Anselmo Sequeira, Image de RicardoLlopesa
MIS TRES MAESTROS
1. ANSELMO SEQUEIRA
(Nicaragua, 1885-1965)
Por Ricardo Llopesa
Ignoro el día que conocí
a Anselmo Sequeira. Mi memoria es incapaz de recuperar el pasado más
remoto. Es más, como humano me siento impotente de adentrarme en el recuerdo
más allá de mi niñez. Lo que quiere decir, que conocí a Anselmo Sequeiro desde
mi pasado más remoto. Abrí los ojos mirando aquella barba poblada de canas y su
mirada azul que siempre me sorprendió, tras unas lunas que las sostenía el
milagro de la eternidad.
Anselmo
fue un hombre odiado por la sociedad. Cuando las señoras respetuosas, las de
alta alcurnia, las que estrenaban vestido los domingos para lucirlo en la misa
de cinco de la tarde; las otras, vecinas de barrio; los señores distinguidos;
las damas del coro de la parroquia o la anciana señorita que después de ejercer
de maestra oficiaba de ayuda de cámara del sutil sacerdote, y escuchaba el
nombre de Anselmo Sequeira, exclamaban:
─¡Dios
me libre!
Por
entonces, arrastrados por el miedo al infierno, el temor al diablo y hasta la
amenaza de castigo que podía padecer un infiel con la aparición de los muertos,
guiados por las homilías del sacerdote, los muchachos de entonces, yo mismo,
pensábamos que realmente Anselmo Sequeira era un “viejo chancho”. Es decir, un
hombre “cochino”, algo así como alguien que tiene el cuerpo y el alma
envenenada. De ahí procede la interpretación que se tenía de él, de persona
sucia, que traducido al lenguaje de la época quería decir que “no se bañaba”
bajo el agua lustral que limpia las impurezas del cuerpo y a su vez las del
alma. Era la primera condición que conducía a la limpieza del pecado.
Ese
fue el concepto que definió, durante su larga existencia, la vida de Anselmo
Sequeira, hasta el punto que en torno a él se fue creando un mito de leyendas.
Si
me remonto a los primeros recuerdos de mi infancia, lo veo sentado frente a la
puerta abierta de una vieja casa, con una guitarra sobre el pecho, escribiendo
las notas que salían de sus cuerdas. También lo recuerdo en la misma silla, un
gran sillón de madera, con una tabla sobre los brazos de la silla, componiendo
poemas para la posteridad, en la que no creía. Eran poemas escritos al gusto de
quienes pagaban por oírlos. Pero como el gusto generalizado de los jóvenes
cultos y estudiantes, era el misterio de lo pornográfico, el poeta escribía
poemas para el consumo cotidiano.
Iluminado
por el mejor Quevedo, a quien admiraba, aquel “viejo vulgar” escribía los
mejores poemas de optimismo y alegría, al precio de un cuarto de Córdoba. La
música, en cambio, no le producía beneficios, si exceptuamos algún que otro
encargo ocasional.
Con
Anselmo Sequeiro se inició, en Nicaragua, el comercio de la poesía. Fue su
mayor inversión humana. Otra fuente de riqueza la obtuvo como escribano de los
presos. Nuestra casa estaba situada frente a la suya y de nosotros a la prisión
mediaban cincuenta metros. Como su fama llegó más allá de las fronteras de
nuestro pueblo, venían las mujeres de otros lugares a ver a sus hijos y
maridos, acusados de robo, violación de menores o asesinatos, y cuando no
podían verlos les dejaban cartas, escritas del puño y letra de Anselmo. Las
cartas eran más caras, costaban un Córdoba, la séptima parte de un dólar.
Ese
es el recuerdo que me queda de aquel hombre viejo, corpulento, blanco, crítico,
de amplia frente y entrada, con el pelo largo a lo Cristóbal Colón, bigote y
barba espesa, que para leer usaba lentes, vestido con un pantalón que amarraba
a la cintura con una cuerda, zapatos que él mismo arreglaba con algún alambre
para coser el cuero roto. Pero lo más elegante era su saco, su vieja chaqueta
envejecida que recordaba que un tiempo había sido de color azul opaco, apagado
por el sol y el uso. Siempre lo recuerdo con el mismo saco, abrochado de un
extremo a otro con un trozo de cuerda, para que ajustara. A las cinco en punto
de la tarde, vestía su traje y salía de su casa, con una botella de vidrio en
la mano, llena de agua, camino a los comedores que se montaban por las tardes
en la acera del Mercado Municipal. Era una sola mesa larga, con bancos para
sentarse, donde compartían la comida gente pobre, por el precio de medio
Córdoba, generalmente, arroz y frijoles fritos con una tortilla, donde llegaban
taxistas, cocheros de carros tirados por caballos, lustradores, obreros y
vagabundos. Con ellos compartía diálogo y entre aquella gente era más admirado
que entre los suyos.
