En el presente blog puede leer poemas selectos, extraídos de la Antología Mundial de Poesía que publica Arte Poética- Rostros y versos, Fundada por André Cruchaga. También puede leer reseñas, ensayos, entrevistas, teatro. Puede ingresar, para ampliar su lectura a ARTE POÉTICA-ROSTROS Y VERSOS.



viernes, 6 de septiembre de 2013

MIS TRES MAESTROS

Anselmo Sequeira, Image de RicardoLlopesa




MIS TRES MAESTROS


1. ANSELMO SEQUEIRA
(Nicaragua, 1885-1965)


Por Ricardo Llopesa


Ignoro el día que conocí a Anselmo Sequeira. Mi memoria es incapaz de recuperar el pasado más remoto. Es más, como humano me siento impotente de adentrarme en el recuerdo más allá de mi niñez. Lo que quiere decir, que conocí a Anselmo Sequeiro desde mi pasado más remoto. Abrí los ojos mirando aquella barba poblada de canas y su mirada azul que siempre me sorprendió, tras unas lunas que las sostenía el milagro de la eternidad.
Anselmo fue un hombre odiado por la sociedad. Cuando las señoras respetuosas, las de alta alcurnia, las que estrenaban vestido los domingos para lucirlo en la misa de cinco de la tarde; las otras, vecinas de barrio; los señores distinguidos; las damas del coro de la parroquia o la anciana señorita que después de ejercer de maestra oficiaba de ayuda de cámara del sutil sacerdote, y escuchaba el nombre de Anselmo Sequeira, exclamaban:
─¡Dios me libre!
Por entonces, arrastrados por el miedo al infierno, el temor al diablo y hasta la amenaza de castigo que podía padecer un infiel con la aparición de los muertos, guiados por las homilías del sacerdote, los muchachos de entonces, yo mismo, pensábamos que realmente Anselmo Sequeira era un “viejo chancho”. Es decir, un hombre “cochino”, algo así como alguien que tiene el cuerpo y el alma envenenada. De ahí procede la interpretación que se tenía de él, de persona sucia, que traducido al lenguaje de la época quería decir que “no se bañaba” bajo el agua lustral que limpia las impurezas del cuerpo y a su vez las del alma. Era la primera condición que conducía a la limpieza del pecado.
Ese fue el concepto que definió, durante su larga existencia, la vida de Anselmo Sequeira, hasta el punto que en torno a él se fue creando un mito de leyendas.
Si me remonto a los primeros recuerdos de mi infancia, lo veo sentado frente a la puerta abierta de una vieja casa, con una guitarra sobre el pecho, escribiendo las notas que salían de sus cuerdas. También lo recuerdo en la misma silla, un gran sillón de madera, con una tabla sobre los brazos de la silla, componiendo poemas para la posteridad, en la que no creía. Eran poemas escritos al gusto de quienes pagaban por oírlos. Pero como el gusto generalizado de los jóvenes cultos y estudiantes, era el misterio de lo pornográfico, el poeta escribía poemas para el consumo cotidiano.
Iluminado por el mejor Quevedo, a quien admiraba, aquel “viejo vulgar” escribía los mejores poemas de optimismo y alegría, al precio de un cuarto de Córdoba. La música, en cambio, no le producía beneficios, si exceptuamos algún que otro encargo ocasional.
Con Anselmo Sequeiro se inició, en Nicaragua, el comercio de la poesía. Fue su mayor inversión humana. Otra fuente de riqueza la obtuvo como escribano de los presos. Nuestra casa estaba situada frente a la suya y de nosotros a la prisión mediaban cincuenta metros. Como su fama llegó más allá de las fronteras de nuestro pueblo, venían las mujeres de otros lugares a ver a sus hijos y maridos, acusados de robo, violación de menores o asesinatos, y cuando no podían verlos les dejaban cartas, escritas del puño y letra de Anselmo. Las cartas eran más caras, costaban un Córdoba, la séptima parte de un dólar.
