Félix Córdova Iturregui, Puerto Rico
Lázaro lleva más de tres días muerto cuando Jesús llega a la casa de Marta y María. Marta, hermana de Lázaro, dominada por la ansiedad le señala a Jesús que si él hubiese estado presente, la muerte no hubiese ocurrido. Cuando Jesús afirma que Dios siempre ha estado allí y nunca ha faltado, Marta le contesta con unas palabras muy reveladoras: “El tiempo de Dios es otro tiempo y no lo podemos entender. Pero tu tiempo se parece a nuestro tiempo.”(139) Poco antes, Jesús le ha dicho que “la muerte es más terrible que César y que ésta obedece a Dios”. Habría que reflexionar sobre la afirmación de Jesús: la muerte le obedece a Dios, pero representa una experiencia que está fuera de Dios hasta el momento de la encarnación de Jesús. Marta no puede entender el tiempo de Dios, pero sabe que el tiempo de Jesús se parece al nuestro. Es un tiempo que camina hacia la muerte. En la ambivalencia inevitable de Jesús se anuda lo limitado con lo ilimitado, lo corpóreo en su mortalidad como espacio que requiere la narración, y lo divino en su eternidad que disuelve en su simultaneidad la posibilidad narrativa. La vida de Jesús es narrable porque vive en un tiempo que se parece al nuestro, pero no puede ser narrada por el propio Jesús porque él participa también del “tiempo de Dios”, como le llama Marta.
La novela de Jesús, por esta razón, enfrenta al lector con una experiencia que lo coloca en los límites de la escritura. Si el tiempo de Jesús se parece al nuestro, es porque no es del todo como el nuestro. Continuamente la experiencia de la temporalidad se ve asediada por los asomos de la eternidad. El resultado es perturbador: los asomos de la eternidad, los huecos continuos que se abren en la ambivalencia de Jesús, amenazan la narración, parecen provocarle estallidos internos. La escritura, encarnada en Jesús, adquiere la figura de aquello que ha sido arrojado de la eternidad, pero no puede, en la vivencia radical de esta exclusión, desvincularse de la eternidad. La escritura no vive de ese conflicto como si diera cuenta de algo externo a ella, porque la escritura misma brota del conflicto, exiliada y en viaje, como la sangre se derrama desde la herida. La escritura es el nudo agónico, en amarre y desamarre interminable, donde el ser como experiencia de la radicalidad del tiempo, busca su retorno al hogar perdido: la eternidad.
En el texto de Silén la escritura se hace novela. La novela, a su vez, es la novela de Jesús, hombre y dios, tiempo y eternidad, el espacio límite de lo dialógico, donde la palabra puede encontrarse consigo misma en su trágico ser de tiempo, con el sentimiento de lo desgarrado susurrándole en su interior con su aliento de eternidad. La risa humana con toda su potencia terrenal no puede desgajarse de ese susurro. Dice Jesús a Juan: “Dios soy yo mismo mirándose en el espejo del hombre”. (89) Jesús, en su novela, encarnado, es la radicalidad de la contradicción. Es la eternidad que desciende a lo corporal, a la miseria del límite, con el propósito de la superación del límite. Por ello va contradictoriamente, en un desplazamiento de máxima ambivalencia, moviéndose hacia la muerte, hacia el Cristo, para consumar el abandono terrible que anida en lo corporal. Jesús alienta la escritura, pero él mismo no puede escribir, o no debe escribir, como le dice el ángel. Su dimensión divina lo aleja de esa actividad, aún cuando él mismo sea el gran narrador oculto. Solamente al pasar por la experiencia radical de la muerte, la interioridad máxima del límite, sólo entonces puede Jesús entender al narrador que hablaba en él: era yo mismo, dice, pero ese yo mismo era la otredad de Jesús, su divinidad ya desprendida del límite que le imponía su vida humana, corporal. Ese yo mismo era un El. Dice Jesús: “El era mi ajeno. La Tercera Persona del Padre, la Segunda Persona del Espíritu Santo, la Primera Persona de mí mismo. Jesús me narraba.” (318)
Pasada la muerte, Jesús puede abarcar al narrador que hablaba en él porque en su dimensión divina no enfrenta el obstáculo del tiempo, o, dicho en otros términos, no enfrenta el obstáculo del cuerpo. Cuando estaba en cuerpo humano, vivo, en camino hacia la muerte, no podía evadir el diálogo con las escrituras, pero él mismo era su ajeno. El cuerpo humano es la huella más profunda de la distancia de Dios. De ahí que la encarnación, como acto libre de la divinidad se diera, para ser absolutamente consecuente con el amor, en el nivel de la mayor miseria: en un cuerpo enano, bizco, zambo, feo y deforme. Lejos de ser esta representación de la encarnación un acto irrespetuoso y sacrílego, es una manifestación visible del amor inconmensurable de Dios. La deformidad de Jesús permite abrir un nuevo espacio de comprensión. La encarnación divina o la humanización de Dios, el carácter risible de lo infinito en lo finito, asume una dialéctica en el interior de la limitación de lo corporal: la expresión de la miseria dentro de la miseria. El amor divino de esta forma viaja interiorizado por la materia, adoptando la forma de la deformidad, el amor infinito desde la radicalidad de lo feo. Vale preguntarse: ¿desde la eternidad qué significan las diferencias corporales? Dios, evidentemente, no debe concebirse atrapado por las apariencias.
