Madre del poeta Ricardo Llopesa
Crónica desde España
MI MADRE
Ricardo Llopesa
Mi abuelo, la primera persona por quien tuve verdadera admiración, era
un indio que compró un solar de escombros en el corazón de mi ciudad. Mandó a
construir una casa enorme, que parecía una fortaleza, envidiada por los
blancos. Era una espina en el pétalo de un lirio. Se casó con una india bonita
de Monimbó, de donde nació mi madre y mi tía.
Para un indio como yo,
acostumbrados por siglos a la incultura, bien podría haber sido sastre o
lustrador, que también son trabajos muy dignos. Ahora, mi madre a regresado a
Monimbó, al seno de sus antepasados. Es el lugar que eligió la iglesia para
marginar el camposanto. A ella debo el sacrificio de educarme para que no fuese
un indio bruto, como solía repetirme.
El primer día que fui
a la escuela se me salió el indio, acostumbrado al analfabetismo de siglos, y
salí corriendo. Pero ella, siempre valiente, me devolvió a punta de coyunda. Yo
tenía cuatro años y era la primera lección magistral que recibía. Lecciones
recibí muchas, porque fui rebelde. Su mayor felicidad fue cuando me colocó el
anillo de bachiller con el escudo del Instituto Nacional de Masaya. Era feliz
porque yo era uno de los 17 bachilleres en una ciudad con 40 mil habitantes.
A los 17 años me mandó
a España, porque quería que me ganase la vida, cómodamente, colocando en la
puerta de casa una placa de doctor, que es como coronar el éxito de los pobres.
Yo le escribí una carta desde París diciéndole que quería ser escritor. Quizá
nunca creyó en mí, porque nunca ningún indio de Monimbó había destacado en el
extranjero. Una vez me dijo un nica, en una calle de Madrid, que estaba loco,
que en Nicaragua sólo tenían educación los hijos de los ricos.
Pero mi madre me había
enseñado el lado oscuro de la voluntad y la constancia. Fue su gran lección. De
ella aprendí que la vida debe de vivirse con intensidad, sin parar en el
estudio, como decía mi abuelo, que era un anciano sabio.
Hoy mi madre ha
muerto, mientras yo estoy lejos, entre grandes montañas. Viajaba de la aridez
de Caudete de las Fuentes a las altas cumbres de Bicor, a medianoche, mientras
ella expiraba por última vez. Bicor está de fiesta, pero mi corazón está
triste. Cuando alguien querido muere, muere algo de nosotros mismos. Nos falta
algo, sobre todo el amor de una madre. Pero en mí, en lugar de morir, algo
renace con más furza, es la herencia de mi sangre, la sangre que ella me dio, y
siempre diré que escribo la lengua que recibí de ella.
Una madre nunca muere.
Es flor, es retoño verde inmortal. El golpe es duro. Es un impacto, porque la
presencia desaparece. Yo soy su continuidad, su herencia, su voz, y mi palabra
hablará por su boca para denunciar las injusticia de nuestra raza.
Todavía me queda la
ternura de mi otra madre, que es mi tía, hasta el día que nuestra sangre se
vuelva a juntar en eso que llaman muerte, pero que en realidad es vida, porque
forma parte de una historia.
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