En el presente blog puede leer poemas selectos, extraídos de la Antología Mundial de Poesía que publica Arte Poética- Rostros y versos, Fundada por André Cruchaga. También puede leer reseñas, ensayos, entrevistas, teatro. Puede ingresar, para ampliar su lectura a ARTE POÉTICA-ROSTROS Y VERSOS.



domingo, 30 de septiembre de 2012

TRES POEMAS DE JAVIER PÉREZ WALIAS

Javier Pérez Walias, España




JARDINES DEL INFIERNO


No soy presente sólo, sino fuga raudal de cabo a fin.
JUAN RAMÓN JIMÉNEZ


En el principio, alejados del murmullo del mundo,
apenas éramos la ausencia.

Un ventanal abierto hacia la nada,
un jardín celeste.

Un bosque de pájaros entre la cal líquida y nuestros ojos.

Y ante nuestros ojos todo el movimiento del agua,
todo el sonido
por los umbrales diminutos de las horas crueles,
desangrándose por los desfiladeros
y por los lagos
como un péndulo que no conoce el sosiego ni la noche.

El paisaje del mundo vierte aquí
para el que escucha
su instante
                  de silencio,
sobrevuela los árboles,
nos acerca con su mano la cicatriz tibia de la memoria
mientras el asedio de las horas crueles
se quiebra
y cae
del otro lado del horizonte.

Aquí, muy cerca se nos muestra ya el embarcadero,
próximos
               a la otra orilla.

Al instante,
reflejos, siluetas, troncos, lava que se desmadeja como un ovillo
por los íntimos arrecifes.

Hacia los profundos recovecos del infierno.

Como un río de mercurio preñado bajo la tierra,
como un espejo transparente
que lo refleja único
o como un glaciar de voces sobre el lado agrio de las sienes

―piel con piel―

y el vértigo a la osadía y la lluvia
columpiándose como tantas otras madrugadas
por escapar de los labios.

En medio del paisaje y del verbo y del asombro,
una inmensa
huida
que se nubla,
un verso en fuga o un libro entero acuchillado o una quilla
solitaria.

Todos los movimientos de todos los planetas
y de toda una vida
se asoman por los agujeros celestes del lenguaje
como cualquier náufrago sobre ausente, como cualquier viento
o ráfaga o nube o arenisca
de intacta imperfección
o de belleza
                    efímera.



EL DOLOR DE LAS PALABRAS




Cayó la palabra de piedra
en mi pecho aún vivo
anna ajmátova  

NUNCA antes había sentido, de manera tan intensa, el dolor de tener que arrojar palabras por la boca del estómago
como un réquiem,
ni el dolor, al rojo vivo, de los bigudíes de tu pelo, que como una herida abierta sangran inconsolables durante las auroras
caídas.
Nunca antes había sentido la calentura infantil de un mirlo ahogándose en sulfúrico
por amar los cráteres enfermos de la luna.

Nunca antes había sentido este olvido tan brutal bajo
la música febril
de una caricia o un beso.

Habría deseado, hasta un número infinito de veces cada noche, quebrar, con la fuerza de un grano de mostaza entre los dedos, la dureza de la roca que a menudo me habita y me  golpea, la dureza de la piedra que a menudo nos invade como una manada de búfalos
tranquila,
a la que urge poner en desbandada ante el acecho de una tormenta
de felinos rascacielos.

¿Será posible lamer la tierra hasta limpiarla del dolor de las palabras? ¿Será posible
−me pregunto golpeándome en el pecho−
compartir con millones de seres
la lengua dulce, al menos, de un pájaro de azúcar?


             
SOBRE EL EMBARCADERO DE KAYAKS



EN ESTA orilla próxima a nosotros               
–así lo guardé en mi memoria–,
como un tesoro bajo la lluvia esmeralda del silencio,
junto a la soledad de los árboles,

cada amanecer,
como un alud de pájaros silvestres,
y cada fíbula de sol
con su pequeño universo dorado en la cintura,
nos sorprendían.
                         
La piel esmeralda de las aguas
–sobre el embarcadero de kayaks–
era un lago inmenso donde arrojar incertidumbres,
donde recuperar
lo ausente
y unas ganas tremendas de vivir.

