En ti se salva el yo plural del mundo,
porque sabes mediar
entre ardor y virtud
como la llama entre la luz y el fuego.
Calientas o iluminas
Según tenga de humano o de divino
el aire que estremece las regiones
de tu ser y tu estar.
Quemas también, te apagas
por proseguir la broma
de atascar los mensajes
entre Dios y los hombres,
para que sea más fértil el concilio
de reanudar el diálogo
bajo la única excusa de la fe.
No temas que tu alma,
inmersa en tanta salvación, naufrague,
y regrese a los cuerpos, a las vísperas,
con la ansiedad total de los proscritos;
las antorchas se apagan,
los cirios se consumen,
la luz, el fuego, el aire, son, están.
(ceniza)
Cuando releo las páginas del libro
donde tú subrayaste algunos versos,
mientras amabas fieramente a otro,
pienso que alimentabas aquel amor endeble
con la luz que emanaba de algún amor más alto,
y que hoy necesitas los libros de poemas
porque estás subrayando limpiamente en mi alma
cada parte de ti, de mí, del todo
que eres, que soy, que somos al fundirnos
los dos en ese uno trascendente
que ilumina los cuerpos y el espíritu
en la gran aventura del amor.
(sombra)
Al afirmar «soy tuya»,
dices sinceramente
lo que el amor te dicta en ese instante.
Pero no me confundo.
Sé que me perteneces
en igual proporción
al transcurrir del tiempo:
la eternidad existe un minuto tras otro,
mas sólo se le alcanza en el momento exacto
en que el ser se concilia con la gracia.
Y aun cuando anheles darme tal poder,
siempre estará sujeto
a la fugaz virtud de un acto humano.
(sombra)
Tanto eleva el dolor que me sorprendo
Al pretender alzar de entre las ruinas
el templo de mi amor. Tanto he crecido
en el desastre, que pretendo el júbilo
de palpar otro espíritu, la gracia
de saberlo anudándose a mi esencia
y permitirle estar. Duele. Lo acepto.
Acéptalo también si acaso un día
hubo, hay, hubiera daño en nuestro lazo;
sólo el dolor cimenta firme el alma
para la gravedad de la ventura
que significa conocer, fundirse
y ambicionar la eternidad. Que duela.
(Parque de las Misiones. La Habana)
La Habana es la ciudad más húmeda de Cuba.
De frente a la bahía, y mirando al Castillo de La Fuerza,
El Morro y La Cabaña,
creo que también pudiera ser la más feroz.
Admiro a la pareja que se ama en un banco vecino
y sospecho que, encima, La Habana se desdobla en bondadosa.
Con tantas paradojas en la mente, acaricio los muslos de mi amante
(aquí podría quizá decir mi amada, pero temo que suene apresurado)
palpo su fluvial sexo y admito, confundido,
que esa Habana tan íntima adonde me refugio
—a Habana de su carne y de su espíritu—
es la ciudad más húmeda, más feroz, más amable
de todas las ciudades del planeta,
y que añoro habitarla con mi dúctil cinismo de viajero,
con mi euforia de náufrago, mi garbo de mendigo,
y con todo este vértigo que arrastro hacia el eterno pozo
de las vísperas.
La Habana, Cuba.
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