Yván Silén
Yván Silén:
LAS ERRATAS
Lan
Yu Lee saltó de la silla.
Los extranjeros llegaron a la aldea
con su manía de matar los pavos. Luego de matarlos se los comían y se
enfermaban. La gula era espantosa. Los nativos que copiaban en todo a los
extranjeros, los yanquistas, comenzaron a podrirse. Los espejos también se
podrían y, lamentablemente, las erratas se le habían escapado a los editores
eunucos. Cada vez que los extranjeros excretaban, la mierda se les convertía en
erratas y las ratas que las comían se tornaban verdes. La lucha por sobrevivir
era brutal. Las erratas terminaron por comerse a las ratas. El sol avanzaba
lentamente, crecía.
Los editores se hacían ricos y robaban descaradamente a la
luz de las lámparas y a la luz de los maniquíes importados que se desboronaban.
Algunos editores se hacían fotógrafos oscuramente. La postmodernidad lo
contaminaba todo. Las erratas eran diminutas y pequeñitas, pero lo devoraban
todo. Las erratas se le metían debajo de las uñas a los poetas y les producía
ceguera o glaucoma.
El cielo era una costra infinita.
La muerte, la sífilis, el opio y el
sida habían enriquecido a los extranjeros. Arrastrando sus maletas antiguas,
los ángeles también comenzaban a podrirse. Lan Yu Lee, que trabajaba sobre el
tema del deseo, escribía una antología titulada La discordia del cielo. Pero los editores, como los libreros (Tiempo
falso, Callizo, Congosta, La Peña, etc.), procuraban corroer todos sus
documentos. La fama de Yu Lee era un escándalo. Sus madres, esos personajes de
la infancia, a pesar de las letras muertas, hedían. Y los sacerdotes enclenques
de la cultura oriental, mezclados con la cultura occidental, habían puesto
precio a la cabeza de Yu Lee. Su muerte, en aquel pedazo de tierra en donde los
crímenes y los asesinatos se habían puesto de moda, sería insignificante porque
vendría a ser parte de su fama oscura. Los documentos se deshacían como si
estuvieran cubiertos de polillas. El resto lo devoraban las erratas. Estas
parecían cucarachas o escarabajos. El editor de Callizo se burlaba:
---¡Dios
es una errata!—pero Yu Lee no contestaba.
Los más pobres preparaban las piras
para celebrar los eclipses de luna. Cuando los estudiantes de las universidades
extranjeras y de las universidades arruinadas venían a solicitar los textos del
poeta codiciado, los esclavos les decían que no tenían sus textos. Los
budistas, los cristianos y los mahometanos, como los comunistas y los
demókratas, lo odiaban profundamente. El arroz se había llenado de erratas y
todos, como si fueran el coro griego plagiado de la muerte, decían que la culpa
era del aëda. La realidad se había tornado falsa: los lotos, el vino, las
cervezas importadas y el agua enlatada se habían llenado de erratas como las
que yacían en los ojos inmortales de los caballos chinos. La verdad, para
aquellos editores del capitalismo, se había tornado falsa. Los sacerdotes
adictos a la viagra caminaban erectos debajo de los pinos japoneses.
Sólo Ika creía en él. Trataba de ponerse su pantimedias ante
los espejos empañados de la casa de madera. Cuando era imposible utilizar los
espejos, ella ordenaba quemarlos.
---Dicen
que eres nihilista—murmuraba.
Yu Lee sonreía y se restegaba los
ojos sucios.
Los eclipses, la precipitación vertiginosa de los eclipses,
se hacían más frecuentes. Los nativos habían olvidado que estaban invadidos.
Algunos se creían idiotamente extranjeros. Otros se premiaban solidariamente
unos a otros para evitar el olvido. Pero las erratas no dejaban de devorar los conejos,
las culebras y los gatos. La carne escaseaba. Las vacas de enormes cabezas
también se habían contaminado. Las erratas también trepaban por las paredes de
la realidad y del mercado. Los insecticidas eran inútiles. La luz misma estaba
contaminada.
Pero un día en que Ika cruzaba los jardines de rosas perla de
Lan Yu Lee, ella lo observó orinando verde como las hojas moribundas del viento.
Uno de los saltamontes que emigraban lo había picado. Yu Lee no se dio cuenta.
