Samuel Trigueros, Honduras
Nada. Nada. Nada.
Nada llamó con voz oscura, de caverna,
hedionda a muerte,
a olvido espeso, a nada.
Nada disparó humo y metralla,
y respondió un Todo milenario,
con flores narcóticas, con hongos de la sierra,
con balandranes, con ráfagas de copal
y tambores africanos.
Nada quería la desintegración,
el desvanecimiento de todos los que brillamos,
ardientes,
contra el dominio de su sombra.
“No moriremos”, a Nada le gritamos;
“No moriremos, no moriremos”
(a sus golpes de hierro);
“No moriremos” (a sus golpes de goma);
“No moriremos” (a su muerte de plomo).
Nada es viejo como la batalla de los siglos.
El murmullo de Nada inunda las paredes del día y de la noche,
sube por los huesos, desangra el Tiempo,
llena el aire de podridos cardúmenes
entre el olor de pólvora y encierro.
Nada quiere que callemos:
cortada la garganta,
las bocanadas de luz
trocadas
en triste bocado de cenizas, fría la lengua
en la campana del grito.
Nada nos quiere transmutados en memoria,
en abolidos horizontes, en silencio.
Nada odia los paisajes. El aire que respira
Nada es cuadrado. El mar es para Nada una ofensa,
insomne en su isla de miseria:
hay una historia de pueblos que la mar recita,
interminable;
y Nada intenta amordazar bahías, las eternas playas
(Normandía, Playa Girón, Trujillo).
Nada es amargo. Nada es blindado para la ternura.
Nada toca a Nada. Nada.
Nada no tiene padre, no tiene madre. Nada es estéril.
En el camastro de Nada hay hojas putrefactas.
Nada
tiene una colección de mariposas
con alfileres en la espalda,
una colección de ojos desorbitados por la muerte,
de uñas moradas con restos
de piel que comen –furiosas- las hormigas.
Nada es un filántropo
en el mejor sentido del canibalismo:
Nada hace un banquete con nuestros corazones,
cepilla sus caninos con la pasta
de nuestros pensamientos (antes le hizo un agujero
de bala y exprimió nuestras cabezas).
Nada vive su muerte embalsamado,
nadando,
bocarriba en las esencias del destino.
Un error de cálculo, un gesto involuntario de terneza,
no son más que naderías para Nada.
Nada nunca se equivoca. Nada
corrige con hacha la finura,
porque Nada está antes de la omnipotencia:
Nada es pre-potente.
A la hora de sus abluciones de sangre,
Nada se dice ante el espejo en llamas:
“Nada hay que no lo pueda Nada”.
Sin embargo,
Nada sufre de hipertensión,
sueña con fantasmas cuyos cabellos
siguen creciendo en la vigilia
y lo envuelven en terrores.
Mas Nada cree que es para siempre
y se ha hecho tatuar
en el reverso de la frente: “In God we trust”.
En el pasado nada iba a veces de paisano,
tomaba asiento en las peluquerías,
memorizaba nombres en las noticias nacionales,
pedía un corte rasante y,
entre dolido y generoso, dejaba una propina:
“Para que se tome un cafecito”. Todo esto
dicho al futuro muerto.
Nada es un muerto siempre fresco:
la piel verde, las llagas verdes,
las moscas verdes,
el traje verde,
el odio verde como una retama
en medio de los páramos.
“Nada ha de perecer en nuestras manos”,
pasamos todos la consigna.
En su poltrona verde,
observa Nada los rojos horizontes;
tiembla quedito;
no dice nada, pero sabe
que ha de subir la mar con sus historias
y nada habrá que hacer,
sino esperar,
esperar
su propia Nada inexorable.
Nada de perfil
Nada. Nada. Nada.
Nada llamó con voz oscura, de caverna,
hedionda a muerte,
a olvido espeso, a nada.
Nada disparó humo y metralla,
y respondió un Todo milenario,
con flores narcóticas, con hongos de la sierra,
con balandranes, con ráfagas de copal
y tambores africanos.
Nada quería la desintegración,
el desvanecimiento de todos los que brillamos,
ardientes,
contra el dominio de su sombra.
“No moriremos”, a Nada le gritamos;
“No moriremos, no moriremos”
(a sus golpes de hierro);
“No moriremos” (a sus golpes de goma);
“No moriremos” (a su muerte de plomo).
Nada es viejo como la batalla de los siglos.
El murmullo de Nada inunda las paredes del día y de la noche,
sube por los huesos, desangra el Tiempo,
llena el aire de podridos cardúmenes
entre el olor de pólvora y encierro.
Nada quiere que callemos:
cortada la garganta,
las bocanadas de luz
trocadas
en triste bocado de cenizas, fría la lengua
en la campana del grito.
Nada nos quiere transmutados en memoria,
en abolidos horizontes, en silencio.
Nada odia los paisajes. El aire que respira
Nada es cuadrado. El mar es para Nada una ofensa,
insomne en su isla de miseria:
hay una historia de pueblos que la mar recita,
interminable;
y Nada intenta amordazar bahías, las eternas playas
(Normandía, Playa Girón, Trujillo).
Nada es amargo. Nada es blindado para la ternura.
Nada toca a Nada. Nada.
Nada no tiene padre, no tiene madre. Nada es estéril.
En el camastro de Nada hay hojas putrefactas.
Nada
tiene una colección de mariposas
con alfileres en la espalda,
una colección de ojos desorbitados por la muerte,
de uñas moradas con restos
de piel que comen –furiosas- las hormigas.
Nada es un filántropo
en el mejor sentido del canibalismo:
Nada hace un banquete con nuestros corazones,
cepilla sus caninos con la pasta
de nuestros pensamientos (antes le hizo un agujero
de bala y exprimió nuestras cabezas).
Nada vive su muerte embalsamado,
nadando,
bocarriba en las esencias del destino.
Un error de cálculo, un gesto involuntario de terneza,
no son más que naderías para Nada.
Nada nunca se equivoca. Nada
corrige con hacha la finura,
porque Nada está antes de la omnipotencia:
Nada es pre-potente.
A la hora de sus abluciones de sangre,
Nada se dice ante el espejo en llamas:
“Nada hay que no lo pueda Nada”.
Sin embargo,
Nada sufre de hipertensión,
sueña con fantasmas cuyos cabellos
siguen creciendo en la vigilia
y lo envuelven en terrores.
Mas Nada cree que es para siempre
y se ha hecho tatuar
en el reverso de la frente: “In God we trust”.
En el pasado nada iba a veces de paisano,
tomaba asiento en las peluquerías,
memorizaba nombres en las noticias nacionales,
pedía un corte rasante y,
entre dolido y generoso, dejaba una propina:
“Para que se tome un cafecito”. Todo esto
dicho al futuro muerto.
Nada es un muerto siempre fresco:
la piel verde, las llagas verdes,
las moscas verdes,
el traje verde,
el odio verde como una retama
en medio de los páramos.
“Nada ha de perecer en nuestras manos”,
pasamos todos la consigna.
En su poltrona verde,
observa Nada los rojos horizontes;
tiembla quedito;
no dice nada, pero sabe
que ha de subir la mar con sus historias
y nada habrá que hacer,
sino esperar,
esperar
su propia Nada inexorable.
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