En la orilla del ruido, desde la blanca lejanía de la luz,
nos vigila un cuervo.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

EL PROFESOR PEDROSA, ENTRE CEGUAS Y MOCUANAS

Ricardo Llopesa




EL PROFESOR PEDROSA,
ENTRE CEGUAS Y MOCUANAS



Por Ricardo Llopesa

           

La Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua UNAN -León, la más antigua y de mayor prestigio, acaba de publicar, dentro del programa de cooperación, conjuntamente con la Universidad de Alcalá, el libro "Literatura  oral en Nicaragua".

            No es un libro de filología al estilo de los que estamos acostumbrados, con sendos estudios llenos de erudición y notas. Tampoco es un libro de difícil lectura por el aparato documental. Por el contrario, es un libro de lectura fácil, escrito por el pueblo a través de la transmisión oral, con una pluralidad de voces narrativas y, lo que es más importante, cuenta lo que todo el mundo cuenta, historias de la tradición oral que están vivas y en el recuerdo de todas las personas.

            El libro lleva una presentación del académico nicaragüense, Carlos Mántica, autor de una extensa obra que se identifica con el habla nacional. Sus palabras, sobrias y precisas, sirven de marco para introducir la labor de más de cuarenta alumnos de la Maestría en Lengua y Literatura Hispánica, de la Universidad UNAN-León, bajo la dirección del profesor español José Manuel Pedrosa, de la Universidad de Alcalá. Se trata de una obra fundamental para el estudio de la literatura oral nicaragüense, desde la conquista hasta hoy, con las variantes que ha padecido.

            El nicaragüense, de por sí, no es un gran contador de chistes como el andaluz. Sin embargo, debido a su carácter chilero cuenta en broma lo que es cierto, con tanta ironía que la misma verdad parece mentira. Y convierte la mentira en verdad con tanta facilidad que es capaz de transgredir la realidad. También existe el contador de cuentos o historias, muchas veces nacidas de la imaginación, como consecuencia de unas creencias ancestrales que están muy arraigadas en la sociedad. Destaca entre todos el tema de la muerte, que es vista como el paso por la vida hacia un destino en el más allá, donde se ofrece el cielo. Esta leyenda de la inmortalidad del alma procede de la doctrina que los misioneros españoles implantaron en Nicaragua. Luego, el pueblo la tomó a su manera, cubriéndola de las herejías propias de cada pueblo y ahí están, desempeñando un papel cotidiano, que ha servido para mentir o engordar la creencia más profana.
            En los años 60 descifré con sorpresa la radiografía del carácter del nicaragüense en un tema que hacía referencia a la muerte, entre lo tenebroso y lo visionario, que era algo que estaba en boca del pueblo. Una señora le comentó a un señor sobre la muerte de un vecino, el señor paró en seco, en medio de la acera, se tocó el bigote y mirando a los ojos de la señora exclamó: "¡No puede ser, es imposible porque hace diez minutos ha pasado a mi lado y nos hemos saludado!" Una versión así deja patético a cualquiera. En Nicaragua estos relatos a veces compiten o tratan de sorprender a los demás, envueltos en una trama de picaresca.

            Nicaragua fue un pueblo conquistado más por el ideal de la religión, que el político, y desde el principio su meta consistió en acostumbrar a la población al miedo. La España del siglo XVI-XVII está de cuerpo entero en el extenso vocabulario de refranes, oraciones, creencias y curaciones mágicas, con el fin de sanar los males del alma y el cuerpo, a través del milagro. Se dio también esa otra corriente que está en contubernio con el demonio, y en torno a estos dos principios, ha girado la cultura popular nicaragüense. El tema de la aparición de los muertos perteneció a la cotidianidad, hasta hace muy poco. Los siglos sin luz eléctrica fueron el caldo de cultivo para la aparición de falsos fantasmas que salían por las noches a recorrer calles para sembrar el pánico entre la población.

