Francisco Cabanillas
MANHATTAN, NAVIDAD DE 2012:
LA BIOGRAFÍA (1984) DE YVÁN SILÉN
Francisco
Cabanillas
Ciudad
infame: te han dicho / monstruo de acero / infierno gris / babel del siglo
veinte / jardín de torres infinitas / enjambre universal / paraíso del crimen /
templo del lucro / selva de cemento / sótano de la inmundicia humana…
Jaime
Giordano
Corremos
hacia la calle 59 que se une con Broadway. Cruzamos frente a Central Park donde
los cafés anuncian el lujo de su clase burguesa. De sus porteros vestidos de
verde. Porteros de gala. De los coches extraños con sus caballos de guata.
Yván
Silén, La biografía (1984)
Cojeando
hacia la puerta tropecé con el cuaderno de La biografía. Lo retomé, como si
fuera un alivio, y abrí la primera página para recordar todo lo que había
sucedido, para saber todo lo que había soñado la fiebre.
Yván
Silén, La muerte de mamá (2004)
¡NUEVA
YORK (PUERTO RICO), AUNQUE SEAS IRREAL, TE NOSTALGIO!
Yván
Silén
Nueva
York. Como en la navidad del año pasado (2011), en esta celebro y cerebro las
fiestas paganas en el espacio de la novela que releo, La biografía (1984),
de Yván Silén: New York City.
En cinco
días, leo interrumpidamente, pero con gusto sostenido, la primera novela de
Silén (que hasta 2009 ha escrito cuatro). Una novela que, porque tematiza el
vértigo narrativo —la realidad de perderse en la lectura, sin saber a veces,
esquizoidemente, cuál de los narradores narra—, resulta idónea para leerla
desde la multiplicidad que se traba en Nueva York. Megalópolis donde es también
fácil perderse en la lectura de realidades simultáneas, todas girando alrededor
de un denominador común.
¿Tiene La
biografía, una “novela abierta,” como Nueva York, un denominador sobre el giran
sus narradores?: “La novela es un mundo que debe quedar abierto en su propia
cerraridad [sic]… debe quedar abierta en el tiempo que se cierra en ella” (La
biografía).
Vértigo
literario: leo La biografía y me mareo, pero no me pierdo del todo.
Ato los cabos que puedo acoplar. Miro por la ventana. Salgo del apartamento.
Desde la esquina de la Avenida Amsterdam, camino por la Calle 108, donde esta
navidad he sentido el aroma del arroz con gandules; doblo a la derecha en
Broadway. Subo. El llamado ecuménico de Brother (Cornel) West, me convoca a
caminar en dirección al Union Theological Seminar. Pero no dejo de pensar
en el epílogo de La biografía, donde se teoriza sobre el narrador: “el
narrador es un narrador en estado poético que se cuela al personaje que narra
como él desdoblado, como-él-locura: el narrador y el personaje que narra están
frente a frente.”
Según camino
hacia el Union Theological Seminary, la realidad de la novela se cuela en la de
Nueva York: “¿Si Dios estuviera en la realidad de la misma manera que está el
narrador en la figura del personaje narrador?” (La biografía). A medida que me
acerco a donde voy, las universidades y los seminarios se concentran en una
línea recta. La densidad logocéntrica se siente espesa: Barnard College,
Columbia University, Union Theological Seminary, The Jewish Theological
Seminary. Vuelvo a la novela. Si Dios estuviera en la realidad de la misma manera
que está el narrador de La biografía en la figura del personaje
narrador, la relación divina sería esquizoide. Por eso, al narrador de la
novela lo “ven” los personajes, hablan con él, algo que no se supone que haga
un personaje literario tradicional.
Llego a la
Calle 120, casi donde termina Columbia University, en una de cuyas
esquinas está el Union Theological Seminar, donde enseña Brother West, el
intelectual público afroamericano que más ha fiscalizado los deslices políticos
e ideológicos del presidente Obama, a quien considera un pelele de la
plutocracia. La propuesta teológica de La biografía le parecería
interesante a Brother West, pues él considera la literatura, sobre todo las que
maneja con soltura, la europea y la norteamericana, parte esencial del saber
que, como profesor, imparte con vocación cristiano-política en sus clases. Me
pregunto: ¿conocerá Brother West “El evangelio según San Marcos” (1970), de
Borges?
