Javier Pérez Walias, España
JARDINES DEL INFIERNO
No soy presente sólo, sino fuga raudal de cabo a fin.
JUAN RAMÓN JIMÉNEZ
En el principio, alejados del murmullo del mundo,
apenas éramos la ausencia.
Un ventanal abierto hacia la nada,
un jardín celeste.
Un bosque de pájaros entre la cal líquida y nuestros ojos.
Y ante nuestros ojos todo el movimiento del agua,
todo el sonido
por los umbrales diminutos de las horas crueles,
desangrándose por los desfiladeros
y por los lagos
como un péndulo que no conoce el sosiego ni la noche.
El paisaje del mundo vierte aquí
para el que escucha
su instante
de silencio,
sobrevuela los árboles,
nos acerca con su mano la cicatriz tibia de la memoria
mientras el asedio de las horas crueles
se quiebra
y cae
del otro lado del horizonte.
Aquí, muy cerca se nos muestra ya el embarcadero,
próximos
a la otra orilla.
Al instante,
reflejos, siluetas, troncos, lava que se desmadeja como un ovillo
por los íntimos arrecifes.
Hacia los profundos recovecos del infierno.
Como un río de mercurio preñado bajo la tierra,
como un espejo transparente
que lo refleja único
o como un glaciar de voces sobre el lado agrio de las sienes
―piel con piel―
y el vértigo a la osadía y la lluvia
columpiándose como tantas otras madrugadas
por escapar de los labios.
En medio del paisaje y del verbo y del asombro,
una inmensa
huida
que se nubla,
un verso en fuga o un libro entero acuchillado o una quilla
solitaria.
Todos los movimientos de todos los planetas
y de toda una vida
se asoman por los agujeros celestes del lenguaje
como cualquier náufrago sobre ausente, como cualquier viento
o ráfaga o nube o arenisca
de intacta imperfección
o de belleza
efímera.
EL DOLOR DE LAS PALABRAS
Cayó la palabra de piedra
en mi pecho aún vivo
anna ajmátova
NUNCA antes había sentido, de manera tan intensa, el dolor de tener que arrojar palabras por la boca del estómago
como un réquiem,
ni el dolor, al rojo vivo, de los bigudíes de tu pelo, que como una herida abierta sangran inconsolables durante las auroras
caídas.
Nunca antes había sentido la calentura infantil de un mirlo ahogándose en sulfúrico
por amar los cráteres enfermos de la luna.
Nunca antes había sentido este olvido tan brutal bajo
la música febril
de una caricia o un beso.
Habría deseado, hasta un número infinito de veces cada noche, quebrar, con la fuerza de un grano de mostaza entre los dedos, la dureza de la roca que a menudo me habita y me golpea, la dureza de la piedra que a menudo nos invade como una manada de búfalos
tranquila,
a la que urge poner en desbandada ante el acecho de una tormenta
de felinos rascacielos.
¿Será posible lamer la tierra hasta limpiarla del dolor de las palabras? ¿Será posible
−me pregunto golpeándome en el pecho−
compartir con millones de seres
la lengua dulce, al menos, de un pájaro de azúcar?
SOBRE EL EMBARCADERO DE KAYAKS
EN ESTA orilla próxima a nosotros
–así lo guardé en mi memoria–,
como un tesoro bajo la lluvia esmeralda del silencio,
junto a la soledad de los árboles,
cada amanecer,
como un alud de pájaros silvestres,
y cada fíbula de sol
con su pequeño universo dorado en la cintura,
nos sorprendían.
La piel esmeralda de las aguas
–sobre el embarcadero de kayaks–
era un lago inmenso donde arrojar incertidumbres,
donde recuperar
lo ausente
y unas ganas tremendas de vivir.
En la orilla del ruido, desde la blanca lejanía de la luz,
nos vigila un cuervo.