Francisco Cabanillas, Puerto Rico
JAZZ
BAR I:
ENTRE LA ANTIGRAMÁTICA DE YVÁN SILÉN
Y LA ORTOGRAFÍA FONÉTICA DE
JOSERRAMÓN CHE MELENDES
Francisco
Cabanillas
Esto
próximo hay que agregarlo a los hechos incomprensibles o misteriosos del siglo
21: la indiferencia crítica y la hostilidad académica al corpus silénico…
Néstor
Barreto
A
Melendes se le debe mucho; lamentablemente, su legado pasa las más de las veces
desapercibido.
Néstor
E. Rodríguez
Yván. En la
estantería, una hilera de libros, todos del mismo autor, Yván Silén,
zigzagueaba. Ebria de sí, se sentía, sinestésica, tan larga como era: un poco
más de veinte teclas. En el escritorio aledaño, dos libros de otro escritor,
Joserramón Che Melendes, esperaban, uno encima del otro, una lectura más cabal,
sobre todo de El fondo de la máscara (2007). El encuentro será, por esa
asimetría, desigual, aunque no injusto.
Se prenden y
se apagan las luces del bar: “Hay un olor a Dios / en todo el inodoro” (El
miedo del Pantócrata, 1980).
Junto al
piano, el lirismo de la generación de 1970 le da un aire de época al escenario.
El humo del tabaco, cortado por la luz que enfoca la batería, se confunde con
el de la poesía que se fuman los libreros, entre cervezas mexicanas y
dominicanas que toman como si fueran metáforas de la generación anterior. Entre
los libros que quedan manoseados sobre las mesas, los que esa generación no
publicó nunca se amontonan en la basura, “donde las ratas / comen la sombra de
Dios” (El miedo del Pantócrata, 1980).
El humo de
la poesía se confunde con el del mafú, que se pasan de mano en mano los
novelistas, siempre congregados en el lado más oscuro de la luz que apunta
hacia el baño. Las trompetas y los trombones afinan contra el ruido de la
página en blanco. Como si fueran colillas, los ensayistas escriben oraciones
incompletas, que apagan con el pie y patean hacia las esquinas. La percusión
menor se hace ahora más elíptica. Las congas azules (de Cortijo) sonean sonetos
desde la memoria. Los filósofos le ponen “alpiste” silenista a la poesía, para
subjetivizar la realidad política de los años 70.
Se oyen los
tiros del Cerro Maravilla: 1978.
De la hilera
zigzagueante de libros (mayormente poemarios y ensayos), se levanta una imagen
que se queda con el sonido del bar. Eco al cuadrado. Con la vibración, las
maracas caen al piso. Las feministas cierran los libros y abren los
candados. El olor a pubis se siente en el sudor de las madres silenistas, a
quienes Cristo observa en El último círculo (1992): “Contempla / que detrás de
la puerta / la madre se / masturba.” La música le pide silencio al jazz.
La oscuridad tiembla de quietud.
El trombón se
calla para que se oiga la imagen que plantea, vestido de El pájaro loco (1972),
Silén, en la última página de La poesía piensa (2010): “La poesía es
apocatástasis.” En las paredes, escribe con tinta amarilla el nombre poético de
Dios: Nelis.
El rostro de
El Antinihilista se fuma la luz. Humea. Radicalmente antiposmoderno, Silén
predica como un político lírico el culto a la imaginación, a la originalidad.
Pide nuevos sustantivos, verbos, adjetivos, adverbios; inventa neologismos,
desempolva arcaísmos. Reparte libros, que se saca de las mangas, y metáforas,
cultivadas en la biblioteca. Su botánica del deseo. Con las palabras que
inventa, toca el piano que Nietzsche dejó sin teclas; con los conceptos que
imagina, le chupa los dedos a las “muñecas de trapo.”
El trámite
entre la estantería sinestésica y el bar literario, metáforas de otras
metáforas, luces de otras oscuridades, estalla de golpe. Frente a los libros
dejados en las mesas y al contrabajo que toca sin arco, se abre una coma que
invita al abismo. “El vacío es azul.” En vez de un chisporroteo de hojas
sueltas, salpica del estruendo un polvorín de polilla, muchas veces yvanesca
(como metáfora): “La polilla de Dios recorre la ciudá” (La casa de Ulimar,
1988).
En estado de
eflorescencia, la gramática silenista deviene en su inocencia atroz.
Hiperestésica, se queda con el bar; perversa, demasiado siniestra, se toma la
biblioteca de una lectura. Desde la metagramática, el Poeta “realida,” pero no
escupe jazz, sino “rosas negras,” “paraguas amarillos,” “narcisos negros,”
“erizos.”
Desde la
alteridad que la marca y la separa de la gramática del poder, la silenista
alucina con los sustantivos; “esquiza” con los verbos; “orgasma” con los
adverbios; “realida” con los adjetivos; “girasola” con los neologismos y
“poesía” con los arcaísmos.
