En el presente blog puede leer poemas selectos, extraídos de la Antología Mundial de Poesía que publica Arte Poética- Rostros y versos, Fundada por André Cruchaga. También puede leer reseñas, ensayos, entrevistas, teatro. Puede ingresar, para ampliar su lectura a ARTE POÉTICA-ROSTROS Y VERSOS.



miércoles, 27 de agosto de 2008

Valparaíso nocturno_Ana María Veas González

Fotografía: Calle Serrano 2, Valparaíso





VALPARAÍSO NOCTURNO(prosa poética)


Cae la noche sobre la ciudad de Valparaiso, ese escandaloso barco anclado lleno de indecencias sacras Es una noche calurosa como pocas. Las luces de neón palpitan como una fiesta de senos encendidos. Los ojos brillan y ya se abren las antes dormidas puertas de las boites.

Una mujer va por las calles lúbricas y excitantes que sólo tienen los puertos porque cada pedazo de pared, cada piedra de la calle está marcada por el roce de lo humano y esto estimula. Los desiertos, por el contrario, borran, minimizan el universo del hombre y, por esto, cohíben y apagan las fuerzas de la vida; ésta es la causa principal que hayan sido escogidos por los ascetas para realizar sus ideales opuestos a los del hedonismo, postura filosófica que valora el placer, el goce como don y motor de la salud. Los suburbios nos doblan hacia la tierra hablándonos en cada uno de sus poros, peldaños, puertas, ventanas que esconden camas frenéticas entre ropas arrojadas al vuelo, y esquinas para encuentros, reencuentros apasionados, acalorados, enrojecidos.

Ella camina esa noche, noche fosforescente, y se roza los muslos y zigzaguea así.

Un hombre se le acerca con sus piernas arqueadas y su paso firme. Posiblemente hombre de mar con la piel con el aroma de los océanos remotos. Ella le mira a los ojos, y, así, se reconocen, y ambos se internan por las callejuelas atiborradas de ajados rostros, vividos, con las huellas del placer y del dolor como en un mapa, de caras de puerto, de bocas, de ojeras, de pupilas mientras la música – que ha salido a la acera – resuena con tropical ritmo y el olor a humanidad sedienta de diversión lo invade todo. Desde los bares un aroma a sudor y a alcohol que se acumuló durante el día se extiende como desde un torso masculino ebrio y exuberante.

En la luz blanca resaltan los hombros anchos y el grosor de los muslos del hombre. Por los laberintos las ropas colgadas les rozan el rostro. Llegan a una casa. El hombre abre la puerta. La mujer entra tomándolo por la cintura. El hace gestos seguros de macho vencedor.

Es una pieza chica con un camastro. La guarida de un hombre que vive solo. Ropas cuelgan de las paredes. Es un hombre que no tiene aún el cuidado de una mujer – como se estila todavía en esta ideología patriarcal – ni el calor de un hogar como ha de ser, según dicen. Sin duda se han conocido hace poco y han convenido ese encuentro. El se queda de pie frente a ella que comienza a pegar su cuerpo y su boca con pasión. Empieza a sacarse su ropa mientras ella se arrodilla ante él buscando la región de su pene, su dios ardiente, su columna poderosa que sostiene su felicidad .Rayo de fuego que cabe en la mano. Poco a poco va apareciendo la desnudez magnífica del varón vigoroso. Es oscuro de piel, latino e hirviente. Ya está desnudo siempre de pie frente a ella que se ha despeinado y sigue de rodillas ante el hombre. Su pubis resalta como un perfil de montaña atiborrado de vegetales negros, de enredaderas que suben hasta su ombligo. El olor de su piel es a jabón de lavanda. Su vientre es duro, durísimo, de mármol tibio. Un movimiento hace el hombre y le introduce el pene en la boca de la mujer sedienta que no se ha desvestido. Pero que empieza a hacerlo succionando con parsimonia sin abrir los ojos, lo que hace tirar al hombre la cabeza hacia atrás y empezar a gemir. La punta roja aparece de vez en cuando entre los labios de ella como una fruta deliciosa. Afuera resuena el frenético ritmo tropical, de la música negra de Centroamérica. El separa las piernas y ella ahora mete la mano entre ellas para masajearlo delicadamente así. Pero desiste para sacarse la blusa y dejar sus pechos puntudos bajo la mirada del hombre.

El se inclina, entonces, y luego la levanta y la yergue para conducirla a la revuelta cama. La deja así temblando de ansias y poniéndose frente a ella, que queda tendida por un rato, hasta que el hombre comienza a desnudarla, para iniciar su rito lento con su boca la que empieza a succionarle cada dedo de los pies. La mujer comienza a retorcerse de deseo. Da pequeños grititos como gorjeos o de dolor máximo o placer desmesurado, por lo que su cuerpo responde con esporádicos espasmos sudorosos. Luego con su propio pie la acaricia, subido sobre la cama, ella tendida y entregada con expresión de éxtasis sexual, abriéndole con cuidado la roja vulva toda lubricada y con más suavidad aún y gran destreza le recorre el clítoris con la punta del pie, acción que a ella le hace proferir un grito que le separa más las piernas dejándoselas casi horizontal bajo él. El pie sigue allí jugando con los labios mayores y menores, recibiendo los jugos de la mujer que le levanta con frenesí el pubis hasta formar con su cuerpo un arco desesperado, luego de haber juntado, nuevamente, las piernas. Entonces el hombre se adelanta hacia su cabeza, siempre de pie sobre la cama, como un conquistador sobre su barco, para que ella busque con sus labios los testículos del hombre, y, con suma delicadeza se los amase un rato. Luego pasa sus piernas hacia los hombros del hombre, el que se ha arrodillado, y espera así ser penetrada.

Sigue la noche titilando su neón celeste. Por la ventana entra su palpitación azulina. La música a lo lejos a veces o casi encima continúa acompañando los quejidos de placer en todas las piezas de ese barrio hotelero y de viviendas sencillas. La mujer y el hombre ahora son una sola escultura viva. Danza dentro de ella el bálano colorado y ella aprieta sus pechos en el torso del hombre. Las salivas se mezclan unidas las lenguas. La mano de la mujer recorre la espalda y se eleva esa mano y baja como una garza blanca sobre el oleaje.

Si dos voces humanas pudieran romper por su ímpetu las tablas de un techo, así las voces del hombre y la mujer, en la noche fosforescente. Canto único de macho y de hembra. Soplidos y resoplidos en la cabalgata regia que mantiene el interés por la vida. Música imprescindible. Arpegio de la vida. Ellas se unen al son tropical de fondo que los acompaña en la noche citadina y en la ráfaga de aire que recorre la ciudad se mezclan los aromas de sus cuerpos al del alcohol, y al humo de los cigarrillos y al de los otros cuerpos y al olor de la humanidad entera…

Valparaíso, 1994
©ANA MARÍA VEAS GONZÁLEZ
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