Francisco Cabanillas
SOPA DE PLÁTANO, NUESTRA NEGRITUD Y
MULATEZ
Francisco
Cabanillas
Mi
restorán abierto en el camino
para ti, trashumante peregrino.
Comida limpia y varia
sin truco de especiosa culinaria.
Luis Palés Matos
para ti, trashumante peregrino.
Comida limpia y varia
sin truco de especiosa culinaria.
Luis Palés Matos
La
sopa de plátano entonces nos devuelve a toda
nuestra negritud y mulatez, la espolvoreamos muy
criolla y delicadamente con queso blanco rallado al
momento de servirla.
Edgardo Rodríguez Juliá
nuestra negritud y mulatez, la espolvoreamos muy
criolla y delicadamente con queso blanco rallado al
momento de servirla.
Edgardo Rodríguez Juliá
Mapa. Ni en
la cima de la montaña bajo la sombra de los flamboyanes, a la merced de un
fresco paradisíaco, ni a la orilla de la costa de frente al sol, con un calor
de tres pares de cojones; no, la ubicación —imagínatela, si gustas, como una
geopolítica del saber— se da en una geografía más contaminada por el trajín de
todos los días, hollín de la mejor cotidianeidad.
Mi restorán,
también se puede pensar que ha sido, en un pasado no muy lejano, una fonda
boricua, estaba —¿trashumante peregrino?— en medio de la llamada zona
metropolitana, una megalópolis húmeda de mucha densidad poblacional por la que
fluía la gente a pie, en carro, en guagua y en bicicleta. Innombrada en el
fundacional Elogio de la fonda (2001), estamos en un vecindario clase
media que, a partir de la modernidad, venía transformando desde mediados de
siglo XX su calle más importante —la Avenida San Alfonso— en una zona poco a
poco comercial; por eso las viviendas se habían transformado en farmacias
criollas, en iglesias protestantes, en gasolineras, en pizzerías, en talleres
de mecánica, en bares de esquina con mesas de billar y techos de aluminio, en
tiendas de artículos de segunda mano, en laboratorios clínicos, en agencias
hípicas, entre otros animales, incluidos los fast foods gringos, de
la fauna cotidiana.
Prefacio. Un
restaurante criollo dividido en dos comedores y una zona, escueta pero
funcional, de despacho al detal, a la que se podía llegar desde la calle, con
los ojos cerrados, por el olor seductor a sofrito. ¿No es el ajo en casos como
éstos el mejor ojo? En el comedor que estaba justo al pie de la entrada,
abierto al ruido y a la temperatura —el calor— de la calle; era una zona
castigada por el sol y el polvorín del tráfico contiguo, sobre todo cuando, al mediodía,
el ajetreo asediaba la modernidad entrecomillada; no había un alma. A esta hora
del calor, como en el mejor desencuentro que estudió Julio Matos, las mesas
estaban vacías. Más allá, al otro lado del mostrador que estaba enfrente, se
calentaba la mayor parte de la comida, limpia y varia: los famosos pollos
rostizados, el arroz con gandules, las habichuelas, las batatas, la yuca, los
rellenos de papa, los amarillos, las panas, el maíz y toda la fritanga —por
supuesto, las alcapurrias— que enloquecía al paladar de esta isla. Además,
desde ese mostrador de formica blanca, testigo de muchas caninas, se despachaba
y se cobraba la comida para la calle, siempre en flujo y reflujo de
trashumantes hambrientos. Zona de alta temperatura y de ajetreo de tripas alteradas;
espacio de mucha intensidad biótica: mi restorán abierto en el camino para
ti.
A pesar del
calor isleño —o por él— la gente prefería en cada almuerzo y en cada cena, como
el que mata el fuego con fuego, la comida caliente.
Más allá de
este primer comedor desolado pero no por eso triste, a la derecha, hacia el
final del pasillo, estaba la puerta del segundo comedor, un salón climatizado,
con bar, todavía con manteles de hule translúcido, pero sin humedad; tablado
donde se refugiaba, como en el mejor jolgorio, la mayoría de los comensales.
