En el presente blog puede leer poemas selectos, extraídos de la Antología Mundial de Poesía que publica Arte Poética- Rostros y versos, Fundada por André Cruchaga. También puede leer reseñas, ensayos, entrevistas, teatro. Puede ingresar, para ampliar su lectura a ARTE POÉTICA-ROSTROS Y VERSOS.



lunes, 14 de enero de 2013

LA FIEBRE

Yván Silén




LA FIEBRE





Solamente comparto con usted la fiebre de la imaginación
          . . .soñando con que la imaginación es posible. . .tú la imaginación.
Y. S.[1]

---Una mujer regresa sola o no regresa. . .
El tiempo duele como una traición[2]. . .
¿Para qué sirve el narrador?3
                                     Y. S.



El campo, que se parece a la selva, es espantoso. Al lado del portón mohoso de mi casa la figura de la mujer ondulaba, fluctuaba y titubeaba. Su sonrisa era un mohín. Su cuerpo era transparente. ¿Sería Mebahial o sería Gabriel? Estaba fundido. Parecía un ángel y parecía al mismo tiempo una mujer con su bata transparente. Parecía que no se había afeitado la vulvafalo. Pensé, pensaba ella, que nadie la vería. Estaba oscuro. La lluvia era oscura. Mis ojos eran oscuros. Virtuaba.

Salí de la universidad en la otra versión de mí mismo y me sentía mal. Los libros en el bulto me molestaban. Caminé hacia el estacionamiento y las vitrinas de las librerías y de los restaurantes estaban empañadas. Sudaba. Creo que tenía fiebre. Cuando contemplé mis manos en el guía estaban azules. Estaba infectado. Había comenzado a darme asma. Respiraba mal. Estaba escupiendo flema amarilla, pero la doctora no hacía nada para recetarme antibióticos. El sonido del gatito de los asmáticos me perturbaba.

El tiempo se había quebrado: llegaba a mi carro y abrí la puerta. Me senté y encendí el auto. Puse el concierto de Vivaldi. Soñaba. Creo que me había metido en un sueño, pero tenía los ojos abiertos. Puse la grabadora y comencé a hablar por si despertaba o si me dormía. Estaba zombi. Creo que me sonreí. Contemplé las pociones que la doctora me había recetado: Natussin y Sambucus. El sueño prosiguió y las carreteras se tornaban blancuzcas. Era como si lloviera tiza. Los cristales de mi auto se estaban empañando como las vitrinas de las librerías de Río Piedras. ¿Sería un virus? No sabía a quién llamar. Mis estudiantes, como mis colegas, me habían abandonado. Cada día que pasaba mis libros resultaban más violentos. El ensayo sobre los bugarrones había sido muy fuerte. Mi lirismo y mis conceptos los golpeaba como si fueran sida.

Había recibido varias llamadas de los autohomofóbicos y de las cachaperas amenazándome de muerte. No me importaba. Escribía y publicaba como me daba la gana. Por otro lado, mi libro sobre Nietzsche se encontraba a mitad. Mi escritura titubeaba. Mis diferencias (Auseinandersetzung) con Heidegger se habían tornado radicales. Me di cuenta de que había comenzado a llover y el Expreso Pedro Albizu Campos se había tornado peligroso. Granizaba. Los parabrisas funcionaban mal y la visión se me dificultaba. Veía mal y veía oscuramente. La mujer calidoscopiaba. Estaba atónito y ella estaba estupefacta.

La mujer me miraba y se defendía de los focos largos sosteniendo su enorme arpa debajo de su brazo derecho como si fuera un arco. Era delicada como las ramas de los flamboyanes que se jamaqueban y chirriaban. Su brazo, su mano pequeña, lastimaba y estrujaba las cuerdas del instrumento.

Visualizada desde la carretera número uno, la estrella de Navidad, enorme, se jamaqueaba como si estuviera a punto de romperse. La estrella parpadeaba como si estuviera a punto de un cortocircuito. Relampagueba; ahora tronaba. Los relámpagos se habían convertido en rayos. La noche se estaba desgarrando. Llovía furiosamente como si estuvieran pasando una podadora a mitad de los insomnios continuos. Los insomnios parecían los orgasmos intelectuales del alma. En el cielo, detrás de la tormenta, Selene se escondía y se exhibía. Febe se tornaba ambigua mientras sus nombres se multiplicaban. El mundo estaba cambiando. La memoria era el ser.