Ese es el recuerdo que me queda de aquel hombre viejo, corpulento, blanco, crítico, de amplia frente y entrada, con el pelo largo a lo Cristóbal Colón, bigote y barba espesa, que para leer usaba lentes, vestido con un pantalón que amarraba a la cintura con una cuerda, zapatos que él mismo arreglaba con algún alambre para coser el cuero roto. Pero lo más elegante era su saco, su vieja chaqueta envejecida que recordaba que un tiempo había sido de color azul opaco, apagado por el sol y el uso. Siempre lo recuerdo con el mismo saco, abrochado de un extremo a otro con un trozo de cuerda, para que ajustara. A las cinco en punto de la tarde, vestía su traje y salía de su casa, con una botella de vidrio en la mano, llena de agua, camino a los comedores que se montaban por las tardes en la acera del Mercado Municipal. Era una sola mesa larga, con bancos para sentarse, donde compartían la comida gente pobre, por el precio de medio Córdoba, generalmente, arroz y frijoles fritos con una tortilla, donde llegaban taxistas, cocheros de carros tirados por caballos, lustradores, obreros y vagabundos. Con ellos compartía diálogo y entre aquella gente era más admirado que entre los suyos.
He dicho los suyos, porque la ciudad estaba dividida en dos. El centro, donde vivíamos la clase más distinguida y las barriadas, a quienes se les consideraba despectivamente la chusma. A su vez, la ciudad se volvía a dividir en dos, como cortada por un cuchillo: la ciudad, Masaya, y el barrio indígena de Monimbó. Éramos dos pueblos distintos, aunque llevásemos la misma sangre. Pero quienes marcaban la diferencia eran los blancos, herederos de sangre criolla o española, que no se mezclaban ni con los pobres ni con los indios, aunque sólo les quedase el linaje del color.
Anselmo pertenecía al linaje de los nobles, de los privilegiados, pero siempre renegó de ellos. “La sociedad es una suciedad”, proclamaba. Antes de morir su padre, un médico distinguido, repartió sus propiedades entre todos los hermanos (dos de ellos fueron diputados) y las dos hermanas, que fueron maestras, y Anselmo renunció a todos los bienes. Se quedó una casa pequeña, que es donde yo lo conocí, que desmontó para hacerle la siguiente reforma: la casa la dividió en dos partes, una pequeña frente a la puerta, rodeada de piedras que casi llegaban al techo, formando una caverna, donde colocaba, entre piedra y piedra, pequeños rollitos de poemas, hasta el punto de que aquella casa deba la sensación de estar metido en una cueva, oscura, sin luz eléctrica y cargada de misterio. Al otro lado, atravesando una puerta situada a sus espaldas, estaba la puerta de entrada a su habitación, llena de libros y papeles, donde dormía. No había cama ni colchón, sino un hoyo, como una sepultura y unas tablas con una sábana. Dormía como un asceta, como un ermitaño.
El techo de la casa, cubierto de tejas rojas, lo reforzó con palos colocados debajo de las tejas, para que al caer, en caso de terremoto, no lo aplastasen. Esto y la cama eran complementarios en caso de una desgracia. Otra reforma curiosa la hizo en la puerta. La dividió en dos mitades. La parte inferior formaba una sola pieza. En cambio, la superior formaba un conjunto de pequeñas ventanas hasta llegar a la más pequeña, por donde sólo se miraba su cabeza, y aun otra minúscula por sólo podían verse sus ojos.
La incultura del pueblo era tal, tan cruel, que el poeta era apedreado. Hasta yo, a la hora en que todo el mundo hacía la siesta, en medio de aquel silencio ni siquiera interrumpido por el canto de los pájaros, abría la puerta de mi casa, recogía una piedra de la calle empedrada y le lanzaba la piedra con la débil fuerza de muchacho. Por la noche, mientras estudiaba, venía a mi casa de visita y me recriminaba. Fue mi primer Maestro. Me explicaba el comportamiento humano y en particular el de nuestro pueblo.