Entro al
Union Theological Seminar, donde Brother West enseña literatura, sobre todo la
de Anton Chejov, uno de sus autores favoritos, cuyo cuento, “El violín de
Rothschild” (1894), le parece intersubjetivamente ejemplar. La mirada del
guardia de seguridad que me encuentro de frente, resulta clara: más allá de la
entrada a la que he llegado, el paso está prohibido. Ante el impase, vuelvo a
la novela. La teología que Silén plantea supone esta radicalidad: igual que el
personaje literario tradicional es incapaz de voltearse para ver al narrador,
el hombre tampoco puede voltearse para ver a Dios: “¡el creador como el Dios
que nunca será visto!” (La biografía).
Para
cerciorarme, pregunto al guardia de seguridad si es aquí donde enseña Brother
West, y me dice que sí, que aquí enseña y también vive. Surge
entonces una importante diferencia: la teología de Silén privilegia la
literatura de una manera metaliteraria que, quizás por el hedonismo estético,
no le interese tanto a Brother West. Por eso, La biografía lleva “la
experiencia de Borges (‘Las ruinas circulares’) hacia un delirio del narrador
con su experiencia de narrar… un narrador que narran [el plural no es una
errata], como vértigo de la novela.”
Ante el
delirio vertiginoso de Silén, Brother West se aferra a su teología: praxis
basada en una política vertiginosa del amor a los de abajo. Y ello porque el de
Brother West no es el cristianismo imperialista de Constantino, sino el
profético. El que lo apuesta todo a la posibilidad de un destello de luz. Un
cristianismo parecido al de Silén, político, radical, de izquierda, pero menos
literario, y sobre todo, menos equizo: “¡ Y Dios y la realidad en un plano
esquizoide!” (La biografía). Un cristianismo menos oscuro, menos violento que
el del narrador de La biografía, que sabe que toda irrupción es violenta,
incluida la del coito, y sobre todo, la de Dios: “¿Es necesario que el lector
enloquezca? ¡Inevitablemente!”
Como
tributo, intencionado o no, a Juan Rulfo, los personajes muertos de La
biografía insisten en la muerte, una dimensión fundacional de la estética
silenista, en la que insiste a su vez y a su manera la teología política de
Brother West, toda vez que critica con fuerza el presentismo, el hedonismo y el
consumismo de la sociedad usamericana, entregada como está a la fruición rapaz
y mendaz de una corporatocracia al garete. La justicia, dice constantemente
Brother West, no es sino la cara pública del amor. De ahí que la inminencia e
inmanencia de la muerte demanden una ética cristiana: ¿qué tipo de persona va a
ser uno con los demás en la vida efímera que tiene enfrente?
Abro La
biografía; busco la página que no encuentro, en la que el narrador habla de un
profesor de Columbia University. Paso las páginas. Me detengo en la 157: “¡los
filósofos jamás alcanzarán al poeta; porque en mitad del conocer el hombre es
oscuro!” Si los personajes de La biografía pueden “ver” al narrador,
entonces, cuando el narrador se voltea para ver al autor, sólo puede ver la
imaginación. Por eso, el epílogo teórico de La biografía no lo
escribe estrictamente Silén, sino Carlos Resto S., un heterónimo.
Miro
alrededor. El Union Theological Seminar parece vacío. Sin quitarme la vista de
encima, el guardia mira una película en la computadora. Tentando las
posibilidades de los números pequeños, paso una página de la novela: la
improbabilidad de que por alguna de aquellas puertas y pasillos saliera Brother
West, con su afro, sorprendería al personaje narrador de la novela, también con
el mismo pelo: “Ella se me acerca y me revuelca el afro” (La biografía).También
trágico. También guerrero frente a la realidad del fracaso, de la entropía,
indisoluble de la narración.
La muerte
como fracaso de la vida (La biografía como fracaso de la novela: “¡Si la
vida muere qué importa que muera la novela!”) es una tragedia que marca también
la praxis de Brother West, por lo que la política del amor que profesa el
profesor, empieza en lo catastrófico, en la falibilidad inherente de lo humano.
El “humando” cuya etimología Brother West reitera en sus charlas: porque
humanos son los que “entierran” a sus muertos. Cierro La biografía; salgo
a la Broadway. Camino hacia el sur.
