Imagen cogida de la red
CUENTO
ENCUENTRO
Ricardo Llopesa
Iba yo por una de
las pocas calles, opacas y solitarias, cuando di con ella. La luz de sus ojos
resplandeció en la noche de mis sueños. Era ella quien proyectaba, como una
diosa griega de la sabiduría, su iluminada personalidad, sentada en la puerta
de su casa, con un libro abierto entre las manos. Al fondo, en
el interior, brillaba el buen gusto. Cada cosa en el lugar elegido,
como si la mano de la armonía pusiera orden
en cada rincón o si Pitágoras mismo hubiese establecido el equilibrio entre todas las cosas.
Me dijo su nombre:
―Amor.
Como un puñal de luz se clavó en mi
pensamiento. Por primera vez, en más de medio siglo, un ser humano, casi
divino, me entregaba las claves de un signo, que es símbolo de eterna
primavera. Desde ese instante, ella brilló en mi espíritu como un destello.
Por mucho tiempo he buscado dentro
de mí su rostro iluminado. Su nombre y su sensibilidad han sido un sueño
imposible de alcanzar, una alta cumbre por escalar. La he buscado lejos
del sueño, en la región de la realidad, por todas partes, en los
confines del mundo, en Alpuente y en Titaguas, donde las montañas
tocan el cielo. Pero, nada.
Triste por no encontrarla me puse a
dibujar con palabras las mismas cosas que ella había visto: la iglesia, la
plaza, el vuelo de los pájaros y hasta la sombra de un árbol pequeño.
Hasta que una mañana, sentado en una
esquina, la vi aparecer luminosa como una estrella. Le pregunté si era ella. La misma luz
que ilumina el mismo camino. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Somos dos astros que se encuentran en el cielo del día, por voluntad del
destino, para caminar cogidos de la mano la misma senda del camino. Ella es la
estrella y yo el lucero, que la guarda.
16 de julio de 2014
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