Apedreado como Dante, aquel hombre nacido en 1885 murió una mañana de domingo, el 23 de enero de 1965. El día de su muerte tuve una especie de premonición. Sentí algo que me decía en el interior de mi conciencia que tenía que regresar a casa. Era domingo, tenía quince años, y los domingos iba a Granada en compañía de mi amigo Adán Cárdenas, a iniciarme en los vicios que, por entones, la vida regala a los hombres adolescentes. Una voz interior me decía, regresa que algo ha ocurrido. Y así fue. Al llegar a casa mi madre me dijo: “Ha muerto Anselmo”. El mundo se me vino abajo. Era la primera vez que alguien a quien había querido tanto pudiera morir. No me lo podía creer. Le hice compañía al amigo muerto, al maestro, al guía espiritual, con la esperanza de que levantaría la cabeza de caja que lo encerraba. Pero no fue así. A la medianoche regresé a casa con el miedo de su presencia impregnado en la piel, como si el poeta de las barbas blancas estuviese a mi lado, haciéndome compañía o simplemente demostrándome que la vida se acaba.
Los recuerdos volvieron a mi memoria. Las tardes cuando aplicábamos a mi cuaderno de escolar los resultados de la matemáticas o aquellas interminables explicación sobre el buen uso de la gramática o los resúmenes a que me obligaba después de leer un libro o la simple sesión de cine o aquellos responsos sobre mi mal uso de la lengua y el diccionario en mis manos preguntándole las palabras más insólitas, desde mi punto vista, pues el diccionario de la lengua lo sabía de memoria. Hablaba francés e inglés.
Siempre decía que el saber estaba por encima de cualquier título. Se sentía orgulloso de haber abandonado la carrera de Medicina. En uno de los exámenes le preguntaron la manera de curar una ruptura de clavícula. En lugar de responder según el método establecido por la Universidad de León (Nicaragua), utilizó una respuesta más científica, tomada de un libro que se estudiaba en la Sorbona, regalo de su amigo Alberto Tiffer que estudiaba en París. Fue suspendido. Se fue cara al tribunal examinador recriminándoles su ignorancia: “Todos ustedes son una nulidad. ¡Nulidad! ¡Nulidad! ¡Nulidad!”, y se marchó definitivamente.
─No, no quiero padecer la vergüenza de llamarme “doctor”. Es una vulgaridad. Todo el mundo puede llamarse doctor, hasta el hijo del barrendero” ─proclamaba.
Recuerdo una tarde que fuimos al entierro de una señora vecina. Como cayó un pencazo de agua, Anselmo decidió que nos regresáramos con los zapatos en la mano en medio de la calle. En esa época habían muy pocos vehículos. Así lo hicimos. “De esta manera estamos en contacto con la naturaleza”, afirmó Anselmo. Cuando llegué a casa, mi madre me dio una paliza por hacerle caso a ese “viejo loco”.
Tenía quince años y me sentí huérfano de su amistad. Hoy, medio siglo después, evoco su memoria, que él mismo se negó a escribir.
Cuando llegué a París en el mes de julio de 1966, con el deseo de aprender francés para leer a Víctor Hugo, me gasté la plata en los pequeños burdeles de Pigalle y recurrí al Consulado de Nicaragua en solicitud de un préstamo. El cónsul fue amable conmigo, me hizo pasar y sentarme. Tenía un invitado nicaragüense que pasaba saludándolo por París. Era Hernán Robleto, el célebre periodista y novelista, autor de Sangre en el trópico y director de La Estrella, de Nicaragua, a quien Somoza había mandado al exilio y ahora vivía en México.
─A ver, muchacho, ¿si sos de Masaya y estudiante es posible que sepás darme noticias de Anselmo Sequeira?
Aquella pregunta, escuchada en París, me puso los pelos de punta. No podía creer que aquel hombre denostado, odiado y hasta apedreado, pudiese estar en boca de otro hombre admirado, celebrado y reconocido a nivel internacional por sus novelas y su lucha contra la dictadura. No lo podía creer. Robleto me descubrió al Anselmo Sequeira que nosotros siempre desconocimos. Anselmo figuraba en la primera edición de poetas modernistas, publicada por la Editorial Mauchi de Barcelona, en 1912. Fue para mí otra sorpresa. El cónsul Ibarra me cursó la invitación de cenar con él dos días después.

