Yván Silén, Puerto Rico
________El ángel y Tanni Lee________
“Pensaba en los misterios de la
“El ángel era el único que no
“Fui al ángel, diciéndole que me
Venía erecto. Era casi un monje y el sol me achicharraba los ojos. Tenía eclipses de Dios en la mirada y no sabía qué hacer, o hacia dónde ir. De momento tropecé y caí como al principio del tiempo. Mis alas salieron volando contra los troncos de los árboles. Caí como caen los héroes y sentí que mi falo pegaba contra el asfalto. Sentí que se me quebraba el alma de Dios. Quedé bocabajo adolorido, porque tenía miedo de mirarme. Los dolores, como al final del mundo--los relojes comenzaba a sonar--no me dejaban ver. Estaba ciego y se me salían las lágrimas. Orgasmaba; se me salía la noche, los insomnios y el semen como esa agua de molino antiguo, como esa lluvia molida, o como esa cosa asquerosa que los hombres llaman pega.
Lloré. El dolor era insoportable. Oí los pasos luminosos de una muchacha que caminaba descalza entre las hojas. Me vio, se me acercaba, la presentí en la oscuridad del mundo y olí precisamente cuando se detenía a mi lado. Contempló mi toga y la sangre que manaba debajo de mi cuerpo maltratado. Se acercó más, casi hasta olerme, como si se moviera dormida, pero estaba despierta. Me llamó con aquella voz que nunca olvidaré. Su voz era un símbolo o un simulacro como la risa. Pero ella, a pesar de mi dolor, se movía sonámbulamente contra las sombras de los robles híbridos. Sentí, oí, olí que me tocaba, que me hurgaba o me registraba para robarme (¿el alma?). No hablaba, pero oía todo lo que pensaba. Me volvió a tocar y me despertó de la agonía. El dolor de mi falo roto me había adormecido y me hacía sentir que todo era falso.
---¿Cómo te llamas?--me preguntó secándome las lágrimas.
---Me llamo Exótico.
La muchacha se rió. Me volteó o trató de voltearme y se tapó la boca como si estuviera viendo a Dios. Estaba asustada. Tenía miedo. Lo pánico se había apropiado de su cuerpo y no sabía qué hacer. Titubeaba. En el desconcierto que la embargaba se parecía a mí.
El tiempo corría frenéticamente y ella, hipnotizada, no dejaba de mirarme. Entonces pensó, porque no sabía y no quería hablar de ello: “¡Está roto!” Me miré y estaba desgarrado como un trapo, o como un manto que cubriera la mesa de la comunión. Ella, con ese recoveco maternal que poseen las mujeres, se apiadó de mí. Me ayudó a levantarme del suelo, del silencio y de la soledad, porque yo (qué extraño era decir “yo”) había caído en medio del campo y nadie nos había visto. Mi caída era todo un secreto. El dolor que me consumía me había detenido y había detenido oscuramente el mundo. Me lo aguanté con las dos manos para que no terminara de romperse, o para que no acabara de desgarrarse. Tenía miedo de verlo caer contra el suelo como un cáliz de cristal de roca. Pero ella tomó las alas que parecían pencas de palmas podridas y que daban la impresión de haber sido halladas o traídas de los oasis más próximos.
Caminamos en silencio. Caminamos despacio para que yo no pudiera tropezar de nuevo. La noche nos había alcanzado extraordinaria y brevemente y al fondo (¿al amanecer?) yacía una casucha verde. Hacía frío y la muchacha pretendió apresurar el tiempo mientras yo sudaba y se me salían los mocos de tanto dolor y de ese frío que me calaba los huesos y me calaba el falo que continuaba sangrando.
Trataba de no pensar en las grietas que habían sobre la sombra azulada y café de mi glande. Pero no sabía aún cómo darle las gracias a la desconocida que me arrastraba como a un macho cabrío al que se le ha de cortar la yugular para las fiestas de la Pascua. Ella, con su mano desocupada, me limpiaba las lágrimas, los mocos y me limpiaba las gotitas de sangre que se filtraban, que caían del orificio maltrecho, obstruido y cerrado de la cabeza de iguana de mi pene.
Llegamos a la puerta y empujó la noche para que todo fuera posible. Entramos. No hablaba y me colocó en la cama de paja como si yo fuera un paquete y comenzó a poner paños blancos en el agua de una cacerolita de cobre que comenzaba a hervir. Creo que había pasado o sucedido una noche. Cuando desperté estaba totalmente desnudo. Estaba pálido sobre aquel montón de sábanas que me cubrían y me lastimaban al menor movimiento. Pero ella (¿cómo se llamaba?) me había colocado de lado para que las grietas de mi falo no se rompieran, no se hicieran arena (el viento soplaba del norte) o no se hicieran cenizas. El cenicero estaba lleno de semen seco y ella estaba desnuda. Sus senos eran redondos, luminosos e irreales. Nunca antes había visto la belleza del absurdo. (Dios era increíble.)