Una vez Jesús levanta a Cristo de entre los muertos, en el texto se nos indica, con razón, que lo “dialógico había terminado.” (320) A la novela de Jesús ya no le queda ruta, ha llegado al fin, al punto extremo de la narración. No puede ser de otra manera porque ha concluido la dialéctica divino-corporal de Jesús. Ha transcurrido ya el Cristo por su pasión y muerte, cerrándose la urgencia y la necesidad de la escritura.
Ahora bien, ¿qué se desprende de este final de la experiencia dialógica como reflexión sobre la novela? Varios aspectos pueden destacarse. Me limito a escoger algunos. El primero nos lleva a considerar la narración en su relación íntima, pero profundamente contradictoria, en la conciencia humana, entre lo finito y lo infinito, lo acabable y lo inacabable, entre la parte, en el sentimiento de su exilio, y la totalidad. La poética de la novela que surge de esta percepción parece coincidir con la afirmación de Kenneth Burke, quien considera la sinécdoque en un sentido amplio como la figura retórica principal de la escritura.
El tiempo, como experiencia del límite, y la eternidad, como expresión de la totalidad, se tensan en la escritura. Constituyen la dialéctica profunda que subyace en la narración, la fuerza que hace posible la novela de Jesús. La novela de Jesús, no obstante, concluye cuando la ambivalencia radical del personaje se abisma en la grieta terrible que le pone fin: la muerte. En un sentido figurado la pasión del Cristo revela la pasión subyacente a la escritura: el intenso torbellino humano del proceso narrativo. Como resultado del diálogo entre lo finito y lo infinito, la escritura no puede desligarse de la muerte, ese portal terrible que sirve de frontera a la tensión de los opuestos. Si se me permite la analogía, así como la novela comienza con Jesús orinando contra el cielo, sin esconder las gestiones privadas del cuerpo, proyectando su actividad sobre el inmenso lienzo del horizonte, también el escritor orina contra la muerte y pretende escribir sobre la espalda de este acontecer inevitable, pero próximo, un texto perdurable en su belleza.
Jesús, ya superado de sí mismo mediante la experiencia de Cristo, en el momento culminante de su pasión, en el cruce de la muerte hacia al otro lado de la frontera del tiempo, puede captar la ironía que mueve la pluma de los memoristas. Ya en el interior de la totalidad puede oír la pluma de Juan “rayando los papiros”. La escritura permanece en el tiempo, donde único tiene cabal sentido la narración, la hilatura de los sucesos, y desde allí el “propagandista alucinado” podía decir “letra a letra, logo a logo, verso a verso”: “En el principio era el Verbo, y la Memra era con Dios y el Logos era Dios.” (318-319) Jesús pudo oír el rayar de los papiros desde una distancia inconmensurable: estaba libre. La escritura, por el contrario, queda inevitablemente en el tiempo y no puede escapar de la tensión que la amarra, su radical finitud, pero debido a su conciencia de fragmento, de ser una sinécdoque en perpetuo dinamismo, también vive la pasión de encontrarse abismada hacia lo infinito. Silén vive esa pasión de la escritura sacándole al oficio una dimensión constante: su radical inconformidad.