            La iglesia siempre ha utilizado estas armas secretas para obtener sus fines. Y dentro de los más primitivos estaba el miedo. Luego, los más pícaros del pueblo retomaron esas técnicas, apropiándose de ellas para infundir miedo y robar. A principios del siglo XX, en muchas comunidades de la montaña, o sin montaña, no existía la luz eléctrica. Los ladrones se organizaban, como el caso de Masaya, y en la oscuridad implacable y el silencio profundo de la noche, salían desde la calle, expresamente llamada, del Coco, una serie de artilugios terroríficos como la carreta nagua (que se cargaba de piedras, a la que le cortaban un trozo de rueda para que saltasen sobre la madera al rodar), la cegua (una mujer envuelta en una sábana blanca como la mortaja de los muertos, cuyos gritos de lamento producían pánico) o el cadejo (un perro endemoniado cuyos ladridos los dirigía a la presencia del diablo), todo ello entre un estruendo de ruido y gritos que hacía conmover la conciencia del pueblo.

            Frente a esta situación, la iglesia proporcionaba al pueblo los ungüentos necesarios que necesita el espíritu para evitar males mayores y se recurría a las oraciones oportunas. Yo recuerdo haber rezado, una y mil veces, además de la "Magnífica", como oración poderosa, la más breve por más precisa, considerada un arma letal contra el enemigo, como podía ser la tormenta, un perro con rabia o una situación difícil: "Santo Dios, / Santo Fuerte, / que fuerte que vienes, / pero más fuerte es mi Dios".

            Todo esto y más nos cuenta, en forma de cuentos breves, el profesor Pedrosa, hasta un total de 265 plegarias o narraciones, en verso y prosa, que desde la colonia ha venido cultivando el pueblo de Nicaragua. Y, lo que es peor, creyendo.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Marcelino García Flamenco, un cuscatleco en Guanacaste