El encuentro
con Brother West ha sido silenista, demasiado silenista: “El lector sospecha su
fantasmidad en la novela que pierde, se extravía en la novela extraviada,
porque se sospecha también ‘personaje muerto’ en la biografía de un narrador
‘divino’ que irrumpe oculto en su destino” (La biografía).
Paso el
restaurante cubano y después el francés. Mientras más me alejo de la densidad
logocéntrica, más rápido me desplazo por la Broadway. Me detengo a tomar un
café. Saco La biografía. Leo. Me pierdo otra vez en la lectura: “El lector
sentirá continuamente que pierde y reencuentra la novela hasta que la tome y la
pierda definitivamente.” Me detengo en la página 193: “El inconsciente es
político.” Termino el café. Salgo otra vez a la Broadway. Bajo hasta la calle
106. Doblo a la izquierda. Llego al Central Park. Lo cruzo leyendo. Bajo por la
5ta Avenida.
Desde La
biografía, la lectura de Nueva York se intensifica: “Lo escandaloso de la
realidá es que parece una alucinación.” Al llegar al Museo del Barrio, se
cierran las puertas. “Odio de Dios,” diría el narrador. Pero el intento no ha
sido en vano. El fracaso ha servido para ver, en un cartel a la entrada del
museo, el retrato de una pintura, ya clásica del arte puertorriqueño, Hay
que soñar en azul (1989), de Arnaldo Roche-Rabell, junto a otro cartel con
los plátanos decimonónicos de Francisco Oller.
Del Museo
del Barrio al Metropolitan Museum, La biografía incide (y hasta
insiste) en la realidad del arte: “Tocar el trazo, como diría el pintor, es
saber que estoy pensando diferente.” El narrador teoriza sobre la política de
la representación: “Todo lo que ha sucedido en la escritura es una trampa.”
Subo las escaleras del museo. Indago sobre las exhibiciones que me interesan:
Matisse y Bernini. La biografía persiste en su ferocidad
programática; desde la forma-contenido, se propone romper la novela para hacer
estallar la unicidad del sentido, y quebrantar la “dictadura” del narrador. Y
ello porque, de plano, lo que le interesa destrozar a la novela es la
“hegemonía simbólica del Estado.”
Entro al
museo. Voy directo al segundo piso. Me paro frente a Heart of the Andes (1859),
de Frederick Church (un titán del paisajismo decimonónico estadounidense); miro
el cuadro con los ojos del narrador que narra la vida del personaje narrador,
Julio. Dejo que la literatura de Silén revele las costuras del trazo
decimonónico del paisaje andino: justo donde el volcán Chimborazo, en Ecuador,
se une al Destino Manifiesto, al transcendentalismo emersoniano y a la mirada
imperial, como plantea Deborah Poole.
Del siglo
XIX, vuelvo al XX. Llego sin saberlo al cuadro de Ives Tanguy que parece un
Dalí. Como el que se acerca por un lado a los colores de Matisse y por el otro,
al concepto de la obra en proceso que plantea el curador, entro y salgo a la
exhibición de Matisse desde la dualidad esquizoide del narrador silenista,
atraído por la incompletud del trazo y repelido por la domesticidad de la
temática. ¿Dónde está la enfermedad, la muerte?, diría aturdido el narrador.
Sin abrir la boca, sin escribir una sola palabra, frente a los cuadros de
Matisse, el narrador se reafirma: “Lo que sucede es que la palabra no desea ser
leída” (La biografía). Me voy del museo sin ver las esculturas de Bernini.
ProntoLa
biografía, una novela salpicada de libros, “Cierro el libro de Lezama. Recojo
los dibujos sobre Pessoa,” exige biblioteca: “La cocina llena de libros. La
escalera llena de libros. El mar lleno de libros.” Del Metropolitan camino a la New
York Public Libray de la 5ta Avenida y la Calle 42; paralelamente, de La
biografía transito a “Amara,” uno de los relatos de Tanni Lee y los
cuentos de la nada (2012), tercer libro de cuentos de Silén, el cual gira
alrededor de la biblioteca nuevayorquina con los leones en la entrada de la 5ta
Avenida. Justo donde me encuentro con “Amara” en las manos.
