Francisco Cabanillas
EL EFECTO “NANDIRÍ”:
EL CUENTO
AFRICANO DE YVÁN SILÉN
Francisco
Cabanillas
Cada uno es mucha gente.
Fernando Pessoa
El ruido lo
controlan quienes guardan silencio.
Edgar Borges
Mirar era todo… [Nandirí] Cerró
los ojos y despertó; abrió los ojos y soñaba.
Yván Silén
Yván.
Sobre Silén (1944), poeta, filósofo, político, pintor, no repetiré que
pertenece a la generación boricua de 1970. Ni que tiene más de 20 libros publicados
(1970-2013), en República Dominicana, Puerto Rico, Nueva York, México y Argentina.
Tampoco mencionaré que es el tipo de escritor que vive la literatura, y que por
eso, se crea personalidades literarias (el Paria, el Antinihilista), que “existencializa”
poéticamente. No, no hablaré de las fiestas silenistas, ¿los banquetes de la nada?, ni de su arco voltaico,
el que empieza en el poeta maldito de El
pájaro loco (1972), y se transforma en el poeta prohibido, incluso y sobre
todo de la prosa, como en La poesía
piensa (2010). El anti-posmoderno. El Poeta que en vez de sufrir la locura,
la goza “poetamente.” Concupiscente, “porno-lírico,” “radical,” no diré que Silén
fue de los pocos que, frente al reduccionismo moderno y posmoderno, apostaron a
la pluralidad esencial del Ser: “Cada
uno es mucha gente” (Pessoa).
De su generación, sólo el
Antinihilista plantea las cosas desde esta radicalidad dionisíaca: algunos de
sus compañeros podrán ser mejores escritores que él, pero ninguno más Poeta,
mayúscula que el filósofo-político-pintor viven
como “destino.” Como tragedia; amor fati.
La Poesía mata, sí, pero piensa; y sobre todo, ve, libidiniza, por lo que el
Poeta no puede sino reír, política de los dioses que se saben mortales.
No subrayaré, pues, que,
metaliterariamente, una de las constantes del Poeta, desde El llanto de las ninfómanas (1980) hasta La poesía piensa (2010), ha sido romperle la columna vertebral al
ensayo, para que la prosa “orgasme” (diga) en el goce del concepto que se hace
imagen (poesía política). Tampoco diré nada de la afición ateo-crística del
Poeta, trabajada en sus novelas, sobre todo en La novela de Jesús (2009), y en el teatro, El velocípedo de Jesús (2011); ni mencionaré el artículo
periodístico, en El Diario de Nueva
York, en el que hablaba de la liberación en términos teológicos, “La guerra como
Dios” (1994).
En vez, me concentraré en la
poética de un cuento neofantástico reciente, “Nandirí” (2012), silenista,
demasiado silenista: “[Nandirí] Sabía, sospechaba, que todo aquello no era
real.”
Nandirí.
En el contexto de la obra de Silén, “Nandirí” es el cuento africano, excluido por
razones aparentemente burocráticas de Tannie
Lee y los cuentos de la nada (2012), tercer libro de cuentos (el primero
fue Los narcisos negros, 1997). Una
narración a la que, sin embargo, por razones literarias, estará siempre
conectado el libro, como quedó claro en la presentación del mismo, en la
Universidad de Puerto Rico, en octubre de 2012, en la que se hizo una lectura de
“Nandirí” —una primavera versión de esta— en el debut de Tannie Lee.
En el cuento africano de Silén, volvemos
al poblado de los antropólogos: “La aldea que yacía contra el mar estaba desierta.
Mientras caminaban sentía las piedras en el talón, entre los dedos, en la
planta de los pies. Los perros aullaban y los pájaros regresaban. Las mujeres
estaban de luto. Sufrían por las niñas roídas, por las rosas muertas, sufrían
por las ratas.”
Como lectores, sentimos de cerca el
relato antropológico, porque este dramatiza el peso de la tradición milenaria: “El brujo de la aldea
fumaba tranquila y lejanamente. El chamán fumaba irrealmente.” Tradición esta que, mediante las dos mujeres que la encarnan
(Nandirí y Kahina), “Corría, era necesario que corrieran,” plantea la propuesta
temática que el cuento metaliteraturiza: “La clitodirectomía había sido
terrible.”
Por un lado, está la joven que se
rebela desde la tradición: “Nandirí no profirió un solo grito. Se sentía
profundamente mujer. Y se sentía oscuramente una metáfora. Se mordió los labios
y la sangre manó como manaba el periodo de su vulva. Despertó.”