He
dicho los suyos, porque la ciudad estaba dividida en dos. El centro, donde
vivíamos la clase más distinguida y las barriadas, a quienes se les consideraba
despectivamente la chusma. A su vez, la ciudad se volvía a dividir en dos, como
cortada por un cuchillo: la ciudad, Masaya, y el barrio indígena de Monimbó.
Éramos dos pueblos distintos, aunque llevásemos la misma sangre. Pero quienes
marcaban la diferencia eran los blancos, herederos de sangre criolla o
española, que no se mezclaban ni con los pobres ni con los indios, aunque sólo
les quedase el linaje del color.
Anselmo pertenecía al
linaje de los nobles, de los privilegiados, pero siempre renegó de ellos. “La sociedad es una
suciedad”, proclamaba. Antes de morir su padre, un médico distinguido, repartió
sus propiedades entre todos los hermanos (dos de ellos fueron diputados) y las dos
hermanas, que fueron maestras, y Anselmo renunció a todos los bienes. Se quedó
una casa pequeña, que es donde yo lo conocí, que desmontó para hacerle la
siguiente reforma: la casa la dividió en dos partes, una pequeña frente a la
puerta, rodeada de piedras que casi llegaban al techo, formando una caverna,
donde colocaba, entre piedra y piedra, pequeños rollitos de poemas, hasta el
punto de que aquella casa deba la sensación de estar metido en una cueva,
oscura, sin luz eléctrica y cargada de misterio. Al otro lado, atravesando una
puerta situada a sus espaldas, estaba la puerta de entrada a su habitación,
llena de libros y papeles, donde dormía. No había cama ni colchón, sino un
hoyo, como una sepultura y unas tablas con una sábana. Dormía como un asceta,
como un ermitaño.
El
techo de la casa, cubierto de tejas rojas, lo reforzó con palos colocados
debajo de las tejas, para que al caer, en caso de terremoto, no lo aplastasen.
Esto y la cama eran complementarios en caso de una desgracia. Otra reforma
curiosa la hizo en la puerta. La dividió en dos mitades. La parte inferior
formaba una sola pieza. En cambio, la superior formaba un conjunto de pequeñas
ventanas hasta llegar a la más pequeña, por donde sólo se miraba su cabeza, y
aun otra minúscula por sólo podían verse sus ojos.
La
incultura del pueblo era tal, tan cruel, que el poeta era apedreado. Hasta yo,
a la hora en que todo el mundo hacía la siesta, en medio de aquel silencio ni
siquiera interrumpido por el canto de los pájaros, abría la puerta de mi casa,
recogía una piedra de la calle empedrada y le lanzaba la piedra con la débil
fuerza de muchacho. Por la noche, mientras estudiaba, venía a mi casa de visita
y me recriminaba. Fue mi primer Maestro. Me explicaba el comportamiento humano
y en particular el de nuestro pueblo.
Apedreado
como Dante, aquel hombre nacido en 1885 murió una mañana de domingo, el 23 de
enero de 1965. El día de su muerte tuve una especie de premonición. Sentí algo
que me decía en el interior de mi conciencia que tenía que regresar a casa. Era
domingo, tenía quince años, y los domingos iba a Granada en compañía de mi
amigo Adán Cárdenas, a iniciarme en los vicios que, por entones, la vida regala
a los hombres adolescentes. Una voz interior me decía, regresa que algo ha
ocurrido. Y así fue. Al llegar a casa mi madre me dijo: “Ha muerto Anselmo”. El
mundo se me vino abajo. Era la primera vez que alguien a quien había querido
tanto pudiera morir. No me lo podía creer. Le hice compañía al amigo muerto, al
maestro, al guía espiritual, con la esperanza de que levantaría la cabeza de
caja que lo encerraba. Pero no fue así. A la medianoche regresé a casa con el
miedo de su presencia impregnado en la piel, como si el poeta de las barbas
blancas estuviese a mi lado, haciéndome compañía o simplemente demostrándome
que la vida se acaba.
