La
novela de Arellano
en
las 200 novelas nicas
Por Ricardo Llopesa
Todo lo que llega a
mis manos procedente de Nicaragua tiene tanto valor como el trozo de una piedra
volcánica salida del corazón de la tierra. Para sorpresa mía, después de su
estudio analítico sobre 116 antologías, me llegó una nueva obra de Jorge
Eduardo Arellano. Es la historia, en estado de pureza, salida de los sueños de
los narradores, titulada “La novela nicaragüense: siglos XIX y XX”. Se trata
del primer volumen, cuyo recorrido parte de 1876 y concluye en 1959.
Felicito al autor,
porque el tema da para mucho. Cuando concluya el segundo tomo la obra será la
lectura pormenoriza de alrededor de 240 novelas, una a una analizadas con
rigor, aun aquellas que no existen, y a las que ha llegado, a través de
referencias y testimonio de otros. El trabajo es sorprendente. Arellano ha
tenido, como fray Blas del Castillo, la osadía de entrar en lo más profundo del
corazón humano, y desempolvar la memoria histórica de Nicaragua, que nunca
debemos olvidar. Más que osadía es su veta volcánica por desenterrar la
historia de la nación.
La estructura de
este libro-joya es lineal. Las novelas se suceden unas a otras, cronológicamente,
mientras el lector contempla planos que se cambian o entrecruzan, a través de
una temática de épocas que se suceden, hasta el punto de parecernos otra novela
que cuenta la historia. Y no es más que la descripción de las ideas de esas novelas
nicaragüenses. En este punto, la obra me parece poliédrica, porque al mismo
tiempo es libro de lectura, viaje a través de la historia, antropología,
sociología o manual de psicología. Casi me atrevería a decir que es un
compendio del pensamiento nicaragüense a través del hilo de la historia.
Para mí es más
interesante el análisis de las novelas, que las novelas mismas. He tenido la
fortuna de haber leído algunas de aquella época pasada, que se daban por
buenas. Pero insisto en darle la razón a Enrique Guzmán, a propósito de Lucila,
del masaya Carlos J. Valdez, cuando escribió: que la novela es “género tan
difícil en todas parte y tan descuidado aquí”. Fueron las suyas palabras
proféticas. Ni siquiera Rubén Darío pudo indicar el camino a seguir, de la manera
que lo hizo con la fundación del cuento moderno, el poema en prosa, la prosa
poética, el microrrelato y el prosema.
Hemos tenido un
problema. Para que exista novela es imprescindible la crítica literaria. Sin
crítica el novelista se siente frustrado, falto de dirección moral e
intelectual. Es como el corredor sin agua o el conductor sin gasolina. El
novelista es un crítico, feroz e intransigente; por tanto, necesita del crítico
para ver con cuatro ojos.
La explicación
pormenorizada de cada una de las novelas, sin excepción, más breve o más
extensa, bien vale una copa de vino. Sin la necesidad de recurrir a teorías de
autores extranjeros, a lo que somos tan dados por extranjerizantes, Arellano
arremete con la objetividad propia del intelectual, dibuja el escenario y
describa ideas y personajes con la mirada de cada momento histórico.
Los años de la
novela nicaragüense que van de 1876 a 1959 están llenos de vacío narrativo. Las
pocas excepciones son las escasas sorpresas. Esta narrativa confirma la pobreza
y la aridez que sustentó la teoría de Luis Alberto Sánchez. No hay novelistas,
sólo novelas salidas por azar. Y las pocas, en mi opinión, son tres: Sangre en
el trópico (1930), Cosmapa (1944) y el esfuerzo poético de Ilustre familia
(1954).
Sus autores son Hernán
Robleto (1892-1968), José Román (1906-1993) y Salomón de la Selva (1893-1952),
respectivamente. Las dos primeras constituyen una rica contribución al
conocimiento de la realidad ética y estética de Nicaragua. En cambio, la novela
de Salomón de la Selva significa un legado de modelo estilístico, una isla
poética sin continuidad.
Sangre en el
trópico, como dice Arellano: “significó el primer esfuerzo de un nicaragüense
por captar, al menos en parte, la compleja realidad del país. Una novela a la
altura de su tiempo y la más valorada hasta entonces, fuera de las fronteras”
(p. 171). Cosmapa es la gran novela, la cumbre que describe el ímpetu
psicológico de las distintas capas sociales, desde el poder hasta la
obediencia. Es la obra por excelencia de la narrativa. Finalmente, hay que
reconocer en Ilustre familia, el enorme esfuerzo poético que domina en la obra,
pese al alejamiento de la realidad y el rigor narrativo.
Con esto acabo. En
su lista de las novelas nicas de 1876 a 1999 se le olvidó alguna de la última
década del siglo XX que, sin duda, tratará a fondo en el segundo volumen.