Miguel Fajardo Korea



Marcelino García Flamenco,

un cuscatleco en Guanacaste

Lic. Miguel Fajardo Korea
Premio Omar Dengo, Universidad Nacional de Costa Rica



La extensión de la pampa
registra  tu andar cuscatleco
en la región final
del norte costarricense.
Maestro García Flamenco:
supiste enseñar las primeras
letras de tu vida-mártir
en Buenos Aires de Puntarenas.
Ese viernes 15 de marzo de 1919
sentiste el rencor, asfixiándote,
contra quienes asesinaban sin asco.
No escogiste sitio para ejercer
tu magisterio.
Estabas por convicción
en un caserío de 11 viviendas
y 60 ranchos de paja
para afirmar tus raíces voluntarias
con el activismo cívico,
a favor de la libertad
contra fronteras estrechas.
Protestaste con gallarda honradez
contra los crímenes atroces
que te correspondió constatar:
Rogelio Fernández Güell
Carlos Sancho
Jeremías Garbanzo
Carlos Rivera.
Antes de renunciar a la docencia
diste una lección cívica
inimaginable a tus alumnos,
a esa sociedad del conocimiento
que empezabas a formar.
Criticaste a los asesinos.
Censuraste el horror de la
obediencia estéril
de quienes mataban sin asco.
Leíste el artículo de Fernández Güell
contra la pena de muerte.
Honraste a los patriotas caídos,
junto a tus alumnos,
cuando colocaste
ofrendas y cruces
en las tumbas-santuarios
de los luchadores por la libertad.
Cerraste la escuela
para proteger la vida de los niños.
Marchaste a Panamá
para integrarte a combatir
a los secuestradores
del poder costarricense (1917-1919).
Denunciaste los crímenes
en el “Stard and Herald”.
Renunciaste a la educación
para crear conciencia interior
de la vida humana inviolable.
Te internaste en Panamá
y desnudaste a la tiranía.
Internacionalizaste la denuncia
para ganar adeptos
contra la libertad secuestrada
en el país que te acogía.
Sumaste fila con los exiliados
que desde Nicaragua
se enlistaron
contra la opresión
y el miedo.
Centroamericanizaste la lucha
en tu cruzada por la libertad,
a toda costa,
en todo frente decisivo.
Rogelio Fernández Güell
y sus compañeros de armas
se batieron contra los esbirros
que socavaban las libertades
costarricenses.
Defendiste a tu patria adoptiva
con la fuerza telúrica propia.
Tus ideales fueron encendidos
en la batalla del Ariete
el 19 de julio de 1919.
Te quedaste en la retaguardia
para que avanzaran los heridos
por el régimen conculcador.
Resultaste vilmente herido
a machetazos cobardes,
en la cara y el estómago,
los cuales aún resuenan
en los límites sin guardarraya
del Norte G
en la patria por la cual luchaste.
El enseñamiento contra vos
fue  bandera en las tropas
de la ignominia usurpadora.
Casi moribundo te ataron
a un corcel, a galope tendido;
te arrastraron cien varas,
te rociaron con kerosén
y te quemaron con cinismo
en la entrada de La Cruz.
Los adeptos del régimen
no pudieron matarte el alma,
porque alzado en llamas
de libertad, seguís abriendo
el camino de las conciencias y
señalás derroteros con tu heroicidad.
Continuás vigilando
la frontera norte
de tantas decisiones históricas
para que no entre
la injusticia.
Todos sabemos
que un maestro-soldado
enseña su lección cívica
en el aula abierta,
no escrita en textos oficiales:
desde el aprendizaje
del sacrificio,
desde la palabra y la verdad,
honesta e irrenunciable,
con la única arma
de la entrega leal, patriótica,
con la consigna centroamericana
de la lección aprendida
en el espacio áulico
de la bioalfabetización,
en la selva ardiente,
desde todos los frentes.
Tu sangre ayudó a botar
a quienes usurparon el poder,
a golpe de persecuciones
y miedos atroces.
Tu vida cuscatleca
llegó a Costa Rica,
se internó en Panamá,
se enlistó en Nicaragua
y combatió en Costa Rica
por las libertades arrebatadas.
Desde aquí  defendiste
el ideal centroamericano
de vivir en paz
como un nuevo mandamiento.
El mármol blanco cubre tu tumba,
pero no como soldado desconocido.
Simboliza el color de tu entrega,
sin falsas poses,
porque vos, como maestro
de la libertad
 y las convicciones cívicas,
lograste acrecentar
los límites telúricos,
sin fronteras imaginarias.
No merece ser nombrada
ninguna dictadura (1917-1919).
Solo son eso,
usurpadores del poder,
representantes de la ignominia,
contra el orden jurídico
y constitucional.
Como educador,
registraste los asesinatos
en los apuntes del heroísmo
que desconcertó a los soldados.
Solo así pudiste escribir
esa memoria por la libertad,
como una lección cívica
contra los usurpadores de la paz.
Irónicamente,
la soldadesca  analfabeta
dio muerte
al Maestro Marcelino,
al cuscatleco García,
al patriota Flamenco.
Pero sigue viva el alma
del maestro soldado,
el valiente centroamericano,
Marcelino García Flamenco:
luchador insigne,
desde una Centroamérica
sin distancia
para el abrazo hermano.   

viernes, 14 de septiembre de 2012

NANDIRÍ

Yván Silén




NANDIRÍ



¿Quando é que despertarei de estar
acordado?[1] . . . Eu, que tantas vezes
 me siento tão real como uma metáfora.
                 Fernando Pessoa




            Le cortaron el clítoris.

           

Nandirí no profirió un solo grito. Se sentía profundamente mujer. Y se sentía oscuramente una metáfora. Se mordió los labios y la sangre manó como manaba el periodo de su vulva. Despertó.

El rito de ser mujer se había realizado tarde en su vida. Sus once años le parecían una pesadilla. Se apretó entre las piernas con un paño que no estaba muy limpio. El llanto se le había detenido  en la cuenca de los ojos. Contempló la fila de niñas que la precedían y las más oscuras que proseguían al ocaso prolongado. El dolor era del tamaño del mundo. El dolor era azul. Se contuvo y trató de no desmayarse, pero ya era tarde. Se desmayó. Las comadronas, más oscuras que Nandirí, le echaban una sustancia que impediría la hemorragia. Su grito continuaba tropezando entre los dientes. Se restregó los ojos y contempló que los hombres se habían ausentado de los muelles. Mirar era todo. La aldea estaba desierta. Las rosas parecían de alambre y el cielo pergaminaba.