Todo un evento para el interplay de gustemas. Gente que, agobiada por
un día de mucho fuego —aun cuando llegara al restaurante en su Totoya con aire
acondicionado— iba en busca de la cura diaria: un arroz blanco con habichuelas
coloradas, un pedazo de bistec, una carne frita o guisada, una pechuga de
pollo, tostones o amarillos, una ensalada mixta, varios trozos de pan, una Coca
Cola, un flan y al final, por supuesto, un pocillo de café. ¿Glotones de la
mejor pera? ¿Cuánto dejaban —¡cabrones en su tinta!— de propina?
Primer
escenario. En un salón como ése, en medio del trajín cotidiano —friendo y
comiendo, como decían los híbridos en las paradas de guagua cuando no había que
esperar mucho— surgió, luminaria del sabor y del saber, mi sopa de plátano,
altanera pero nunca cursi, deidad pagana en un reino profundamente establecido
en este mundo de alimentos mayormente importados. ¿No viene de la República
Dominicana la mayoría de los plátanos que llegan a Puerto Rico? Diosa de los
caldos espesos; sí, por supuesto, qué llueva café en el campo y que,
además, se inunden las cunetas de arroz guisado. Que el plátano de Eduardo
Galeano —¿un guineo boricua?— se chupe toda la vida que ha corrido por las
venas de esta isla pequeña que en 1898 cambió de rumba: Y de pronto se
descargó la lluvia, sin aviso, a toda furia, y se llevó la sangre hasta el pie
de un plátano. El plátano la bebió hasta la última gota.
Al centro de
la mesa antillana —ahora, como en una figuración de marzo, era la única
mesa en un comedor que se había tornado circular— descansaba, etnocéntricamente
abierta, en un bol blanco, la pulpa divina de los dioses antillanos, una
presencia autónomamente dialógica, centrípeta pero con líneas de fuga, sobre un
mantel de algodón que, como si fuera el de un cáliz profano y ateo, la
santificaba desde su propia materialidad. Un caldo que, desde su centralidad
postcolombina, olía a historia con sal y pimienta. Puro contraste, según
planteaban los cronistas de a pie que iban y venían sin grandes metarrelatos
por las aceras, consumiendo, como Julia de Burgos, el ahora que les había
tocado vivir en la brega diaria de las cunetas, siempre dura en cuestiones de
clase y de raza, para sacarle a la entropía inapelable toda la alegría que
estuviera a su alcance. Magma en ebullición; desde su copón triunfal, la sopa
nos interpelaba a través del glorioso plátano, una fruta ambidextra:
¿esencialismo o discursividad? Performance, nunca objeto; nada de ahistóricas
fijaciones estructuralistas. Una intermitencia majestuosa, como la de las
reinas afrohispánicas, firme en su corporalidad jugosa, robusta, olorosa y
ardiente, bregando siempre al centro de las dicotomías que no la apresarían
jamás; una sustancia amarillosa, espesa y humeante, en cuya superficie
flotaban, como gotas de rocío, fragmentos de cilantrillo criollo, escarchas de
un verde alegre —¿espinaca o calalú?— sobre el caldo ambarino.
Una sopa
caliente y gruesa, puesta al centro de un comedor ampliamente circular, sin
humedad pegajosa, heroicamente vacío, que —como si fuera un piano de cola en el
Carnegie Hall— reclamaba, desde esa austeridad épica, un lenguaje propio. ¿No
era el plátano verde, como el tomate, una fruta inscrita en la gramática
culinaria del vegetal? Aroma, resistencia, insistencia, voluntad del plátano
verde que, no obstante, se dejaba derrotar por el guiso: olor al triunfo de una
materia acoplada, como si se tratara de una victoria en la que ganaba al fin y
al cabo el vencido. Olor a brega sazonada en el Caribe, un archipiélago de
muchos encuentros, desencuentros y atropellos, al cual llegaron las primeras
generaciones de plátanos —de las Canarias a las Antillas— de la mano de los
conquistadores en el siglo XVI —época de cruces tantas veces violentos— para
alimentar a los esclavos que engordaban la colonia. En 1905, Ramón Frade pintó
el plátano verde como si fuera el trigo de la cotidianeidad boricua.