Por el otro, está Kahina, la vieja sabia-ciega-bruja que auspicia la rebelión
desde la complicidad con la tradición: “Kahina se detuvo, se volvió y la besó [a
Nandirí] en la frente.” Una ecuación esta, entre Nandirí y Kahina, emblemáticamente
silenista (tipo siamés, hermafrodita). Porque de lo que se trata en el cuento
africano de Silén, es de rebelarse, desde la complicidad, ante la tradición, planteada
desde la primera oración del cuento: “Le cortaron el clítoris.”
Como metarrelato, a Nandirí le toca
que Kahina le corte el clítoris, lo cual acontece de modo mayormente oblicuo: “El dolor era
del tamaño del mundo. El dolor era azul. Se contuvo y trató de no desmayarse,
pero ya era tarde. Se desmayó. Las comadronas, más oscuras que Nandirí, le
echaban una sustancia que impediría la hemorragia.” A su vez,
a Kahina le toca cortarle el clítoris a Nandirí: “El bisturí
avanzaba lento. La mano de la mujer [Kahina] no titubeó. El movimiento fue
lento.” Pero sobre todo, a Kahina le toca guiarla (con los ojos cerrados,
pues los hombres se los habían cosido, “para que no mirara a los hombres”) por
la senda de la rebelión micropolítica, cuya ruta la vieja ciega domina a
perfección: “Conozco el camino.”
Rebelión que, en efecto, acontece
de una manera marcadamente silenista; es decir, potenciando la posibilidad del
vértigo literario. Por ello, después de cortarle el clítoris, Kahina, en
silencio, pero decidida, como una flecha zen, la saca de la comarca y la lleva
a una casa en otra aldea, donde Nandirí tendrá al alcance de la mano los
utensilios médicos que necesita, “el hilo especial que le habían regalado las
enfermeras menonitas,” para socavar esa misma tradición, “podía curarse,” cosiéndose
el pedazo de carne cercenado (imagen que en otro cuento de Tannie Lee se replantea desde el falo grapado): “Porque lo que
le había sucedido [a Nandirí], la tradición de los hombres, la mansedumbre de
las mujeres, no era su destino.”
De ese modo trágico y a la vez rebelde, “[Nandirí] Tomó el
clítoris, tomó las agujas, las ensartó infinitamente y abrió las piernas. Sabía
que le dolería, sabía que sería fatal. Tomó la botella de ron que yacía sobre
la mesa y bebió y se empapó el pubis. Colocó la aguja en la carne lastimada y
ensartó la vulva. Lloró. Se mordió los labios y su gesto se hizo enigmático,
repetitivo, lento. La aguja atravesaba la carne y surgía de ésta totalmente
ensangrentada”; de ese modo trágico y rebelde, tanto Nandirí
como Kahina reivindican una tradición que, en clave neofantástica, y desde una
economía verbal prodigiosa, han decidido subvertir, sin querer queriendo, desde
la privacidad de una casa a la que los niños de la aldea —los futuros hombres—
tenían acceso, a distancia, por una ventana: “Buscó el marco de la ventana en
donde estaba la luna y sólo vio aquel tropel de niños que la contemplaban [a
Nandirí]. Los ojos negros de los niños la miraban hipnotizados.”
Marcada por la rebelión, la complicidad de Kahina y
Nandirí resulta atroz. Atrocidad que, sin embargo, frente a la mirada impúber y
distante de los niños, busca alterar el orden infame del tiempo tribal. De esa
manera, como si nada hubiera pasado, Nandirí se cose el clítoris con la
complicidad de Kahina: “El clítoris titubeaba y se balanceaba.” Gracias a la
visión de la vieja ciega, la joven mutilada se apresta a recuperar el centro
micropolítico de la mujer: “Caminó hacia el interior de la casa y sintió que la
idea de curarse la obsesionaba… Buscó las agujas de coser, prendió la estufita
de gas y calentó las puntas.”
El silencio que habla, sobre todo al final el
cuento, “El clítoris
cayó al suelo. La enfermera lo tomó y lo depositó en la escudilla. La aldea
estaba desierta. Los niños se precipitaban contra las olas. Nandirí cerró lo
ojos,” dice
mucho de Kahina. Tanto que hace estallar una relación que había permanecido en clave
(entre líneas). Por eso, leer en el último párrafo la alusión a la “enfermera”
(que es Kahina), produce vértigo: ahora la transgresión de Nandirí se debe
sobre todo al protagonismo de Kahina. Nandirí no es sólo Nandirí, sino también Kahina,
centro desplazado y volcánico del cuento. Ojo de la rebelión. De ese modo, el gran
efecto “Nandirí” se llama Kahina, un desplazamiento (ontológico) acoplado a
tres efectos específicos: el sonoro, el narrativo y el político.