            El brujo de la aldea fumaba tranquila y lejanamente. El chamán fumaba irrealmente. La miraba, pero no la veía. Nandirí trató de mirarlo, pero era inútil. Los pájaros se amontonaban sobre el ocaso y el silencio avanzaba como la pequeña lluvia que caía. Trató de levantarse, pero no pudo. La mujer la tomó por las axilas y le impidió que cayera. Era Kahina. Por su parte, Nandirí soñaba la sangre coagulada. Soñaba el cansancio, el sucio, lo indebido de su carne desprendida y del cuerpo de ser ella. La mujer oscura, como un espejo en donde yacían sus ojos amarillos, la abanicaba.

—¿Me estoy orinando.

            Hacía frío y había noche. Las últimas ráfagas del sol se acumulaban anaranjadas contra las esquinas del cielo. El Erebo crecía. No podía hablar. No oía. Sólo se mordía la lengua. Y el calambre de sus ojos la angustiaba. Había dolor en sus pupilas y sus pestañas mohosas la lastimaban. Se puso de pie y la mujer más negra que ella la tomó por los hombros para que no cayera. Caminaban contra la memoria. Recordaban y veían a las niñas tempranas que daban los primeros pasos contra las sombra prematuras del sol. La crueldad de la tradición aguardaba entre los puentes.

            Se quemaba desde niña la planta de los pies mientras su madre sonreía. Era una dicha que Nandirí no entendiera nada. Era una risa ardua como los ojos cafés de las mujeres que ayudaban a la infamia; como los ojos ratas de las mujeres de la injuria. Los pasos olían a muertos. Y el cielo olía a caracoles. Las gallinas se subían a los árboles y las estrellas caían o se escurrían de las hojas. El cielo había descendido demasiado pronto. La humedad que la había hecho mujer seis meses atrás era ahora la humedad que la estaba deshaciendo.

            Goteaba.

            Retomó su clítoris del suelo y lo limpió contra su falda. La mujer oscura vestida de blanco lo hechó en el alcohol. La luna se reflejó en el pequeño falito. Creyó en Dios y trató de sonreír. Intentó sonreírse a sí misma. Se acercó al cubo en donde estaba el hielo. Buscó un vaso de metal, lo abrió, lo estiró y tomó los pedacitos de hielo. Depositó el bichito en lo profundo del vaso de metal y sintió que el penecito se movía. Oyó que la herida de su vulva también latía.  Era luna. Su alma pulsaba. Habló y dijo: “dolor”. África era inmensa. La mujer que la ayudaba la sostenía. Sintió el otoño y sintió que sus pasos se le hundían en el fango de su sueño. Se abofeteó. Estaba despierta. Era cierto.

La clitoridectomía había sido terrible. La fiebre era total. Nandirí pensó en Dios. La lanza del soldado romano le atravesaba el costado. Dios era rojo. Dios se parecía al achiote. Dios tenía sed y tenía prisa. Ella quería llegar a tiempo a su destino. Porque lo que le había sucedido, la tradición de los hombres, la mansedumbre de las mujeres, no era su destino. Ella era terrible como un guerrero. Los tigres rugían en los eclipses de las lunas.

Estaba sola; sudaba. Estaba pálida. Su mulatez, el color rojizo de su pelo, había cambiado de tono. Una idea luminosa se precipitó sobre ella: “podía curarse”.

Corría, era necesario que corrieran. Tropezó y cayó sobre sus senos. Su cuerpo esbelto, su cuerpo de modelo suicidada, se develó como un escándalo. Sus nalgas eran impecables. El dolor de caer fue inmenso. El dolor del pubis cambió de sitio, pero no sangró. Su senos latían. El campo o el hospital eran inmensos. Los trenes yacían incendiados. Contempló a la mujer que la miraba desde arriba. Descubrió que su ayudante, su lazarilla, estaba ciega. Se incorporó lentamente. Siguió la sombra y el instinto de la falda blanca. Tentó el elástico de su cintura y la volvió a palpar. Miró sus ojos. Se los habían cosido. Había ratas.

—¿Ves el ocaso?
—¿¡No!--dijo Kahina.
—¿¿Y cómo me guías?
—¿Conozco el camino.
—¿¿Qué te pasó?
—¿cosieron los ojos para que no mirara a los hombres.
—¿nos coserán la nariz, nos cortarán la lengua, nos taparán los oídos--dijo Nandirí.
—¿Pronto nos coserán el culo—¿añadió Kahina.