Traté de incorporarme y ella vino corriendo, flotando, creo que levitaba, y metiendo sus manos en mi cuerpo me tomó por los sobacos y no permitió que volviera a caer. Me incorporó casi con voluntad de varón y me recostó sobre las almohadas. Contemplé las ventanas y entendí que nevaba y que la muerte se había detenido en los caminos desiertos. La mujer…
---¿Cómo te llamas?
---Me llamo Tanni Lee.
La mujer me volvió a sostener.
Incorporándome casi contra la ternura y la delicadeza de la mujer, traté de observarme. Me lo volví a mirar después de muchos días de oscuridad, me lo registré y pude comprobar que estaba entablillado. Estaba vendado todavía, a pesar de que la luna corría entre los pinos uno detrás del otro. Cuando lo tomé entre los dedos pude observar que estaba cosido y que también, para horror mío, estaba grapado. Me desmayé. Luego supe que ella no me había dejado caer. Sus brazos eran como dos maderos de astillas. Y que mientras me sacaba las espinas de madera también me había cosido, secado y reparado las alas noche tras noche. Lo más que me inquietaba y me asombraba de ella era su paciencia. Poseía la paciencia de los muertos. Poseía la paciencia de un asesino.
Los días habían pasado brevemente como la eternidad. Hablábamos de sus deseos, de sus miedos, pero Tanni Lee no acababa de vestirse. Siempre yacía desnuda. Y su cuerpo de aceituna madura, lo mismo que su erizo lleno de diminutos pecesitos, iluminaba la noche y oscurecía los días. Me sobaba con hojas muertas y trataba de que mi falo de Carisma (ella decía que ese era mi nombre secreto), angosto, afilado como una vela inédita, pudiera enderezarse. Yo, impávido, callaba y ella, tocándome la frente, sintiendo la fiebre, rozándome la cara con su seno, rezaba por mí. Yo soñaba. El dolor era tan bestial que todo mi cuerpo se había convertido en un ensueño.
Llovía. Creo, creía, estoy totalmente seguro de que la primavera se acercaba y ella sonreía como cierta. Ella estaba quitándome con sus manos pequeñas, delicadas y mágicas las tablillas de bacalao de mi falo. El olor de las tablillitas chinas olía a sándalo.
---¡Te curas!--dijo.
Pero no lo creía. No podía ser cierto, porque el dolor proseguía ahí como la mordida de un chaw-chaw. Todavía, en las noches más oscuras, oía mi grito rodar por los universos paralelos. Y supuse, es inútil, suponer, que Dios me la había dado como un regalo. Dios era una enfermera erótica que me pasaba la lengua por los ojos y que me cantaba baladas orientales. A veces era negra, a veces era rubia y a veces era pelirroja como un gnomo que subiera del Seol. A veces me hablaba en hebreo, a veces en griego antiguo y a veces me hablaba con el lenguaje de Dios. Yo entendía muy poco. Casi no entendía nada del latín pero, aun así, proseguía sanando.
Un día amanecí amarrado y totalmente desnudo. Ella se había vestido de negro. Tenía luto y había colocado una pequeña cacerolita en la estufa de carbón o de madera en donde calentaba una aguja que comenzaba a ponerse rojiza. Sus manos temblaban, pero más temblaba yo desde el momento en que sospeché lo que se proponía. Me miró con los ojos grises, acuosos y sucios de los muertos o de los asesinos, pero su voz estaba quebrada; vibraba.
---Tengo que limpiarte--dijo, y sentí que la tierra, el tiempo mismo, todos los sueños que los hombres llaman la apariencia, todo, inclusive Dios mismo, tembló como si fuera posible. ---¡Tengo que destaparte!
La aguja temblaba en su mano. Me moví desesperadamente, pero ella cantaba y lloraba. Entonces se sentó sobre mí, me aplastó el bajo vientre, me aplastó la vejiga y agarró el pene como si fuera el cuello de un pavo real. Estaba aterrado. Rezó no sé a quién, pero su voz era finita como el cielo. Pensé que todo lo que veía era falso. Que ella no existía. Que mi dolor no existía. Que mañana, cuando abriera los ojos, despertaría bien, repuesto. Abrí los ojos y ella, como una sombra repleta de pájaros, de rosas, de lluvia, estaba al lado mío, encima de mí como la Mala Suerte que yo era. Me tomó el glande, grité antes de tiempo, e introdujo la aguja rojiza en el orificio de mi glande. La pus rodó como flema, rodó como yema rota y rodó con el ruido de los corceles que acompañan a la muerte. Me desmayé.