Me goteaba agua de la nariz y los oídos se me habían tapado totalmente. La oscuridad era total. Los faroles de la carretera titubeaban. Aceleré el auto. La montaña estaba totalmente oscura y la neblina impedía que se vieran las orillas resbalosas de la carretera. Tenía miedo y simulaba rezar. El espacio había desplazado la velocidad de la luz. Había lunas sobre la ilusión del parabrisas. Tenía miedo de que los autohomofóbicos me siguieran. Tenía miedo de que los terroristas del sexo me persiguieran. Busqué en el asiento del pasajero mi revólver 38 y estaba allí. Yo conocía sus líderes y estaba a dispuesto a matarlos uno por uno. La paranoia me hacía visible. El carro brincaba en la carretera. La neblina me circundaba. Llovía sucio.

Creo que Dios no me veía ni me oía, porque el agua caía demasiado fuerte. La neblina parecía las sábanas sucias de los hospitales abandonados. (¿Tendría cáncer, tendría sida o tendría tuberculosis?)

---¡Tienes neologivitis!—dijo la voz.

Me ericé. Parecía un extraterrestre al borde del guía. Estornudaba. La luz de los faroles empujaba la neblina hacia abajo. Un gato blanco brincó hacia la carretera, pero no frené. Sólo oí el sonido del “crack”. Quité las luces grandes para no ver por el retrovisor y para que la neblina no se convirtiera en una pared, en un espejo o en un mosquitero. Las luces bajas, amarillentas, me permitirían ver mejor. Era el color de la muerte y era el color de Zaratustra. (Mañana daría clase sobre la estupidez nietzscheana de los poetas.)

Llovía. La noche se había llenado de charcos. La lluvia era ensordecedora. Frené. Vi cuando los ojos del gato blanco salieron de sus cuencas. Y sentí que Dios era subatómico. Sentí que Dios podía existir físicamente en múltiples lugares al mismo tiempo. El tiempo se detenía. La luz volaba en cámara lenta. Debía estar dormido. Dios se omnipresenciaba como la lluvia. Dios era quántico. Dios colapsaba en sus propias realidades paralelas. Dios se esquizaba. Frené nuevamente y vi como la lengua del gato se quebraba. Barajeaba lo verbos. Sinestesiaba. Los estudiantes me habían contaminado incorrectamente. Era nefasto. No me dejaría matar. Mataría.

Tenía miedo de golpear a los vagabundos y a los indigentes que bajaban la jalda como sombras debajo de paraguas negros y agujereados. Estaban empapados. Visionaba como un reo que arrastraba su cruz. Cienciaficcionaba. Los árboles parecían muertos.

Veía fantasmas. Me veía a mí mismo como adolescente. Me levanté de la cama. Mi hermano menor roncaba. Nadie podría espiarme. Caminé ansioso hacia la puerta de mi casa. Si mi padre me hallaba sonambulando despierto me mataría. Esa sería mi excusa. Abrí la puerta y traté de que no se cerrara. Me dirigí hacia el portón que daba hacia la acera y brinqué. Hacía frío. El viento soplaba como si fuera a haber tormenta. Corrí hacia la casa de la esquina. Crucé la calle y me dirigí hacia la casa que tenía una verja de amapolas rojas. Brinqué. Me dejé caer y me arrastré hacia la ventana que estaba levemente iluminada. Me coloqué debajo de la ventana y me fui aupando poco a poco. Me incorporé y me encontré con los ojos de la mujer que estaba totalmente desnuda y que se acercaba a cerrar la ventana. Nos contemplamos, pero no nos reconocimos. Gritó y yo corrí como un gato asustado. Estaba fulminado. La visión de sus senos y su vulva me había electrocutado. ¿Era Dios? ¿Había sido Dios? La carne me había incendiado. Chorreaba semen. Goteaba ceniza. Destilaba pega, “crazy glue”, y mi falo se pegaba furiosamente al pantalón de mi payama. Me desnudé y me acosté debajo de las sábanas. Eyaculé. Me matarían. Me había venido. Mi madre me colgaría debajo de los palitos zigzagueantes del umbral de la puerta.

Mi payama estaba empapada. (No me había quitado el pantalón. Tiritaba. Tenía asma. Era psicosomático. --“¿Para eso te enseño palabras nuevas?”--me interrogó mi madre.)

El viento me golpeaba. El asma me taladraba. Me detuve frente al portón de mi casa y miré hacia atrás. Las casas estaban iluminadas o comenzaban a iluminarse. ¿Sería cierto? ¿Era yo mismo? Brinqué la verja de cemento de mi casa y me escurrí hacia la puerta entreabierta. Me parecía a los ladrones. Me había robado el cuerpo hermoso de la madre de mi amigo.

---¡Eres un paranoico!—me decía y se burlaba.