La novela de Jesús de Yván Siléno el oír “rayando los papiros”
Editorial Tiempo Nuevo, 2009
Editorial Tiempo Nuevo, 2009
Por Félix Córdova Iturregui
Lázaro lleva más de tres días muerto cuando Jesús llega a la casa de Marta y María. Marta, hermana de Lázaro, dominada por la ansiedad le señala a Jesús que si él hubiese estado presente, la muerte no hubiese ocurrido. Cuando Jesús afirma que Dios siempre ha estado allí y nunca ha faltado, Marta le contesta con unas palabras muy reveladoras: “El tiempo de Dios es otro tiempo y no lo podemos entender. Pero tu tiempo se parece a nuestro tiempo.”(139) Poco antes, Jesús le ha dicho que “la muerte es más terrible que César y que ésta obedece a Dios”. Habría que reflexionar sobre la afirmación de Jesús: la muerte le obedece a Dios, pero representa una experiencia que está fuera de Dios hasta el momento de la encarnación de Jesús. Marta no puede entender el tiempo de Dios, pero sabe que el tiempo de Jesús se parece al nuestro. Es un tiempo que camina hacia la muerte. En la ambivalencia inevitable de Jesús se anuda lo limitado con lo ilimitado, lo corpóreo en su mortalidad como espacio que requiere la narración, y lo divino en su eternidad que disuelve en su simultaneidad la posibilidad narrativa. La vida de Jesús es narrable porque vive en un tiempo que se parece al nuestro, pero no puede ser narrada por el propio Jesús porque él participa también del “tiempo de Dios”, como le llama Marta.
La novela de Jesús, por esta razón, enfrenta al lector con una experiencia que lo coloca en los límites de la escritura. Si el tiempo de Jesús se parece al nuestro, es porque no es del todo como el nuestro. Continuamente la experiencia de la temporalidad se ve asediada por los asomos de la eternidad. El resultado es perturbador: los asomos de la eternidad, los huecos continuos que se abren en la ambivalencia de Jesús, amenazan la narración, parecen provocarle estallidos internos. La escritura, encarnada en Jesús, adquiere la figura de aquello que ha sido arrojado de la eternidad, pero no puede, en la vivencia radical de esta exclusión, desvincularse de la eternidad. La escritura no vive de ese conflicto como si diera cuenta de algo externo a ella, porque la escritura misma brota del conflicto, exiliada y en viaje, como la sangre se derrama desde la herida. La escritura es el nudo agónico, en amarre y desamarre interminable, donde el ser como experiencia de la radicalidad del tiempo, busca su retorno al hogar perdido: la eternidad.
En el texto de Silén la escritura se hace novela. La novela, a su vez, es la novela de Jesús, hombre y dios, tiempo y eternidad, el espacio límite de lo dialógico, donde la palabra puede encontrarse consigo misma en su trágico ser de tiempo, con el sentimiento de lo desgarrado susurrándole en su interior con su aliento de eternidad. La risa humana con toda su potencia terrenal no puede desgajarse de ese susurro. Dice Jesús a Juan: “Dios soy yo mismo mirándose en el espejo del hombre”. (89) Jesús, en su novela, encarnado, es la radicalidad de la contradicción. Es la eternidad que desciende a lo corporal, a la miseria del límite, con el propósito de la superación del límite. Por ello va contradictoriamente, en un desplazamiento de máxima ambivalencia, moviéndose hacia la muerte, hacia el Cristo, para consumar el abandono terrible que anida en lo corporal. Jesús alienta la escritura, pero él mismo no puede escribir, o no debe escribir, como le dice el ángel. Su dimensión divina lo aleja de esa actividad, aún cuando él mismo sea el gran narrador oculto. Solamente al pasar por la experiencia radical de la muerte, la interioridad máxima del límite, sólo entonces puede Jesús entender al narrador que hablaba en él: era yo mismo, dice, pero ese yo mismo era la otredad de Jesús, su divinidad ya desprendida del límite que le imponía su vida humana, corporal. Ese yo mismo era un El. Dice Jesús: “El era mi ajeno. La Tercera Persona del Padre, la Segunda Persona del Espíritu Santo, la Primera Persona de mí mismo. Jesús me narraba.” (318)
Pasada la muerte, Jesús puede abarcar al narrador que hablaba en él porque en su dimensión divina no enfrenta el obstáculo del tiempo, o, dicho en otros términos, no enfrenta el obstáculo del cuerpo. Cuando estaba en cuerpo humano, vivo, en camino hacia la muerte, no podía evadir el diálogo con las escrituras, pero él mismo era su ajeno. El cuerpo humano es la huella más profunda de la distancia de Dios. De ahí que la encarnación, como acto libre de la divinidad se diera, para ser absolutamente consecuente con el amor, en el nivel de la mayor miseria: en un cuerpo enano, bizco, zambo, feo y deforme. Lejos de ser esta representación de la encarnación un acto irrespetuoso y sacrílego, es una manifestación visible del amor inconmensurable de Dios. La deformidad de Jesús permite abrir un nuevo espacio de comprensión. La encarnación divina o la humanización de Dios, el carácter risible de lo infinito en lo finito, asume una dialéctica en el interior de la limitación de lo corporal: la expresión de la miseria dentro de la miseria. El amor divino de esta forma viaja interiorizado por la materia, adoptando la forma de la deformidad, el amor infinito desde la radicalidad de lo feo. Vale preguntarse: ¿desde la eternidad qué significan las diferencias corporales? Dios, evidentemente, no debe concebirse atrapado por las apariencias.