Los
recuerdos volvieron a mi memoria. Las tardes cuando aplicábamos a mi cuaderno
de escolar los resultados de la matemáticas o aquellas interminables
explicación sobre el buen uso de la gramática o los resúmenes a que me obligaba
después de leer un libro o la simple sesión de cine o aquellos responsos sobre
mi mal uso de la lengua y el diccionario en mis manos preguntándole las
palabras más insólitas, desde mi punto vista, pues el diccionario de la lengua
lo sabía de memoria. Hablaba francés e inglés.
Siempre
decía que el saber estaba por encima de cualquier título. Se sentía orgulloso
de haber abandonado la carrera de Medicina. En uno de los exámenes le
preguntaron la manera de curar una ruptura de clavícula. En lugar de responder
según el método establecido por la Universidad de León (Nicaragua), utilizó una
respuesta más científica, tomada de un libro que se estudiaba en la Sorbona,
regalo de su amigo Alberto Tiffer que estudiaba en París. Fue suspendido. Se
fue cara al tribunal examinador recriminándoles su ignorancia: “Todos ustedes
son una nulidad. ¡Nulidad! ¡Nulidad! ¡Nulidad!”, y se marchó definitivamente.
─No,
no quiero padecer la vergüenza de llamarme “doctor”. Es una vulgaridad. Todo el
mundo puede llamarse doctor, hasta el hijo del barrendero” ─proclamaba.
Recuerdo
una tarde que fuimos al entierro de una señora vecina. Como cayó un pencazo de
agua, Anselmo decidió que nos regresáramos con los zapatos en la mano en medio
de la calle. En esa época habían muy pocos vehículos. Así lo hicimos. “De esta
manera estamos en contacto con la naturaleza”, afirmó Anselmo. Cuando llegué a
casa, mi madre me dio una paliza por hacerle caso a ese “viejo loco”.
Tenía
quince años y me sentí huérfano de su amistad. Hoy, medio siglo después, evoco
su memoria, que él mismo se negó a escribir.
Cuando
llegué a París en el mes de julio de 1966, con el deseo de aprender francés
para leer a Víctor Hugo, me gasté la plata en los pequeños burdeles de Pigalle
y recurrí al Consulado de Nicaragua en solicitud de un préstamo. El cónsul fue
amable conmigo, me hizo pasar y sentarme. Tenía un invitado nicaragüense que
pasaba saludándolo por París. Era Hernán Robleto, el célebre periodista y
novelista, autor de Sangre en el trópico y director de La Estrella,
de Nicaragua, a quien Somoza había mandado al exilio y ahora vivía en México.
─A
ver, muchacho, ¿si sos de Masaya y estudiante es posible que sepás darme
noticias de Anselmo Sequeira?
Aquella
pregunta, escuchada en París, me puso los pelos de punta. No podía creer que
aquel hombre denostado, odiado y hasta apedreado, pudiese estar en boca de otro
hombre admirado, celebrado y reconocido a nivel internacional por sus novelas y
su lucha contra la dictadura. No lo podía creer. Robleto me descubrió al
Anselmo Sequeira que nosotros siempre desconocimos. Anselmo figuraba en la
primera edición de poetas modernistas, publicada por la Editorial Mauchi de
Barcelona, en 1912. Fue para mí otra sorpresa. El cónsul Ibarra me cursó la
invitación de cenar con él dos días después.
De
Anselmo Sequeira conservo varios poemas inéditos y manuscritos. En primer lugar
reproduzco uno dedicado a “Rubén Darío”, tomado del Parnaso nicaragüense
(Barcelona, Maucci, 1912, pág.132).
RUBÉN
DARÍO
Señor,
hacia el silencio de tu serena testa
llegó
a darte mi lírico manojo de laurel;
a
ti que eres el pájaro de ignorada floresta
y
derramas tu verso como una vaso de miel.
Ati
que como una magnífica protesta
elevaste
las alas al eterno vergel,
y
sentiste allá arriba la fantástica
fiesta
del
arte, y te pusiste retozando con él.
¡Oh!
¡Maestro! ¡Oh! Sagrado Maestro. Tu albo vaso
de
miel ─tu regio verso─ como en azul pegaso
prosiga
recorriendo los éteres sin fin.
Mientras
las juventudes que piensan y que sueñan,
allá
por tus palacios, se acercan y te enseñan
la
fresca epifanía que cante su clarín…
Los
siguientes versos son un conjunto de cinco poemas, escritos sobre papel de
molde, cortado y luego pegado con almidón, haciendo la forma de calzón, escrito
en Masaya y dedicado a Mayra López, el día de su cumpleaños, el 19 de enero de
1963.