Empujé la puerta y traté de que la cerradura no hiciera ruido. El clic fue espantoso. Oí que había hombres corriendo calle abajo como si persiguieran o siguieran a alguien. ¿Me seguían a mí? ¿Me perseguían a mí?. El sexo me importunaba. Tropezaba con mi cuerpo y me escandalizaba de él. ¿Androginaba? No me atrevía a encender la luz. Tanteaba en la oscuridad, pero me detuve ante mí mismo. El espejo era horrible. Despertaba. El pasillo se había llenado de conejos enanos. Los espantaba con las medias húmedas, pero ellos me miraban siniestra y cínicamente. ¿Eran Dios? ¿Me hallaba en juicio? ¿Mi casa era el Erebo?

Despertaba otra vez. Mi frente chocaba contra el volante del auto. Me había soñado a mí mismo. Había soñado íntegramente a mi pasado. Mi inconsciente había venido a visitarme. ¡Grité! ¡Toqué la bocina y tuve miedo! Comenzaba a gotear sangre por la nariz. Pude haberme matado. ¿Cómo sería morir? Debía de estar borracho. (La universidad quedaba atrás.)

Algunos de los vagabundos que bajaban orcamente me hacían señales y me pedían que les diera pon, que los llevara  hasta la última parada de las guaguas de los choferes ebrios. Pero yo no me atrevía a detenerme. (Era como si corriera desnudo adolescentemente.) Los asesinatos en el país se habían tornado insoportables. Los que pedían ayuda eran los que no habían enloquecido cuando niños. Los muertos, no éstos, aparecían en todos los rincones del país, en todas las esquinas de las ciudades, en las carreteras de todos los campos, en las puertas y los zafacones de todos los cafetines y en todos los estacionamientos vacíos de las plazas comerciales extranjeras.

Las funerarias se enriquecían cínica y rápidamente. Los muertos se acumulaban en los sótanos y se apilaban en los estacionamientos. La luna corría desaforada entre las nubes (los adverbios reculeaban en mi mente); los tulipanes holandeses y los tulipanes africanos se interrumpían. Me vi forzado a apagar el aire acondicionado del carro, porque las ventanillas se empañaban. Abrí la ventana del conductor de mi Toyota azul para ver si escuchaba el canto de los búhos (los pavos reales habían callado), y me resultaba imposible el concierto de Vivaldi que había puesto cuando salí del estacionamiento de la estación Martínez Nadal. Los trenes cesaban. Las aves de Plutón, de tamaño pequeño, ocultas entre los bosques, se habían escondido del sonido de las luces y del ruido de las llantas que resbalaban insólitamente ante las miradas de las mujeres que aguardaban la llegada del último autobús.

            Me temblaban las manos, sudaba, y decidí encender otra vez el radio. El locutor decía que tendríamos inundaciones toda la noche. Entraba a la Carretera Número Uno y divisaba la estrella eléctrica que yacía simbólicamente sobre la montaña. Tomé la carretera 795 y encendí las luces largas. Veía mal. Olía mal. Peaba. Y oía el ladrido ajeno de los perros y las voces prestadas de los muertos. Buscaba, tanteaba uno de los frasquitos de la poción para poder beber algo que me librara del asma porque comenzaba a toser horriblemente. Bebí, expectoré, abrí la ventana y escupí. El tiempo era breve. El aire me golpeaba los ojos. Me dolía el golpe de las hojas muertas sobre los ojos. Me lastimaba la humedad que entraba por la ventana del carro. La universidad quedaba atrás. Había cruzado la muerte.

Subí la ventanilla.

                                                                  *****

Creo que era inevitable.

Salía de la actividad de la universidad y me sentía mal. Tenía fiebre. Me orinaba o espermaba. Mi semen olía a pega u olía a pacholí. Postumamente me había acostumbrado a equivocarme. Estaba incorrecto. Creo que era invisible. Escupía sangre. Me había contaminado con Dios. Pensé que el ángel Mebahiah estaba desnudo. Parecía hermafrodita. Hermafroditaba. Sus senos eran lúcidos y su falo era luminoso. Era dos. La noche auroraba por la presencia de la luna. Tenía miedo. Los autohomofóbicos habían puesto precio a mi cabeza. Me emboscarían. Me mandarían a matar. Los nombres de todos ellos y de todas ellas yacían en la gavetita de la guantera. Vi a la mujer, el ángel, el asesino. Frené, pero fue inútil.

La mirilla de su rifle apuntaba directamente sobre el parabrisas de mi auto. Sudaba. Miré los ojos de la mujer desnuda. Miré los ojos de la muerte. La madre de mi amigo era hermosa. La lucecita roja del rifle caía sobre mi frente. Oí el disparo del ángel. Oí el grito de la mujer desnuda. Frené. El tiempo era breve. El sonido de las llantas fue espantoso. Creo que vomitaba sangre. Choqué.

El asesino se había equivocado. 


                                                     *****


11 d’enero del 2013
Puerto Rico

[1] La biografía, 1984.
[2] Ibid, 135.


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