Casas Torres
TORRE DE JUAN ABAD
Ricardo Llopesa*
Cuando el viajero llega a Torre de Juan Abad le sale al
paso el encuentro con un pueblo medieval, que en su tiempo fue lugar de paso
entre el sur, el levante y la capital del imperio español, por donde
atravesaron tanto caballerizas del comercio con las Indias como soldados
procedentes de las guerras. Hoy en día es un pueblo dormido sobre la piel pobre
de una Castilla que agoniza entre el paro y la sequía, por culpa del abandono
en que los imperios mantuvieron a los pueblos.
El nombre
hace alusión a un personaje de la vida real, Juan Abad, miembro de la Orden de
Santiago que se asentó en el lugar, siendo su primer alcaide, tras la conquista
cristiana. Para entonces, en 1273, el rey Alfonso X el Sabio le otorgó el privilegio
de Villa, por su participación en la expulsión de los musulmanes. La población
hoy apenas pasa los mil habitantes, pero en su tiempo sería una villa próspera
y floreciente. Se deja ver en su imponente iglesia de Nuestra Señora de los
Olmos y su retablo en madera tallada de estilo manierista, en transición del
Renacimiento al Barroco.
Lo que
mejor se conserva de Torre de Juan Abad es la memoria de Quevedo. Ese genio del
Siglo de Oro que sigue vivo, porque fue capaz de sacudir como un terremoto los
pilares de la poesía y la novela. Nacido en Madrid, después de mucho bregar,
vivió los últimos años de su agitada vida en Torre de Juan Abad, donde tenía su
casa, ahora convertida en desolado Museo, de triste visita, porque lo último
que interesó al imperio fue la cultura, y carece de presupuesto. En el museo se
pueden contemplar retratos, cartas, manuscritos y primeras ediciones. Una
vitrina guarda su último testamente; en otra, su traje de la Orden de Santiago,
pero todo aquel valioso tesoro lo preside su gran sillón, donde se sentaba a
escribir. En otro lugar, entre manuscritos, está su enorme tintero de carámica
de Tralatrava. Sobrecoge la presencia del último genio de la literatura
española.
Silla de Quevedo
Al salir a
la calle, en la esquina de su casa, en plena plaza, se alza el gran poeta
sentado en su sillón sobre piedra negra. Es la Plaza del Parador, así llamada
porque era lugar de descanso de viajeros y cuatreros. Aquí se cometió el
conocido Robo de Don Juan, la noche del 13 de octubre de 1873, cuando varios
ladrones se llevaron ocho mulas cargadas de oro. Un poco más adelante, en la
plaza donde está el Ayuntamiento se conserva un antiguo caserón de piedra dura de
granito, con cinco arcos de medio punto, conocido como la Casa de la Tercia,
porque aquí la Orden de Santiago almaceba el impuesto que pagaban los pobres,
el llamado diezmo religioso, del cual un tercio se concedía a la casa real.
Pero
regresemos a la casa de Quevedo, un antiguo caserón que heredó de su madre,
donde el rey Felipe IV se alojó en febrero de 1624 y el escritor escribió
muchas de sus obras, como “Política de Dios” o “La hora de todos”. Además de
refugio de soledad, en dos ocasiones le sirvió de cárcel a lo largo de su
tormentosa vida. Si rastreamos un poco por los alrededores, todavía se conservan
vestigios de aquel pasado pobre y miserable que denunció en su poesía satírica.
En el lado nororiental, detrás de la iglesia, aún sobreviven unas pequeñas y
viejas casas, agazapadas unas a otros, con espíritu de cuartería, de donde
todavía salen voces de la Marica y la Mari Pizona.
La Casa
Museo, donde vivió el más grande poeta de la lengua española, alberga el Centro
de Estudios Quevedianos (CEQ) y la Fundación Francisco de Quevedo. Pero la
desidia de nuestros prohombres de la política postergan los valores culturales
a un último plano, y el que está destinado a ser el mayor centro de
documentación y estudio de la obra del gran maestro de la literatura universal,
languidece por falta de recuersos. Triste, pero real, en la cuna del espíritu
que dio esplendor al Siglo de Oro. Sirvan estos versos para que acompañen al
viajero del futuro:
Retirado
en la paz de estos desiertos,
con
poco pero doctos libros juntos,
vivo
en conversación con los difuntos
y
escucho con mis ojos a los muertos
* El autor del artículo ha
publicado “Sonetos Licenciosos Atribuidos a Quevedo” (1996); “Sonetos
Prohibidos” (1999), y “Poesías Picarescas” (Madrid, Visor, 2014).
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