            La aldea que yacía contra el mar estaba desierta. Mientras caminaban sentía las piedras en el talón, entre los dedos, en la planta de los pies. Los perros aullaban y los pájaros regresaban. Las mujeres estaban de luto. Sufrían por las niñas roídas, por las rosas muertas, sufrían por las ratas. La mujer ciega se le adelantó a Nandirí. Palpó la puerta y sintió las vibraciones de la casa. Kahina se detuvo, se volvió y la besó en la frente.

—Creo que me voy—dijo la enfermera

            Kahina le entregó el cacharro en donde yacía el clítoris. Nandirí sintió el miedo de la otra sobra sus mejillas, pero no dijo nada. Se sentó sobre los escalones y contempló a Kahina cruzar el portón de la casa. Húmeda todavía contemplaba a los niños estrellarse contra las olas. La tarde se alargaba. La tarde se rezagaba y la lluvia era continua. Se incorporó y observó la mancha roja sobre los escalones y ya no oía el dolor. No veía el sentido. Se sentía anestesiada; soñaba. Los escarabajos habían poblado la casa. A lo lejos el olor de los jueyes muertos era insoportable. Sólo pudo observar cuando Kahina se volteó y la saludaba. Su mano parecía una gaviota oscura. Los niños parecían albatroses sacudidos por las olas. A pesar del eco de las voces estaba sola.

Caminó hacia el interior de la casa y sintió que la idea de curarse la obsesionaba. Era posible. Regresar, arrepentirse, sublevarse. Una paloma blanca, domesticada, se posó en la ventana. Buscó los fósforos y encendió las velas. Todos los cuadros estaban tristes. Las sombras se arrastraban. La oscuridad, a pesar de las velas, era plena. La soledad, pese al dolor, era contundente. Depositó el cacharro con el clítoris sobre la mesa apolillada y suspiró. El hielo se derretía rápido. Buscó las agujas de coser, prendió la estufita de gas y calentó las puntas. Buscó el hilo especial que le habían regalado las enfermeras menonitas. Y una vez calentadas las agujas se detuvo y escuchó el mar. Se asomó a la ventana y contempló la luna amarilla casi del tamaño del sol. Los niños ya no se oían. Se volvió. Tomó el clítoris, tomó las agujas, las ensartó infinitamente y abrió las piernas. Sabía que le dolería, sabía que sería fatal. Tomó la botella de ron que yacía sobre la mesa y bebió y se empapó el pubis. Colocó la aguja en la carne lastimada y ensartó la vulva. Lloró. Se mordió los labios y su gesto se hizo enigmático, repetitivo, lento. La aguja atravesaba la carne y surgía de ésta totalmente ensangrentada. Era absurdo. El clítoris titubeaba y se balanceaba. Sabía, sospechaba, que todo aquello no era real. Cerró los ojos y despertó; abrió los ojos y soñaba. Buscó el marco de la ventana en donde estaba la luna y sólo vio aquel tropel de niños que la contemplaban. Los ojos negros de los niños la miraban hipnotizados.

—¿¡Largo! —¿gritó.

            La luna era impecable. Los niños aplaudían lenta y monótonamente. Algunos sonreían, otros tenían miedo, los menos hacían gestos obscenos. Nandirí cortó el hilo. Trató de incorporarse y las ratas, que habían invadido la casucha, corrían asustadas. La ventana estaba vacía. Habló con Dios, pero fue inútil. Los hombres acribillaban el mundo. Dios había abandonado el Erebo. Abrió los ojos por décima cuarta vez: alejandriaba. El bisturí avanzaba lento. La mano de la mujer no titubeó. El movimiento fue lento.

—¿Algún día nos cortarán la lengua—¿repitió Kahina.

            El clítoris cayó al suelo. La enfermera lo tomó y lo depositó en la escudilla. La aldea estaba desierta. Los niños se precipitaban contra las olas. Nandirí cerró lo ojos.



21 de febrero del 2012
Puerto Rico


[1] ¿Cuándo despertaré de estar despierto? (Traducción de José Antonio Llardent.)