De Anselmo Sequeira conservo varios poemas inéditos y manuscritos. En primer lugar reproduzco uno dedicado a “Rubén Darío”, tomado del Parnaso nicaragüense (Barcelona, Maucci, 1912, pág.132).

RUBÉN DARÍO

Señor, hacia el silencio de tu serena testa
llegó a darte mi lírico manojo de laurel;
a ti que eres el pájaro de ignorada floresta
y derramas tu verso como una vaso de miel.

Ati que como una magnífica protesta
elevaste las alas al eterno vergel,
y sentiste allá arriba  la fantástica fiesta
del arte, y te pusiste retozando con él.

¡Oh! ¡Maestro! ¡Oh! Sagrado Maestro. Tu albo vaso
de miel ─tu regio verso─ como en azul pegaso
prosiga recorriendo los éteres sin fin.

Mientras las juventudes que piensan y que sueñan,
allá por tus palacios, se acercan y te enseñan
la fresca epifanía que cante su clarín…

Los siguientes versos son un conjunto de cinco poemas, escritos sobre papel de molde, cortado y luego pegado con almidón, haciendo la forma de calzón, escrito en Masaya y dedicado a Mayra López, el día de su cumpleaños, el 19 de enero de 1963.

1

Mayra López: no he de ir
a tu linda reunión,
pues tengo quehacer: dormir.

Mañana iré a tu mansión.
Quedé mal? Qué habré de hacer?
Quedé bien? Vaya, es mejor.
Que huya de ti el padecer.
Que te bendiga el Señor.


2

Te has fijado en Europa?
Tanta nieve
matando gente.
No te conmueve?


3

Hay que trabajar
y resolver lo del amor.
la cosa está en no llorar
al burlar
al dolor.

En el siguiente poema hay un dibujo que representa una barca con un remo, una raya que significa el horizonte del mar y medio sol con sus rayos proyectados.

En esa barca nos iremos lejos
bogando en un dulce río
en persiga de reflejos
que nos rellenen todo vacío.

Me quedaré preso
de tu recuerdo en la intimidad?
Caracoles! Cómo es eso
de pescar felicidad.

Anselmo fue conocido por su poesía picaresca y festiva. Era hijo de Quevedo, nacido en Nicaragua. Los poemas siguientes, cuatro en total, están ilustrados con dibujos de medio cuerpo, centrados en el pubis de la mujer.

MUJER, VERGA Y ARRECHURA

Ni más ni menos que vieja
rempujada por un burro,
viendo los pelos negros de tu axila,
fornicar al instante el tronco acuerda,
y toda mi ansiedad se recopila
de zamparte la verga hasta la mierda.


NO FALLA EL APETITO DE PISAR

Que te lleve alegre el viento
el olor de este instrumento
que siempre has idolatrado
como pistón de jumento


PAIPUDA

Eugenia, una paipuda muy deseada,
dice que ella se siente enamorada,
y asegura valer con voz de azar
y derramando activa carcajada.
─Enamorada! Vaya una pavada,
lo que esa tiene es ganas de culear.

            Pero no todo fue picaresca en los versos del gran poeta. Tuvo momentos de inspiración sana y alegre. Escribió poemas largos y muy buenos sobre el volcán Masaya y la laguna de Apoyo, entre otros, donde está presente la altura del pensamiento y el manejo de los ritmos. Desgraciadamnete, su punto de vista, sincero y verdadero, atípico con respecto al canon establecido por el pensamiento de tradición, lo ha marginado. Para mayor desgracia suya, lo poco que existe de su obra está disperso y lo más grave, desaparecido. Su propia hermana se encargó en convertir en ceniza la obra literaria de toda una vida. Muestra de ese otro aspecto de su poesía lo ofrecemos en el siguiente poema.

VERSO DE SORTILEGIO
Abecedario de Amor
y una Deprecación

A Sensación Solares.
En el mundo.

El verso A se abrió en explosión rosa
y zarpó rumbo hacia tu cabellera,
emejante a una barca deliciosa
que te trae una carga perfumera.

El verso B es hombrón entre bombones,
dulzor Standard que realmente encanta,
y que por endulzar tus gustaciones
se está cruzando ya por tu garganta.

El verso C florece igual que un loto,
un loto grande, azul, de gracia pura,
loto a quien nadie excusaría el voto
para que sea eterna tu ventura.

El verso D tremola sus banderas,
sus banderas de sol y de alegría
para hacer el oregón de tus maneras,
de reina que hace que se encianda el día.

El verso E encabrítase encantado
como un feliz corcel que suspirara,
por ir cargando, desequilibrado,
en sus lomos tu ideal belleza rara.

El verso F es frasco de frescores,
un ramaje que tiembla estremecido
de abanicar y que derrama flores
en tu pecho elegante y repulido.

El verso G es de gemas un escriño
cristalizado, al parecer, de estrellas,
que se te prenden con lilial cariño
cual un racimo de mentiras bellas.

El verso H como harmonio suena
de nítidas cadencias musicales,
que elogia la dulzura de azucena
de tus frágiles formas imperiales.

El verso I tal el imán atrae
hacia sí todo prodigiosamente,
pero a ti, rendido, se retrae
y besa los rosales de tu frente.