Siempre andaba religiosamente entre la infamia que los editores levantaban
contra él y contra los dioses. Lo llamaban el “Imprudente”. Su religiosidad
molestaba a los religiosos; su ateísmo molestaba a los ateos.
Lan Yu meditaba debajo de las palmeras. Las erratas se le
habían metido por el orificio del falo y le habían producido fiebre. Era la
fiebre de lo ajeno. Era la fiebre de los enemigos. La arena del desierto
próximo también se había llenado de erratas. Los extranjeros habían traído las
ratas amarillas para que éstas devoraran las erratas del desierto y las erratas
del mar. Las erratas escapaban al cielo. La fiebre se parecía a los orgasmos.
Yu Lee orinaba y pensaba. A pesar de ser un metabudista, un
metabuda, un metajesús, pensaba en los dioses falsos de los extranjeros de los
mercados podridos. La inverosimilitud de los televisores había sustituido a la
realidad. Nadie creía en la razón, nadie creía en la identidad y nadie creía en
la verdad. Las erratas terminaron por devorar a las ratas. Las conciencias se
habían llenado de polillas. La mala fe era peor que el Ángel Sifilítico de la
envidia. La penicilina, como todos los antibióticos, resultaba ser una errata.
Ika se le acercó y lo interrogó:
---¿Qué
tienes?
---Se
me está pudriendo el prepucio—dijo como un niño sabio.
Las geishas importadas, para la
dicha de Ika, también habían enfermado con la enfermedad de los extranjeros. La
errativitis lo había contaminado todo. La erratidad estaba devorando el ser.
Los monjes y los extranjeros temían la visiones del zen. Las rosas amarillas,
plateadas, azules, negras, verdes, anaranjadas, grises, comenzaban a tener
ojos. ¡Miraban! Los perros mudos, que habían traído de Latinoamérica, ladraban.
El ateísmo se multiplicaba. Las iglesias se corroían. Los monjes pedófilos se
hacían tecatos. El cielo había descendido brutalmente hasta rozar la cabeza del
Sexto Ángel.
Lan Yu Lee, a pesar de la belleza
velluda de Ika, proseguía escribiendo. Hacían el amor para recordar y recobrar
el “part-time”. Las erratas sembraban tumores en los lagos de arroz. Lan Yu
hablaba con ella de las paradojas, de los dioses, del odio, de la envidia de
los editores y del fin del mundo. Lan Yu apocalipsaba bajo los besos de Ika. Las
geishas, aprovechando el furor de la gente, abandonaban los zapatos incómodos
que les había impuesto el poder, la tradición y el extranjerismo. Pero las
ratas le mordían los deditos de sus pies esbeltos. Y las erratas, aprovechando
el odio que reinaba, se amontonaban y se almacenaban en las vulvas lampiñas de
las monjas paranoicas. El sexo se había prohibido en todas las aldeas. Los
editores alimentaban malignamente a las erratas. Y las lunas del desierto se
tornaban azules.
Los extranjeros estaban vendiendo la
aldea pedazo a pedazo. Mientras, Ika, a pesar del delirio, bromeaba. La risa
funcionaba como antibiótico. Estaban atrapados.
---Sólo
el amor nos salvará de la muerte--decía ella.
---Sólo
la muerte nos salvará del amor--argumentaba él.
Yu Lee alucinaba: las flechas
fálicas de Cupido, ese dios antiguo, atravesaban a Ika. La música inflamable
del sol se había tornado oscura. Y los espíritus ciegos de la carne cantaban
furiosamente. Las visiones de Yu Lee se suspendieron de golpe.
Los gatos verdes también habían desaparecido
y la muerte, esa antipática, también había desaparecido. Era la última china
contaminada por los japoneses y contaminada por los editores extranjeros. Los
cometas habían dejado de pasar y habían dejado de estrellarse. El agua
escaseaba. Los cuentos antiguos habían perdido el sentido de los entes del tao.
A veces, a pesar de la desnudez de Ika, a pesar de los senos redondos de Ika,
Lan Yu veía el miedo. Ika, hipnotizada, no dejaba de mirarlo. Estaba fascinada
por él. El sexo se había tornado inútil. Las erratas, esa maldad de lo
invisible, parecían lepra. Uno de los dos era irreal.