Una vez Jesús levanta a Cristo de entre los muertos, en el texto se nos indica, con razón, que lo “dialógico había terminado.” (320) A la novela de Jesús ya no le queda ruta, ha llegado al fin, al punto extremo de la narración. No puede ser de otra manera porque ha concluido la dialéctica divino-corporal de Jesús. Ha transcurrido ya el Cristo por su pasión y muerte, cerrándose la urgencia y la necesidad de la escritura.
Ahora bien, ¿qué se desprende de este final de la experiencia dialógica como reflexión sobre la novela? Varios aspectos pueden destacarse. Me limito a escoger algunos. El primero nos lleva a considerar la narración en su relación íntima, pero profundamente contradictoria, en la conciencia humana, entre lo finito y lo infinito, lo acabable y lo inacabable, entre la parte, en el sentimiento de su exilio, y la totalidad. La poética de la novela que surge de esta percepción parece coincidir con la afirmación de Kenneth Burke, quien considera la sinécdoque en un sentido amplio como la figura retórica principal de la escritura.
El tiempo, como experiencia del límite, y la eternidad, como expresión de la totalidad, se tensan en la escritura. Constituyen la dialéctica profunda que subyace en la narración, la fuerza que hace posible la novela de Jesús. La novela de Jesús, no obstante, concluye cuando la ambivalencia radical del personaje se abisma en la grieta terrible que le pone fin: la muerte. En un sentido figurado la pasión del Cristo revela la pasión subyacente a la escritura: el intenso torbellino humano del proceso narrativo. Como resultado del diálogo entre lo finito y lo infinito, la escritura no puede desligarse de la muerte, ese portal terrible que sirve de frontera a la tensión de los opuestos. Si se me permite la analogía, así como la novela comienza con Jesús orinando contra el cielo, sin esconder las gestiones privadas del cuerpo, proyectando su actividad sobre el inmenso lienzo del horizonte, también el escritor orina contra la muerte y pretende escribir sobre la espalda de este acontecer inevitable, pero próximo, un texto perdurable en su belleza.
Jesús, ya superado de sí mismo mediante la experiencia de Cristo, en el momento culminante de su pasión, en el cruce de la muerte hacia al otro lado de la frontera del tiempo, puede captar la ironía que mueve la pluma de los memoristas. Ya en el interior de la totalidad puede oír la pluma de Juan “rayando los papiros”. La escritura permanece en el tiempo, donde único tiene cabal sentido la narración, la hilatura de los sucesos, y desde allí el “propagandista alucinado” podía decir “letra a letra, logo a logo, verso a verso”: “En el principio era el Verbo, y la Memra era con Dios y el Logos era Dios.” (318-319) Jesús pudo oír el rayar de los papiros desde una distancia inconmensurable: estaba libre. La escritura, por el contrario, queda inevitablemente en el tiempo y no puede escapar de la tensión que la amarra, su radical finitud, pero debido a su conciencia de fragmento, de ser una sinécdoque en perpetuo dinamismo, también vive la pasión de encontrarse abismada hacia lo infinito. Silén vive esa pasión de la escritura sacándole al oficio una dimensión constante: su radical inconformidad.
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Félix Córdova Iturregui. Profesión: Catedrático de estudios hispánicos en la Facultad de Humanidades del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico.
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