Imagen cogida de la red (Paisaje valenciano, España)
DE VALENCIA A CINCTORRES,
PASANDO POR SAGUNTO
Ricardo Llopesa
I
A partir de
Sagunto, en dirección a Castellón, el terreno es abrupto, volcánico, con
colinas que se encuentran. La vegetación es baja. Predomina el verde. A las
seis de la mañana del mes de junio, el sol sale como un balón grande y rojo. Es
el gran sol del imperio Inca que reluce oro. Las crestas se levantan a un lado
y otro de la carretera. A estas tierras de declives constantes, Cristóbal Colón
le habría llamado tierras de honduras. Realmente, son eso, tierra de cerros
enanos, donde conviven las piedras y las plantas.
El primer pueblo grande se encuentra
a mano izquierda y es Moncófar, que se tiende sobre un valle, como un Atlas
echado a tierra, protegido por altas montañas, que son capaces de frenar el
viento frío del invierno y el caliente del verano, procedente del Sahara.
Pasando Castellón se encuentra Pobla
de Tornesa, por donde pasa la línea del Meridiano de Grenwich y se entra a una
carretera estrecha, en dirección al Valle de Alba, espeso, tupido de
vegetación, donde se cultiva la aceituna y la almendra, semillas de tierras
frías. Vamos en la carretera que nos conduce a Villafranca.
El pueblo del Valle de Alba es
pequeño, y en proporción a su tamaño, también la iglesia y su plaza de toros,
que parece una maqueta de las grandes. Es tan pequeña que carece de palco de
primer piso.
A medida avanzamos hacia el interior
las curvas se repiten, son más continuas y la carretera sube. La naturaleza es
más frondosa. Hay un punto de subida que pareciera que no podemos, que el
vehículo no sube, pero avanzamos hacia la cumbre. A lo lejos, en lo alto, se
dibujan unas casas en lo alto de la cumbre, como una postal dibujada por
Murillo. Es Ares del Maeztrago, imponente y seductor, en lo alto de la montaña
como una reina en su trono. Para llegar a lo alto hay que escalar el Puerto de
Ares, así llamado porque está a más de mil metros de altura. Desde ahí se
contemplan los llanos y la tierra en forma de escalera, obra de hombres y
mujeres que con sus manos robaron tierra a la montaña donde sólo habían
piedras. El espectáculo invita a suspirar.
Antes de llegar a Morella, entrando
por la izquierda, se llega a Cinctorres. La carretera es mala, vieja y
estrecha. No avanzamos diez metros sin que nos asalte una curva con el
precipicio de la muerte a un lado u otro. La naturaleza es rabiosamente
abundante. El paisaje es una delicia de la Primavera. Por todas partes saltan a
los ojos montañas verdes. Hay manzanilla y romero. Hay pinos por todas partes.
Un hombre que baja del monte viene en moto. Ha sido el único viajero de
regreso. Por fin, llegamos a Cinctorres.
II
CINCTORRES Y
NATI CLIMENT CASANOVA,
FAJERA
La entrada a
Cinctorres la preside la estatua en bronce del “fajero”. Simboliza el
sacrificio de aquellos hombres, en la época del hambre que vivió España después
de la cruel guerra civil, cargados de fajas de telas, hechas a mano por las
mujeres, en la espalda, el pecho, debajo del brazo, cuantas más, mejor, en
busca de la peseta. Salían del pueblo a pie o en bicicleta con destino a
Barcelona, Madrid, Valencia, donde vender aquellas fajas de hilo que servían
para apretar los pantalones. No había cuero y la tradición de la faja de
colores vistosos viene de muy lejos. Los hombres pobres tenían que desplazarse
decenas de kilómetros a pie. Algunos no regresaban de aquella ausencia que
podía durar semanas, durmiendo en aceras y gastando poco para comer, que el
dinero vuela. A esos héroes de los años injustos de la miseria se les rinde
tributo. Tarde, 2006, porque la justician es lenta.
Pero el Ayuntamiento de Cinctorres
cometió un error al olvidar a las mujeres. Las verdaderas artífices del gran
negocio. El pueblo entero se convirtió en una gigantesca fábrica que vendía a
toda la nación. Gracias a las mujeres, Cinctorres vivió uno de los mejores
momentos de progreso. Tenían lo básico, lo importante para comer. Las
multinacionales llegaron a arruinarles el negocio. La faja la usaban hombres y
mujeres. Los payeses catalanes, mallorquines, aragoneses y valencianos la han
llevado. Visten de luces a los toreros apretados con la faja.
Ellos, los fajeros, han muerto
todos. Sólo los recuerda el sobrio monumentos. Ellas, sin embargo, no cuentan o
importan poco o nada por ser mujeres, que no se les recuerda como a ellos. En
una sociedad machista, donde el patriarca es hombre y las mujeres forman parte
de la marginación. De ellas hay pocas, muy pocas fajeras vivas.
NATI CLIMENT CASANOVA, así en letras
grandes para luchar contra el olvido, es una de aquellas pocas, poquísimas
mujeres sobrevivientes que aún puede contarlo. Ella es símbolo de aquella época
de lucha. Es feliz, porque todo pasó. Cada año, cuando llegan las fiestas de
Cinctorres, coge sus hilos y se pone bajo el sol a hacer lo que ha sabido,
fabricar fajas, para recordar a los demás, a los que beben cerveza todo el día,
que aquel fue un pueblo que tuvo que trabajar mucho para poder comer.
Aquel negocio desapareció. Hoy en
día está en manos de los chinos. El progreso trajo muchos beneficios, uno de
ellos dejar sin trabajo a muchos pueblos.
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