Intermedio.
Todo en la quietud y el silencio del salón esférico, una geopolítica cómplice
en sus vueltas concéntricas, interceptaba el vapor ondulante y espiralado que
exudaba la sopa pagana; un humo que a su vez, como una luna enamorada, le
devolvía luminiscencia al cuenco blanco del que emanaba su aura y su amor; algo
en la interrupción del éter divino —¿un flechazo de Cupido?— socavaba la
prepotencia de los almidones enardecidos, transformando desde el fuego el poder
del plátano en un aroma más dulzón. Desde una proyección holográfica sobre las
paredes blancas del comedor, se leía esta cita de Rodríguez Juliá en Elogio
a la fonda: Para Sarduy, el convite antillano es siempre insinuación,
promesa de que se derramará la cornucopia, aleteo de nuestra promiscuidad de siempre.
Segundo
escenario. Sopa para los mortales del trópico —los únicos dioses de la
caribeñidad— que, ya lo había subrayado José Martí, cualquier aprendiz de brujo
podía preparar con un poco de maña, en medio de un día ajetreado y caluroso,
pesado como la humedad emblemática del Caribe, entre libros de cocina
salpicados de metáforas y manuales de poesía manchados de salsa de tomate,
frente al fogón de todos los días. Un potaje etimológicamente paradisíaco, como
quizás descubrió el legendario cocinero cubano Luis Leng, compuesto de diez
ingredientes fáciles: tres plátanos verdes, media cebolla blanca, cuatro
dientes de ajo, aceite de oliva, sal, pimienta, tomate, agua, pimentón de
cayena y cilantrillo criollo. Una propuesta que, para sostenerse en su propia
materialidad, tenía que quedar necesariamente espesa. Una sustancialidad que,
so pretexto de aligerarla, en ningún momento se debía mezclar con yautías,
ñames, papas o calabazas. Para que significara desde su austeridad épica, la
sopa tenía que sostenerse en la corporalidad del plátano, fruto de una hierba
que en la India antigua le llamaban, a uno de sus familiares, Musa
Sapientum, planta del sabio. La espesura del caldo, cuánto más o menos opaco se
quiera su lenguaje, sólo se podía regular desde el agua; nunca mediante la
añadidura de tubérculos o vegetales. Ahora bien, el gustema a plátano verde,
una tonalidad que, por la hegemonía de los almidones, podía parecer prepotente,
se podía matizar con otra fruta, el tomate, dándole así un tono más rojizo, anaranjado,
al sabor amarillento y cerrado, a veces oscuro, del plátano hervido.
Epílogo.
Para empezar bien, conviene calentar, tal como llegaron al mundo, los plátanos,
ya sea en el microondas o preferiblemente en una olla con agua caliente; ojo,
no se trata de cocinar la fruta ni de reconquistar las Américas, sino de
ablandarle la cáscara al muerto verde, de modo que el almidón no se resista al
corte y despegue de la piel, un proceso más humillante que doloroso. Una vez
tibio el sujeto, domeñada la viscosidad pegajosa de su baba —de donde viene la
mancha de plátano boricua— se le dan tres tajos a lo largo de las costuras
y con el pulgar hundido en la fisura meridional, siempre de sur a norte, como
el que sube una cremallera o el que invierte políticamente la globalización, se
desliza el pulgar hasta que se despegue sin resistencia la cáscara, la cual cae
derrotada aunque no necesariamente abatida, pues se debe reciclar. Ya desnudo y
sumiso, el plátano, un misil en tiempos de paz, se tritura hasta que, en hilachas,
quede en añicos, desflecado, cual escombros de un desgarramiento total;
fragmentos, como decía Lezama Lima, que se congregan alrededor de su imán.
