Pintura de Gustave Caillebotte,francés, 1848-1894.
Moscas
Vivíamos la tarde de un domingo abrumador.
Era Verano en el hemisferio que pisábamos, según el orden de los astros.
Enredados en el ocio paseábamos de silla en silla a tropezones.
Era Verano por la tarde y el resto del cuadro lo ponían
las moscas.
Había un Universo disperso por la pieza:
botellas vacías,
hojas de algún diario, un plumero impotente entregado al polvo,
y bostezando hasta quejarse ardía el aire por los cuatro costados.
"No hay peor poema que el que no se escribe", me dije callado
gritándome al oído,
y lo único real, consistente en sí mismo, eran las moscas.
Muchas moscas, torpes moscas cayéndonos encima en arribos
sucesivos y despegues.
Ardía el aire por los cuatro costados y nos sobraba un par de brazos,
estaban de más las piernas y todo el cuerpo era lujo inútil,
artículo suntuario adquirido a la fuerza
en virtud de la artimaña de un hábil vendedor.
Saltimbanquis del aire, trapecistas, migajas de un gran demonio pulverizado,
esas tiernas, sucias moscas, diminutos ídolos del asco universal.
No habíamos sobrevivido a nuestra fábula feroz:
un joven matrimonio derretido sobre el suelo, melaza pura
a merced de un día de Verano, a merced de la estrategia
de las moscas.
Y era domingo como cien veces más fue domingo en los veranos
desde aquel día,
y desde cada día en que el sol encendía el aire
y un zumbido tañía en los vidrios y crecía una inquietud por
todas partes.
Algo que desde afuera penetraba, un cierto líquido agresivo,
un licor cáustico que diluía la carne o la memoria,
algo que le pasaba al tiempo no nos tenía conformes.
¿Quién detiene el cauce de las cosas y los hechos
en este punto, como un puente que se desploma,
mientras pasa el día mutilado arrastrando los miembros
trabajosamente?
No hay peor poema que el que no se escribe, me dije,
entretanto
la poesía rescataba a sus heridos de los dientes para adentro;
de los ojos para afuera lo único real eran las moscas.
©Waldo Rojas
(De Príncipe de Naipes, 1965).
Moscas
Vivíamos la tarde de un domingo abrumador.
Era Verano en el hemisferio que pisábamos, según el orden de los astros.
Enredados en el ocio paseábamos de silla en silla a tropezones.
Era Verano por la tarde y el resto del cuadro lo ponían
las moscas.
Había un Universo disperso por la pieza:
botellas vacías,
hojas de algún diario, un plumero impotente entregado al polvo,
y bostezando hasta quejarse ardía el aire por los cuatro costados.
"No hay peor poema que el que no se escribe", me dije callado
gritándome al oído,
y lo único real, consistente en sí mismo, eran las moscas.
Muchas moscas, torpes moscas cayéndonos encima en arribos
sucesivos y despegues.
Ardía el aire por los cuatro costados y nos sobraba un par de brazos,
estaban de más las piernas y todo el cuerpo era lujo inútil,
artículo suntuario adquirido a la fuerza
en virtud de la artimaña de un hábil vendedor.
Saltimbanquis del aire, trapecistas, migajas de un gran demonio pulverizado,
esas tiernas, sucias moscas, diminutos ídolos del asco universal.
No habíamos sobrevivido a nuestra fábula feroz:
un joven matrimonio derretido sobre el suelo, melaza pura
a merced de un día de Verano, a merced de la estrategia
de las moscas.
Y era domingo como cien veces más fue domingo en los veranos
desde aquel día,
y desde cada día en que el sol encendía el aire
y un zumbido tañía en los vidrios y crecía una inquietud por
todas partes.
Algo que desde afuera penetraba, un cierto líquido agresivo,
un licor cáustico que diluía la carne o la memoria,
algo que le pasaba al tiempo no nos tenía conformes.
¿Quién detiene el cauce de las cosas y los hechos
en este punto, como un puente que se desploma,
mientras pasa el día mutilado arrastrando los miembros
trabajosamente?
No hay peor poema que el que no se escribe, me dije,
entretanto
la poesía rescataba a sus heridos de los dientes para adentro;
de los ojos para afuera lo único real eran las moscas.
©Waldo Rojas
(De Príncipe de Naipes, 1965).
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