Antigramática
de la “libertá,” según la define el poeta-filósofo, ateo cristiano que, en Las
mariposas de alambre (1992), se cagaba muy a su manera en Dios: “Vacío de la
voz: tocar el culo / de Dios para saber que irreal existe.” La antigramática
silenista se organiza desde el vértigo de la “zensación,” zona límite del
“serestar.” Lingüística organizada para el inconsciente, a partir de la cual el
poeta-filósofo ve, oye, ríe, imagina, “existencializa,” “esencializa,” lo que
escribe, además de con sangre, con “semen” y “pus.”
Antigramática
radical, que politiza la belleza desde el horror que la hermana, como siameses
(“el ectópago”): la de Silén aporta el aparato metagramatical más dramático que
ha puesto sobre la mesa, desde la subjetivación, la generación de 1970.
Llueve sobre
mojado; en el bar-biblioteca, empolvada de polilla silenista, reina, entre
verbos y adverbios, la metáfora del jazz (en silencio).
Aporía.
La música y
la literatura se miran. En el espejo del bar bibliófilo, que se sabe tropo de
la ensoñación “lírica,” se dibuja el humo de la poesía silenista. Por ósmosis,
queda escrito en las paredes. Hasta que la sinestesia (rubendariana y
silenista) cambia de registro, y bascula, aunque se queda en la quema de los
setenta. El humito santo: “¿qué hace el taxi de Dios / frente al delito” (El
miedo del Pantócrata, 1980)
De la
antigramática silenista, sublime, demasiado siniestra, el bar-biblioteca se
abre, hiperestésico, a la ortografía subjetivizada. Las botellas de ron no se
rompen. Los libros se amparan en su forma. Los ensayistas piden una dosis más
telescópica de las palabras. Transición e intersubjetividad: relevo. El jazz de
la biblioteca-bar gotea polilla.
Che. La
antigramática se engancha a la ortografía fonética de Joserramón Che Melendes,
otro poeta filosófico de 1970. La intersección se hincha, hasta que rompe el
cuerpo de las palabras. La biblioteca-bar “realida.” La música escupe tinta.
Fragmentos de la escritura de Joserramón se incrustan en la pintura de Elizam
Escobar (muchas veces conectada con la literatura silenista). Enredo; como la
antigramática, la ortografía fonética se ontologiza. Tirón filosófico. La
crítica comenta “la palabra habitada” de Joserramón (Néstor E. Rodríguez).
Segundo
estallido: rabo de nube silenista. Chisporroteo de letras con alas criollas.
Huele densamente a Río Piedras. El piso se llena de palabras nuevas: legtor
(lector), qe (que), erbido (hervido), biento (viento), ridmo (ritmo), cabesa
(cabeza), ueco (hueco), berso (verso).
Las imágenes
de Joserramón parecen más sonoras que las de Silén, pero no lo son; pues, por
más idiosincrásica que sea la ortografía, al escuchar la palabra del poeta, la
diferencia escritural desaparece, ¡como por acto de magia! Sí, la voz encubre
la épica ortográfica, minimizando el esfuerzo del lector para leer “la palabra
habitada”: “Esto no son palabras: son pedasos de biento/ agrupados en torno de
una sílaba de aire:/ el fulcro madre inmóbil i la trensa del ridmo,/ cabesa i
trensa, ueco i agua: el berso es un pulpo”.
El trombón
se sacude el polvo; suena un do de trompeta como si se trata de un arcaísmo
silenista (que en vez de “donde,” escribe do). Frente a un libro de crítica
pictórica, habitado por la idiosincrasia del poeta, Dobles de Elizam Escobar
con un interensayo por Joserramón Melendes (2002), se escucha desde el
micrófono la cara de Joserramón: “’Persibir’ es ya un desdoblamiento.”
La hilera de
libros silenistas da varios coletazos. La estantería suena en el vaivén. Desde
el ensayo, En el fondo de la máscara (2007), enamorado de sí mismo, se vuelca
rabiosamente hacia la poesía.
La fonética
ortográfica de Che Melendes corresponde a la antigramática de Yván Silén: la
generación de 1970 se crece con los poetas más lingüistas de esa familia
literaria, subjetivazadora, demasiado subjetivizadora.
La estantería
multiplica sus brazos. Como si se tratara de un mangle que redobla sus pulpos
frente a la laguna de Condado, escupe libros que manchan las mesas de amarillo
silenista. El peso de la materialidad de las palabras que Joserramón reinventa,
se sienta frente a la barra. Pide su copa: “La enerjía, la libertá creatiba del
arte –lo sujetibo relatibo-, nesesita la resistensia de lo pasibo’, la
detensión de lo fagtual, lo dado –lo objetibo relatibo-.”
La
antigramática y la ortografía fonética coinciden en una palabra que las marca:
“libertá.” Vértigo. Apagón iluminado de negro silenista. Los libros se marean
en seco. El jazz se enloquece con sus solos más locos (de David Sánchez y de
Miguel Zenón). Las paredes hablan. Joserramón grita en silencio: “Pero no todo
2 (dos) es doble dual y resíproco.” De un cuadro de Elizam Escobar, salta una
novela: La casa de Ulimar (1988).
Silén
apaga la cita con el mismo libro que abrió el bar: “Hay un olor a Dios / en
todo el inodoro” (El miedo del Pantócrata, 1980).
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