1
Mayra
López: no he de ir
a
tu linda reunión,
pues
tengo quehacer: dormir.
Mañana
iré a tu mansión.
Quedé
mal? Qué habré de hacer?
Quedé
bien? Vaya, es mejor.
Que
huya de ti el padecer.
Que
te bendiga el Señor.
2
Te
has fijado en Europa?
Tanta
nieve
matando
gente.
No
te conmueve?
3
Hay
que trabajar
y
resolver lo del amor.
la
cosa está en no llorar
al
burlar
al
dolor.
En
el siguiente poema hay un dibujo que representa una barca con un remo, una raya
que significa el horizonte del mar y medio sol con sus rayos proyectados.
En esa barca nos iremos
lejos
bogando en un dulce río
en persiga de reflejos
que nos rellenen todo
vacío.
Me quedaré preso
de tu recuerdo en la
intimidad?
Caracoles! Cómo es eso
de pescar felicidad.
Anselmo
fue conocido por su poesía picaresca y festiva. Era hijo de Quevedo, nacido en
Nicaragua. Los poemas siguientes, cuatro en total, están ilustrados con dibujos
de medio cuerpo, centrados en el pubis de la mujer.
MUJER,
VERGA Y ARRECHURA
Ni
más ni menos que vieja
rempujada
por un burro,
viendo
los pelos negros de tu axila,
fornicar
al instante el tronco acuerda,
y
toda mi ansiedad se recopila
de
zamparte la verga hasta la mierda.
NO
FALLA EL APETITO DE PISAR
Que
te lleve alegre el viento
el
olor de este instrumento
que
siempre has idolatrado
como
pistón de jumento
PAIPUDA
Eugenia,
una paipuda muy deseada,
dice
que ella se siente enamorada,
y
asegura valer con voz de azar
y
derramando activa carcajada.
─Enamorada!
Vaya una pavada,
lo
que esa tiene es ganas de culear.
Pero no todo fue picaresca en los versos del gran poeta.
Tuvo momentos de inspiración sana y alegre. Escribió poemas largos y muy buenos
sobre el volcán Masaya y la laguna de Apoyo, entre otros, donde está presente
la altura del pensamiento y el manejo de los ritmos. Desgraciadamnete, su punto
de vista, sincero y verdadero, atípico con respecto al canon establecido por el
pensamiento de tradición, lo ha marginado. Para mayor desgracia suya, lo poco
que existe de su obra está disperso y lo más grave, desaparecido. Su propia
hermana se encargó en convertir en ceniza la obra literaria de toda una vida.
Muestra de ese otro aspecto de su poesía lo ofrecemos en el siguiente poema.
VERSO
DE SORTILEGIO
Abecedario
de Amor
y
una Deprecación
A Sensación Solares.
En el mundo.
El
verso A se abrió en explosión rosa
y
zarpó rumbo hacia tu cabellera,
emejante
a una barca deliciosa
que
te trae una carga perfumera.
El
verso B es hombrón entre bombones,
dulzor
Standard que realmente encanta,
y
que por endulzar tus gustaciones
se
está cruzando ya por tu garganta.
El
verso C florece igual que un loto,
un
loto grande, azul, de gracia pura,
loto
a quien nadie excusaría el voto
para
que sea eterna tu ventura.
El
verso D tremola sus banderas,
sus
banderas de sol y de alegría
para
hacer el oregón de tus maneras,
de
reina que hace que se encianda el día.
El
verso E encabrítase encantado
como
un feliz corcel que suspirara,
por
ir cargando, desequilibrado,
en
sus lomos tu ideal belleza rara.
El
verso F es frasco de frescores,
un
ramaje que tiembla estremecido
de
abanicar y que derrama flores
en
tu pecho elegante y repulido.
El
verso G es de gemas un escriño
cristalizado,
al parecer, de estrellas,
que
se te prenden con lilial cariño
cual
un racimo de mentiras bellas.
El
verso H como harmonio suena
de
nítidas cadencias musicales,
que
elogia la dulzura de azucena
de
tus frágiles formas imperiales.
El
verso I tal el imán atrae
hacia
sí todo prodigiosamente,
pero
a ti, rendido, se retrae
y
besa los rosales de tu frente.
El
verso J era un jarrón florido
que
por las artes mágicas de embrujo
se
trocó en un violín cuyo sonido
dice
muy quedo que es de amor tu influjo.
