VIAJE AL CENTRO DE LA
TORMENTA
Por
Ricardo Llopesa
Calles es un pueblo de montaña con calles estrechas que suben y bajan,
con pendientes y curvas. La procedencia del nombre la ignoro, pero el pueblo se
caracteriza por la carencia de aceras. Las que más tienen no pasan de un palmo
o dos. Ni siquiera lo suficiente para el paso de una persona. Llama la atención
del viajero la gran cantidad de macetas que adornan las aceras con plantas y
flores, como si el pueblo lamentase la ausencia de la montaña.
Es zona de eso, de
montañas que se cortan por el recorrido del río Júcar y dos pantanos llenos de
agua que fluyen con pasión. Para aquella tarde estaba anunciada una tormenta
del 85 por ciento. Es decir, una tormenta que haría desplomarse las nubes.
Cuando la lluvia empezó a caer lo hizo con la furia propia de esta región
montañosa. El cielo cayó. Pero el agua venía acompañada de gruesas bolas de
granizo, que en mis años jóvenes habría recogido para acompañar un cubalibre.
Fueron diez minutos interminable. El pueblo quedó conmocionado. El campanero
subió a la torre de la iglesia a repicar las campanas y así romper las nubes.
Pero ya era tarde. El daño estaba hecho en los huertos.
Yo quise caminar bajo la
lluvia de hielo, pero era imposible. Las piedras eran del tamaño de una moneda
grande y al caer hacían daño. Después de la tormenta salí al campo y vi los
tomates partidos por el impacto. Las manzanas y los melocotones estaban
heridos. Había sido la furia de los dioses. Un señor me contó el día cuando
llovieron ranas pequeñas, posiblemente levantadas en el vapor de agua que subía
con el calor de los pantanos. La lluvia de ranas ínfimas era intensa, caían del
cielo por millares y todas vivas.
Todo esto parece un
cuento de Callejas, pero es real, como la historia de las campanas. En otros
pueblos hacen explotar cohetes para romper las nubes. Todo esto es real. El
poder de la naturaleza es infinito. Luego, vuelve la calma.
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