Desde el
cuento, entro a la biblioteca en busca de la mancha de semen que dejó el
personaje en la sala de lectura, donde se masturba disfrazado; pero antes de
subir al tercer piso, veo la exhibición de Charles Dickens, “The Key to
Character,” que le rinde homenaje al arte de la caracterización de los personajes,
emblemático del escritor inglés. Aprendo que el universo literario de Dickens
cuenta con más de tres mil personajes. Después, subo al tercer piso. Busco en
vano en la sala de lectura la cara de alguien que se parezca a Amara (un
personaje que Dickens nunca vio). Tampoco encuentro la mancha de semen. Salgo
de la biblioteca; paso furioso entre los leones.
Subo por la
5ta Avenida hasta la calle 53. Llego al MOMA, donde el año anterior la
exhibición de Diego Rivera se abarrotó de gente. Como en diciembre pasado, la
fila para entrar al museo me catapulta; pero esta vez, porque hay menos gente,
termino en la sala contigua al museo, la de los cines del MOMA, donde me espera
sin saberlo el catálogo del ciclo en proceso: Pier Paolo Pasolini, dic.
13, 2012 - ene. 5, 2013. Otra vez, dejo que el narrador de La biografía “vea”
lo que hay en el catálogo. Gana enseguida, la película que más se acerca a otra
de las novelas de Silén, La novela de Jesús (2009): Il Vangelo
Secondo Matteo(1967), la cual se presenta el 31 de diciembre (cuando no estaré
en Nueva York). Vuelo a la 5ta Avenida. Tomo el subterráneo.
La
literatura de Silén me acerca al Zuccotti Park, espacio donde reina el
ensayo, tanto en el sentido del intento de Occupy Wall Street en septiembre de
2011, como en el del género literario, Los ciudadanos de la morgue (1997),
prosa esta desde la que Silén desvela la “demokracia” usamericana durante el
neoliberalismo triunfante de los noventa. La misma “kakocracia” que, a partir
de la guerra de Irak, en 2003, el periodista Chris Hedges está abocado a
desenmascarar, para mostrar a calzón quitado en lo que se ha transformado la
democracia gringa para los gringos: en un “autoritarismo inverso,” dado a la
violencia implacable de la corporatocracia.
Otra
enfermedad, como la que relata el narrador de La biografía desde el
principio de la novela: “Lo que recuerdo es que el enfermo se había vestido de
blanco.” Pus, una leche que socaba, como Tánatos, la democracia democrática por
la que abogan Silén y Hedges. Violencia que rompe en dos (o en tres) al
narrador: “’No los entiendo, dios mío’ –dice el narrador.” Pero, ¿quién
dice “dice el narrador”?
Desde Los
ciudadanos de la morgue, recorro el Zuccotti Park. A diferencia del año pasado,
ahora no queda nada de los dos meses intensos que vivió el parque a partir del
alzamiento del 17 de septiembre de 2011. Anoto la evolución del Zuccotti en la
última página de Los ciudadanos de la morgue: de la rebelión inicial en
septiembre, a la perversión del pasado diciembre (con aquellos oportunistas que
exprimían el último centavo de la rebelión), y de esa rápida perversión en
diciembre de 2011, a la desaparición total en diciembre de 2012. Borrón y
cuenta nueva. La administración de Obama actuó rápido. Fue eficaz. Lo dejó todo
limpio.
El apoyo de
Hedges al movimiento de Occupy Wall Street será siempre el más recordado de
todos. Pues, entre los intelectuales que pusieron la cara al lado de la
rebelión más peligrosa que ha confrontado el neoconservadurismo neoliberal
usamericano (Naomi Klein, Cornel West, Zizek, Chomsky, Michael Moore, entre
otros), Hedges fue el único que lagrimeó ante la emoción de la rebelión popular
y espontánea.
Desde esa
pasión, el cristianismo izquierdoso de Hedges se engancha con el
ateocristianismo radical de Silén. En ambos casos, la turbulencia de la pasión
humana desempeña un papel fundamental en la filosofía política. Desde la
izquierda cristiana, Hedges cuestiona la ingenuidad y el peligro de dejarse
arrastrar por la utopía; pues considera que ninguna filosofía política está
dotada para erradicar la naturaleza humana, y su proclividad hacia el mal. Eso
que Hedges llama el pecado. Desde la izquierda ateocristianamente radical,
Silén plantea que el ser vive metafísicamente fascinado por lo siniestro.