---Uno
de nosotros no existe.
Ika tembló ante la verdad de los
templos.
Lan Yu, pese al insomnio, introdujo
nueve pavos reales en la Aldea del Plata. E introdujo nueve caballos de los
ojos cosidos con el hilo de oro en las Orillas de la Muerte. Nadie pensó que la
osadía de Lee pudiera ser cierta. Las caballos eran flacos como las guajanas
que vendían los extranjeros en la oscuridad de los viveros.
Los extranjeros contemplaban a los
intelectuales del silencio que compraban a los editores que se vendían como
geishas del sidismo debajo de las lámparas de papel. Pero nadie entendía la
relación de las erratas y de las ratas que se comían los carteles de los papeles
de arroz. Nadie sabía cómo Lan Yu había sobrevivido a la maldad de los
extranjeros y al comercio infiel de los editores. El cielo proseguía descendiendo
sobre la cabeza rapada de ellos. Las erratas se había convertido en la
maldición incierta del capitalismo. China ardía. La muerte, a pesar del intento
de ocultarla en el esplendor del mercado, era una cosa terrible. Los editores
proseguían forjando poco a poco a los suicidas.
Lan Yu, después de mucho caminar la noche, llegó a su casa y
empujó la puerta de paja. Olía mal. Las escobas estaban rotas. Buscó una soga y
la amarró a la viga incierta de los sueños. Olía a miedo. Olía a hormigas
muertas. Olía a los cangrejos triturados y a los prepucios recortados. Olía a
caballos sueltos contra las olas de las playas y olía la casa a mujer desnuda.
El animal prepúcico del poeta estaba suelto. Su semen olía a nata. Ika pensaba
tiernamente en él y lo miraba detenidamente. Dido, la gata de ella, gruñía como
si fuera un puma.
---No
soporto las erratas de los criminales—dijo Lan Yu y se subió de golpe a la
silla.---No soporto el sida de las erratas. Debo de asesinarlos uno por uno.
Ika sonrió tiernamente. Tomó la
cámara de la mesa apolillada y lo retrató. Yu Lee le dedicó fugazmente la mejor
de sus sonrisas. La luna brillaba anaranjadamente en los ojos de los cadáveres
verdosos que se habían amontonado en las cunetas. El eclipse era triste.
---¿Por
qué no lo haces de una vez?
---…
---¿Por
qué no los matas?
Lan Yu Lee se colocó la soga sobre
el cuello. Pero Ika, aunque temblaba de pies a cabeza, no se movió. Parecía una
estatua de mármol.
---¡No
soporto la imbecilidad de los editores!
De momento escuchó el chirriar de la
luna. Lan Yu se quitó la soga. La silla se tambaleaba brevemente, pero Yu Lee
no cayó. Hacía frío. Hacía otoño. Sus piernas flacas se tambaleaban. Ika le tendió la mano y logró sostenerlo. Yu
Lee saltó. Ika lo recibió en sus brazos antes que tropezara con el suelo de
madera. La realidad parecía un sueño. El sueño se parecía a la realidad. No
sabían si el suelo era de caoba. Ika lo sentó en uno de los bancos oscuros. Lo
besó apasionadamente. Su lengua estaba fría y, tomando el paño mugroso, húmedo,
deshilado de la cocina, le secó la frente.
Yu Lee se incorporó. Abrió la gaveta
de la mesa que estaba cubierta de libros antiguos y, abriendo de un tirón, tomó
la Luger. Él era el único intelectual que no se había vendido. Las erratas
subían por las paredes. Los espejos se habían oscurecido y se derrumbaban
pedazo a pedazo. Los saltamontes que roían la luna eran insoportables.
---¿Tú
crees en Dios?—le preguntó ella.
La pregunta era vieja. Lan Yu tomó
la pistola, pero no le contestó. Sólo olía la voz delicada de Ika:
---¡Mátalos!—dijo.
Los extranjeros habían invadido las
aldeas. El tiempo se había llenado de ratas. Lan Yu se mantenía sobre la silla
antigua. Contempló las sendas oscuras del tao. Las erratas avanzaban como
saltarenes. Ika tenía miedo de estar compartiendo el mismo sueño de Yu Lee.
El poeta…saltó de la silla.
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27
de noviembre de 2013
Puerto
Rico