Cámara de ecos.
En el contexto de los efectos que, en general, marcan la literatura silenista; es
decir, el político (el menos efectista, pues Silén lo comparte con la
generación del 70), el lingüístico (súper efectista, al punto de devenir en una
antigramática) y el teleológico (como vértigo, efecto sine qua non de lo
sublime y lo siniestro), el efecto “Nandirí” se da como vértigo de lo
lingüístico a lo político. De esa manera, a partir del nombre (Nandirí), el
cuento plantea una visualidad imposible (el corte del clítoris precedido por su
remiendo), después de la cual se siente, como resaca, el efecto político: el
clítoris repuesto como una metáfora silenciosa de Puerto Rico.
Veamos, para empezar, el efecto de lo lingüístico en
lo sonoro, Nandirí, nombre que suena al de una diosa premoderna. Sustantivo que
evoca por contigüidad sonora otro significante, esta vez del jazz latino,
“Isanusi,” título de un tema de Chucho Valdés, en Solo piano (1993). Para seducir al lector, el efecto sonoro invita
desde el apócope (Nandirí, “nadie diría”)
y la elipsis (“nan-die-dirí… a… que…”). De esa manera, el cuento invita
a leer lo que se dice en silencio: por ejemplo, nadie diría que… la rebelión de
Nandirí se deba a la complicidad de Kahina.
Nandirí; efecto por otro lado de una sonoridad masculinizante,
demasiado masculinizante: “Tropezó y cayó sobre sus senos. Su cuerpo esbelto, su
cuerpo de modelo suicidada, se develó como un escándalo. Sus nalgas eran
impecables. El dolor de caer fue inmenso. El dolor del pubis cambió de sitio,
pero no sangró. Su senos latían.”
Del oído al ojo (porque “Mirar lo era todo”); el
efecto “Nandirí” salta de lo sonoro a lo visual. En ese brinco, produce el vértigo
desde una imagen imposible: el corte dramático del clítoris que se narra al
final, está precedido por el remiendo artesanal del mismo. Desfase que produce esta
visualidad al revés: justo cuando Nandirí se cose el pedacito de carne, el
cuento narra en directo cuando Kahila se lo cercena: “El bisturí
avanzaba lento. La mano de la mujer no titubeó. El movimiento fue lento… El
clitoris cayó al suelo.”
Así, desde la sonoridad antropológica, “Nandirí” nos
lanza al vértigo narrativo neofantástico: vuelco de un discurso que narra la
causalidad al revés.
Entre la imagen brutal del corte, y la subversión micropolítica
que orquesta, entre silencios, su remiendo, el efecto “Nandirí” se torna
sublime. La visión de Kahina prevalece; la ironía con la que la vieja fustiga
el patriarcado, “Pronto nos coserán el culo,” se impone como contrapolítica. Como
la atrocidad heroica que es, mano que corta por un lado y que por el otro facilita
el remiendo, Kahina se instala, frente a Nandirí, como vértigo (ontológico):
“Cada uno es mucha gente.” Espejo desde el cual el cuento articula,
metaliterariamente, su propia alteridad. De ese modo, igual que Nandirí es en
el fondo Kahina, “Nandirí” es más que un cuento sobre África.
Una vez consumada la fruición del vértigo narrativo,
hay que regresar en silencio a ver lo que quedó de la dimensión antropológica. En
esa vuelta, se produce el tercer efecto del cuento, el político, que, aunque
más tenue que el vértigo narrativo, resulta más elástico. Como metáfora
política, el corte del clítoris produce a su vez, en silencio, el efecto Puerto
Rico; una referencia silente (pero fundante), no desde la patria sino desde “la
matria,” porque el silenismo es una literatura que gira, como Casandra & Yocasta (O: el libro de Titi)
(2001), alrededor de las madres. Desde África, pues, mamá que corta clítoris, “Nandirí”
evoca Puerto Rico: ¿isla en el proceso político de coserse lo que le cortaron?
Biopolítica.
Si el ruido capitalista, según plantea Edgar Borges en el epígrafe, “lo
controlan quienes guardan el silencio,” desde el efecto “Nandirí,” el silencio
político lo gritan quienes más de cerca colaboran con la tradición
falocéntrica: las mujeres que, como Kahina y Nandirí, se rebelan desde el
cuerpo violentado por la tradición: “Pronto nos coserán el culo.”
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