El verso J era un jarrón florido
que por las artes mágicas de embrujo
se trocó en un violín cuyo sonido
dice muy quedo que es de amor tu influjo.

El verso K no es kiosco pintoresco
de un parque de ilusión selecto ornato,
sino un sueño mil y una nochesco
que preconiza tu gentil recato.

El verso L no es de luna un lampo
que intercambia palabras con la fronda,
pero es lirio que embriaga todo el campo
y cuyo aroma sin cesar te ronda.

El verso LL se hizo lluvia de oro
que nació de un crepúsculo inefable
que derramó a los pies de tu tesoro
su canción de un color inencontrable.

El verso M es tierna mañanita
ebria de pájaros y de fragancias,
y en que un áureo liróforo recita
para ti sus recónditas sustancias.

Nenúfar claro que se balancea
en un estanque de aguas asedadas,
el verso Ñ, oh palpitante dea,
te enamora con frases increadas.

Ñambar faral de corazón de acero
que del tiempo los látigos resiste,
el verso Ñ es fuerte caballero
que en ofrecerte pleitesía insiste.

Oh! Verso O, la ola alegre y loca
que los inmensos litorales baña,
y que lame con manso afán la roca
de tus frialdades de beldad extraña.

Prodigando fanfarrias, orgullo y mando,
y entre ritmos y entre emociones,
yérguese el verso P, preconizando
tus percusiones y repercusiones.

Q de querer, Q de inquirir, el verso
Q es un reto de sangre a los abismos,
mudo de asombro ante el abismo terso
de tus maravillosos espejismos.

R de Rusia, R de rezo, R en la renga
reina, en reir, en razonar, en risa,
y es red el verso R que sostenga
por siempre tu claror de pitonisa.

Sobre el sendero de su loco foco
de extravagancias en que amor se pesca,
verso R doble es el terror de un loco,
loco por tu sonrisa gigantesca.

S de sierpe, de sabiduría,
el verso S desarrolla su alma
tal una serpentina de alegría
que en rodear tu primor halla su palma.

Y de taquigrafía que se mueve
captando ideas enderezadoras,
el verso T se inflama y se conmueve
frente a tus manos maravilladotas.

Usina de productos delicados,
álzase el verso U, loco de pitos,
para dar sus encantos ponderados
a tus tremendas portes exquisitas.

Varita y virtud que echa luceros,
el verso V te arroja resplandores
porque eres la fantástica, sin peros,
luz de las luces y flor de las flores.

Lánguida, desmayada porcelana,
walkiria que se inclina hasta la muerte,
el verso W es la wertheriana
pistola en la tragedia de quererte.

Desesperadamente, en infinita
ansia de trastornados y opresores,
el verso Y es el que ya que ya te grita,
dame ya los Ofires de tus besos.

En romance que sangra y vieja y mustia
historias de aflicción reconstruyéndote,
el verso X es la larga angustia
de un xilófono o llanto conmoviéndote.

Y toda palidez y faz enjuta,
oye que pasa el más potente encanto,
el verso Z es la zozobra bruta
en que me creo, de adorarte tanto.

DEPRECACIÓN

Cuando de las entrañas de la noche,
haciendo de dolor lento derroche,
fluya algo que indagar siempre escatimas,
piensa que se arrodilla, silenciario
y temblón, ante ti este Abedecedario
de Amor, y te encarece: Ah, no me oprimas.

            La mañana del entierro éramos once personas, Daniel Calvo Díaz, el impresor; Valencia, el sahurin; Adán Sánchez, sindicalista; el Dr. Bellorini, bazuquero; yo, estudiante, el resto eran personas de la calle como Marcelino, el limpia zapatos, un cochero, un taxista, un cargador del mercado, un carretonero y un loco que decía haber sido el más grande jonrronero del mundo.
            Once personas como en el entierro de Edgard Allan Poe. Sólo once personas, en aquella mañana de sol, detrás del féretro que conducía a mi amigo al cementerio. Más Goyo Mudo, el enterrador, con su pala al hombro, que sobraba, pero quería estar presente cuando el poeta de Masaya fuera sellado en un nicho. Faltó a la cita su mejor amigo, el poeta Víctor de la Traba. Fue Víctor quien lo rescató del olvido. Mandó a poner una lápida en el cementerio, pero ya no existe; de la misma manera que tampoco existe Anselmo Sequeira.





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