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miércoles, 26 de septiembre de 2012

EL PROFESOR PEDROSA, ENTRE CEGUAS Y MOCUANAS

Ricardo Llopesa




EL PROFESOR PEDROSA,
ENTRE CEGUAS Y MOCUANAS



Por Ricardo Llopesa

           

La Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua UNAN -León, la más antigua y de mayor prestigio, acaba de publicar, dentro del programa de cooperación, conjuntamente con la Universidad de Alcalá, el libro "Literatura  oral en Nicaragua".

            No es un libro de filología al estilo de los que estamos acostumbrados, con sendos estudios llenos de erudición y notas. Tampoco es un libro de difícil lectura por el aparato documental. Por el contrario, es un libro de lectura fácil, escrito por el pueblo a través de la transmisión oral, con una pluralidad de voces narrativas y, lo que es más importante, cuenta lo que todo el mundo cuenta, historias de la tradición oral que están vivas y en el recuerdo de todas las personas.

            El libro lleva una presentación del académico nicaragüense, Carlos Mántica, autor de una extensa obra que se identifica con el habla nacional. Sus palabras, sobrias y precisas, sirven de marco para introducir la labor de más de cuarenta alumnos de la Maestría en Lengua y Literatura Hispánica, de la Universidad UNAN-León, bajo la dirección del profesor español José Manuel Pedrosa, de la Universidad de Alcalá. Se trata de una obra fundamental para el estudio de la literatura oral nicaragüense, desde la conquista hasta hoy, con las variantes que ha padecido.

            El nicaragüense, de por sí, no es un gran contador de chistes como el andaluz. Sin embargo, debido a su carácter chilero cuenta en broma lo que es cierto, con tanta ironía que la misma verdad parece mentira. Y convierte la mentira en verdad con tanta facilidad que es capaz de transgredir la realidad. También existe el contador de cuentos o historias, muchas veces nacidas de la imaginación, como consecuencia de unas creencias ancestrales que están muy arraigadas en la sociedad. Destaca entre todos el tema de la muerte, que es vista como el paso por la vida hacia un destino en el más allá, donde se ofrece el cielo. Esta leyenda de la inmortalidad del alma procede de la doctrina que los misioneros españoles implantaron en Nicaragua. Luego, el pueblo la tomó a su manera, cubriéndola de las herejías propias de cada pueblo y ahí están, desempeñando un papel cotidiano, que ha servido para mentir o engordar la creencia más profana.
            En los años 60 descifré con sorpresa la radiografía del carácter del nicaragüense en un tema que hacía referencia a la muerte, entre lo tenebroso y lo visionario, que era algo que estaba en boca del pueblo. Una señora le comentó a un señor sobre la muerte de un vecino, el señor paró en seco, en medio de la acera, se tocó el bigote y mirando a los ojos de la señora exclamó: "¡No puede ser, es imposible porque hace diez minutos ha pasado a mi lado y nos hemos saludado!" Una versión así deja patético a cualquiera. En Nicaragua estos relatos a veces compiten o tratan de sorprender a los demás, envueltos en una trama de picaresca.

            Nicaragua fue un pueblo conquistado más por el ideal de la religión, que el político, y desde el principio su meta consistió en acostumbrar a la población al miedo. La España del siglo XVI-XVII está de cuerpo entero en el extenso vocabulario de refranes, oraciones, creencias y curaciones mágicas, con el fin de sanar los males del alma y el cuerpo, a través del milagro. Se dio también esa otra corriente que está en contubernio con el demonio, y en torno a estos dos principios, ha girado la cultura popular nicaragüense. El tema de la aparición de los muertos perteneció a la cotidianidad, hasta hace muy poco. Los siglos sin luz eléctrica fueron el caldo de cultivo para la aparición de falsos fantasmas que salían por las noches a recorrer calles para sembrar el pánico entre la población.

            La iglesia siempre ha utilizado estas armas secretas para obtener sus fines. Y dentro de los más primitivos estaba el miedo. Luego, los más pícaros del pueblo retomaron esas técnicas, apropiándose de ellas para infundir miedo y robar. A principios del siglo XX, en muchas comunidades de la montaña, o sin montaña, no existía la luz eléctrica. Los ladrones se organizaban, como el caso de Masaya, y en la oscuridad implacable y el silencio profundo de la noche, salían desde la calle, expresamente llamada, del Coco, una serie de artilugios terroríficos como la carreta nagua (que se cargaba de piedras, a la que le cortaban un trozo de rueda para que saltasen sobre la madera al rodar), la cegua (una mujer envuelta en una sábana blanca como la mortaja de los muertos, cuyos gritos de lamento producían pánico) o el cadejo (un perro endemoniado cuyos ladridos los dirigía a la presencia del diablo), todo ello entre un estruendo de ruido y gritos que hacía conmover la conciencia del pueblo.

            Frente a esta situación, la iglesia proporcionaba al pueblo los ungüentos necesarios que necesita el espíritu para evitar males mayores y se recurría a las oraciones oportunas. Yo recuerdo haber rezado, una y mil veces, además de la "Magnífica", como oración poderosa, la más breve por más precisa, considerada un arma letal contra el enemigo, como podía ser la tormenta, un perro con rabia o una situación difícil: "Santo Dios, / Santo Fuerte, / que fuerte que vienes, / pero más fuerte es mi Dios".

            Todo esto y más nos cuenta, en forma de cuentos breves, el profesor Pedrosa, hasta un total de 265 plegarias o narraciones, en verso y prosa, que desde la colonia ha venido cultivando el pueblo de Nicaragua. Y, lo que es peor, creyendo.

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