar
la conversación, el dueño de la Librería Mágica me hizo la cuenta; me dio un
descuento con el que no contaba, y me contó que le había llegado un ejemplar de
El pájaro loco (1972). ¡Imposible!, le dije; la literatura tiene límites. Un
libro como ese no cae así, como de la nada. Sí, me dijo, lo tengo en el local
de al lado; ahora vuelvo. Ante la insistencia de la realidad que me golpeaba de
frente, aposté a la literatura, en el sentido de la obra abierta en su
“cerraridad,” como dice Carlos Resto Solo en el “Epílogo” de La biografía: me
fui antes de que el dueño volviera.
El año que
viene regreso, me dije al salir de la magia, con el calor de la realidad encima
y el golpeteo de uno de los cuatro libros que llevaba en la bolsa: “Cuando el
poeta descubre y retoma lo que tradicionalmente ha sido rechazado, entra en el
plano de lo original. Por eso es que el plagio es un crimen y un delito. Porque
se toma lo que el espíritu no ha preparado para ellos. Hay algunos poetas que
se apropian de lo que Dios no les ha otorgado… Por eso, ni creo en la
‘atmósfera de época,’ ni creo en el plagio de la intertextualidad.”
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