Sobre el
fogón, a fuego lento, se pone una olla de tamaño mediano con una base de aceite
de oliva, en la cual se sofríen, con cuidado, los ajos y la media cebolla,
ambos bien picados para evitar las aporías académicas que tanto emputecen a los
filósofos de la nutrición, gatos de la noche nietzscheana que andan siempre,
hasta de día, con las antenas de punta, listos en todo momento para meterle el
dedo al latinoamericanismo más ingenuo, o, en el sentido gringo, más
perversamente nice. Al rato, después que el perro ladre tres veces, se
añade al guiso un poco de agua, medio tomate troceado y se cuece hasta que, sin
violencia, para no exacerbar los jugos de la materia en cuestión —no hay que
tronar a nadie; ¡soldado, aparta de mi ese sable!— la fruta roja se integre a
la mezcla, como diría Vargas Llosa, blanquiñosa. Otro proceso más de
socialización al que, sin arcabuces, en cualquier momento se le puede echar,
con la seguridad del que disfruta de la materia alebrestada en la punta del
sexo, un tanto de sal y pimienta, de modo que el guiso, como un esfínter
excitado, vaya abriéndose —en guerra avisada no muere soldado— a la
heteroglosia que está por caerle encima. ¡Un golpe de agua —como en un segundo
bautizo— que lo mezcla todo!
Sobre este
subtexto, sin dejar que se cohesione más de la cuenta —toda cocción plantea, lo
sabe Michael Onfray, una política por la que es responsable el cocinero— se
vierte el cuerpo de agua que se vaya a usar —cómodamente, sin tener que cagarse
en Dios, se llenan tres cuartas partes de la olla— y se sube la temperatura al
máximo para que el caldo, bien tapado, hierva en su propia definición. Sobre el
agua hirviendo se echa el plátano desflecado para que los fragmentos, incitados
por el fuego, se sodomicen unos a otros, como cuando en las fiestas patronales
el cura, con la verdad de pie, levantada como un santo en penitencia —¿otro
cardenal ajusticiado?— se pasaba de la raya, metiéndole el dedo a una boca de
incendio por la que vomitaba, como en otra cagada más de la Iglesia, la vida
indefensa. ¿Quería ser el plátano, según dijo García Lorca en ruta hacia
Santiago de Cuba, medusa?
Mientras
hierve el potaje, sin que salpique el caldo fuera de la olla —¡nada más guarro
que una cocina sucia!— la otra mitad del tomate, libidinosamente contenta en su
espera jugosa, se lanza, sin miedo y sin compasión, al caldo en ebullición,
como si fuera una langosta viva, pero ahora sin los aletos patéticos de la
muerte. ¡Qué horror! Como el que busca la suerte en la superstición, se le
añade al caldo en fruición una dosis medida de pimentón de cayena, no tanto
para que pique hasta que nos rompa el culo —tengo la punta de la lengua en
fuego, ¿quién me calma el látigo de cuero?— sino para que defina mejor, con sus
matices polisémicos, el sabor amulatado. Lo que se busca, como decía Josefina
Ludmer, es un tono, esa inflexión que le da intensidad al cruce asimétrico entre
el plátano y el tomate en una fuga perpetua de goce lavoesiano. Pues,
según propuso Palés Matos, no se trata nunca de un truco de especiosa
culinaria. Una vez el guiso ha llegado al punto máximo de cocción, cuando el
plátano, bien cocido, se ha hecho espeso y el tomate se ha disuelto en su frutidad,
se baja la temperatura al mínimo y se mueve bien para que, según va cayendo el
fuego —tres minutos después, se apaga— se asienten las partículas en celo y
rebelión.
Al servirse
en el bol, el mejor caldo de frutas se retoca con el verde escarchado del
cilantrillo criollo, picado al momento de servirlo, que sólo entonces esa
yerbita mágica no se muestra renuente y esquiva, no apaga caprichosamente su
sabor aromático.
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