El
verso K no es kiosco pintoresco
de
un parque de ilusión selecto ornato,
sino
un sueño mil y una nochesco
que
preconiza tu gentil recato.
El
verso L no es de luna un lampo
que
intercambia palabras con la fronda,
pero
es lirio que embriaga todo el campo
y
cuyo aroma sin cesar te ronda.
El
verso LL se hizo lluvia de oro
que
nació de un crepúsculo inefable
que
derramó a los pies de tu tesoro
su
canción de un color inencontrable.
El
verso M es tierna mañanita
ebria
de pájaros y de fragancias,
y
en que un áureo liróforo recita
para
ti sus recónditas sustancias.
Nenúfar
claro que se balancea
en
un estanque de aguas asedadas,
el
verso Ñ, oh palpitante dea,
te
enamora con frases increadas.
Ñambar
faral de corazón de acero
que
del tiempo los látigos resiste,
el
verso Ñ es fuerte caballero
que
en ofrecerte pleitesía insiste.
Oh!
Verso O, la ola alegre y loca
que
los inmensos litorales baña,
y
que lame con manso afán la roca
de
tus frialdades de beldad extraña.
Prodigando
fanfarrias, orgullo y mando,
y
entre ritmos y entre emociones,
yérguese
el verso P, preconizando
tus
percusiones y repercusiones.
Q
de querer, Q de inquirir, el verso
Q
es un reto de sangre a los abismos,
mudo
de asombro ante el abismo terso
de
tus maravillosos espejismos.
R
de Rusia, R de rezo, R en la renga
reina,
en reir, en razonar, en risa,
y
es red el verso R que sostenga
por
siempre tu claror de pitonisa.
Sobre el sendero de su
loco foco
de extravagancias en que
amor se pesca,
verso R doble es el
terror de un loco,
loco por tu sonrisa
gigantesca.
S de sierpe, de
sabiduría,
el verso S desarrolla su
alma
tal una serpentina de
alegría
que en rodear tu primor
halla su palma.
Y de taquigrafía que se
mueve
captando ideas
enderezadoras,
el verso T se inflama y
se conmueve
frente a tus manos
maravilladotas.
Usina de productos
delicados,
álzase el verso U, loco
de pitos,
para dar sus encantos
ponderados
a tus tremendas portes
exquisitas.
Varita y virtud que echa
luceros,
el verso V te arroja
resplandores
porque eres la
fantástica, sin peros,
luz de las luces y flor
de las flores.
Lánguida, desmayada
porcelana,
walkiria que se inclina
hasta la muerte,
el verso W es la
wertheriana
pistola en la tragedia
de quererte.
Desesperadamente, en
infinita
ansia de trastornados y
opresores,
el verso Y es el que ya
que ya te grita,
dame ya los Ofires de
tus besos.
En romance que sangra y
vieja y mustia
historias de aflicción
reconstruyéndote,
el verso X es la larga
angustia
de un xilófono o llanto
conmoviéndote.
Y toda palidez y faz
enjuta,
oye que pasa el más
potente encanto,
el verso Z es la zozobra
bruta
en que me creo, de
adorarte tanto.
DEPRECACIÓN
Cuando de las entrañas
de la noche,
haciendo de dolor lento
derroche,
fluya algo que indagar
siempre escatimas,
piensa que se arrodilla,
silenciario
y temblón, ante ti este
Abedecedario
de Amor, y te encarece:
Ah, no me oprimas.
La mañana del entierro éramos once personas, Daniel Calvo
Díaz, el impresor; Valencia, el sahurin; Adán Sánchez, sindicalista; el Dr.
Bellorini, bazuquero; yo, estudiante, el resto eran personas de la calle como
Marcelino, el limpia zapatos, un cochero, un taxista, un cargador del mercado,
un carretonero y un loco que decía haber sido el más grande jonrronero del
mundo.
Once personas como en el entierro de Edgard Allan Poe.
Sólo once personas, en aquella mañana de sol, detrás del féretro que conducía a
mi amigo al cementerio. Más Goyo Mudo, el enterrador, con su pala al hombro,
que sobraba, pero quería estar presente cuando el poeta de Masaya fuera sellado
en un nicho. Faltó a la cita su mejor amigo, el poeta Víctor de la Traba. Fue
Víctor quien lo rescató del olvido. Mandó a poner una lápida en el cementerio,
pero ya no existe; de la misma manera que tampoco existe Anselmo Sequeira.
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