Imantación que el narrador de La biografía conoce de cerca. Por eso,
en vez de perseguir la libertad utópica, Silén acuña un concepto que incluye la
proclividad humana hacia la fealdad perversa: la libertá.
Desde
Zuccotti Park, la política de Los ciudadanos de la morgue acoge la de
Hedges en War Is a Force That Gives Us Meaning (2003): una crítica a
la guerra como política ontológica de los Estados Unidos,
Del Zuccotti
subo al Lower East Side. Por la noche, el martes, en Mona’s, a la altura
de la calle 14, la realidad de la descarga jazzística que irrumpe en el bar, me
empuja hacia La biografía: “La dirección que me dio Berta era correcta: ‘a
la altura de la Calle 14 entre la segunda avenida y primera” (La biografía).
Inversión; vértigo. Ahora es la calle la que se fuga hacia la literatura (la
novela): “Alguien toca un jazz en un piano viejo, desafinado y sucio” (La
biografía).
De hecho, el
piano de Mona’s es viejo y parece sucio, pero no está desafinado. Aún así, la
descripción de La biografía parece profética. Sí, alguien toca un
jazz en un piano viejo. Once calles más abajo, en la 3, la realidad delNuyorican
Poets Café queda (casi) fuera de La biografía. Una ausencia densa,
parecida a la de un agujero negro, cuya presencia se detecta por el efecto que
produce su vacío: “Y en el ‘Café de los poetas’ nadie se disfraza de muñeca.
Nadie se viste de muerte” (La biografía).
Cierro el
libro. Camino hacia el Nuyorican Poets Café por la Avenida B. Cuando llego,
miro el mural de Pedro Pietri pintado en la entrada; me digo, Pietri fue el
único poeta nuyorican que Silén antologó en Los paraguas amarillos. Los
poetas latinos de Nueva York (1983). Ahora sí (la realidad corrige la
novela): el “Café de los poetas” del que habló La biografía, pinta la
muerte con la cara de Pietri (uno de los rostros de la inmortalidad). Al otro
día, por la mañana, camino de la 108 entre Broadway y Amsterdam hasta la Calle
104, en East Harlem, esquina con Lexington Avenue, donde está el otro mural del
Reverendo, el que dice “La calle de Pedro Pietri,” uno que pintó James de la
Vega en el trágico año de 2004, como tributo al maestro fallecido.
En enero de
2005, la elegía de Silén, “Hay que joderse, Pedro Pietri,” salda cuentas con el
poeta nuyorican: “¡No te rías, Pedro Pietri / con tu caja de dientes desarmada!
/ No te rías / Pedro Pietri / porque los gnomos están / arrastrando tu cabeza
de maestro…”
Subo por la
Lexington Avenue de la 104 a la 106, para caminar un poco por la Calle de Julia
de Burgos. Regreso después al Central Park. Entro. Lo veo (al narrador). Camina
hacia la pista de hielo. Lleva La biografía “debajo del sobaco.” Se
detiene en un charco. Le da de comer a los sapos: “Y les ofrece chuletas.” Toma
“a uno por el cogote” y le “abre la boca para meterle los pedazos de carne.”
Llovizna. Entre la nieve y el agua, el parque se encharca. “El sapo boquea.
Trata de respirar, pero es inútil. Ha muerto.” Lo deja caer. Lo patea. Saca el
paraguas amarillo. Se cubre de la lluvia y de los demás. Mira para todos lados.
Escupe. Se encuentra con mis ojos. Me hace señas para “que me acerque.” Me digo
desde la resistencia que separa la realidad de la literatura: “Todavía no soy
como Julio.”
Empieza a
oscurecer. Se siente más el frío. El parque se llena de sombras inmensas que,
como los árboles, se mueven con el viento. Acelero el paso. No me detengo hasta
llegar a la Central Park West. Regreso por la 108 al apartamento. Subo al
tercer piso. Entro. Me siento. “Sudo. Me desabotono la camisa y siento el
cuerpo vacío.” Empiezo a leer La biografía por tercera vez: “El amor
es el terror más brutal que se ha inventado.” Mañana iré hacia la Calle
Bleecker, para perderme “en el gentío.”
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