Cuando desperté la ventana de la casucha se había llenado de flores y Tanni Lee estaba desnuda y me miraba. La primavera había llegado y los ruiseñores, los patirrojos, los patos, los gansos grises, los cisnes de cuello negro y las ocas del tamaño del ocaso habían regresado e inundaban con sus chillidos la orilla de los ríos blancos y de los lagos de la niebla. El ruido de las aves era inmenso. El mundo estaba orgasmando. Ella se acercó a mí vestida ahora, desnuda en los amaneceres y en los crepúsculos, y colocó la almohada detrás de mi cabeza. Me acomodó y comenzó a darme sopas. Contemplé la cuchara que temblaba entre sus dedos y que entraba y salía del plato hondo. Contemplé su mano rígida. Contemplé sus ojos infinitos como el dolor de mi glande. Tanni Lee sonreía. Era feliz, por una extraña razón que yo desconocía. Era feliz, porque pensaba que me había sacado de la muerte. Me había arrebatado de la eternidad y lo sospechaba.
La muerte, aunque el lector lo dude, posee esa extraña actitud de retrasarse, tanto como le plazca, en los actos o en las escenas de las enfermedades, de los accidentes o en los descuidos. La muerte me contemplaba impúdicamente y titubeaba con los ojos de ella. Tanni Lee me dio aquella agua que sabía a mirra. Me dio tiempo que sabía a miel. Me confundía, pero mi sistema inmunológico trabajaba como hormigas que han descubierto un gongolí o un gusano de mariposa herido en las bromelias o en los ramos de novia. No sabía entonces, estaba extraviado, si era el génesis del otoño o el principio de la primavera; no sabía si era el principio de la muerte o el génesis de la vida; si era alfa u omega. No sabía si era claroscuro. Los cirios, enormes en cada esquina de la choza-mansión, parecían sombras. Engañaban la apariencia. Mirar era inútil. Los hombres eran ciegos. Los hombres eran cretinos.
No sabía si yo moría hacia la infancia, o si nacía hacia la muerte. Estaba perturbado. Estaba solo y estaba loco. Estaba dormido. Pero a pesar de su buena voluntad, ella me dio agua que sabía a orines. Estaba amarga. La casa era tan real que parecía falsa. Me volví y sin proponérmelo tropecé con su seno que parecía una bola de chocolate. Abrí los ojos y su pezón casi rosa, casi acerbo, parecía y olía a caramelo quemado. (Afuera los caballos daban coces y pateaban contra la nieve.)
La pequeña estufa hacía crujir la madera. La estufa quemaba y consumía la noche. Me encojoné contra la cáfila de los ángeles y grité. Ella me ponía paños húmedos, andrajosos, deshilados (pesaban como toallas mojadas) en la frente. La fiebre también pesaba. Las mujeres se fueron amontonando en mi vida como el dolor o el delito, o ese olor a cebolla, ese olor profundamente erótico como si bajara del cielo, o como si subiera de las alcantarillas, que llegaba incierto de las vitrinas de París cuando el olor mismo, o yo mismo, deambulaba en lo más recóndito de la tristeza. El perfume era el olor de los Narcisos Negros, era todo el cuerpo de Tanni Lee.
Sus sobacos de araña, de nidos que se deshacían bajo el sudor o la lluvia eran todos el sentido de su cuerpo. Roto fálicamente, deshecho el semen que olía a tiza, a polén, no sabía a dónde ir. Todo ella era un vaho de rosa deshecha. Las otras mujeres, por inútiles en el amor, se habían hecho remotas. Algunas, buscaban la fama de mis alas, las más inciertas buscaban los insomnios. Las más promiscuas traficaban con mi fiebre. Innateel (lo había pronunciado alrevés), no buscaba nada. Tanni Lee había hallado. A los lejos alguien tocaba una guitarra. La mujer me daba agua. La mujer me pasaba la lengua por los labios. El agua era franca.
*****
Comí las sopas sin decir una sola palabra. Comí ciegamente, como si estuviera celebrando la eucaristía: pan negro y ajo molido; cebolla como el olor de su cuerpo y vino derramado por mis labios. Pero en mí sólo había una idea fija: quería vérmelo. Ella, sospechándolo, me quitó las sábanas. Me miré y pude ver que, a pesar de las grapas que pillaban mi prepucio y mis testículos (?!), los moretones y la sangre acumulada habían comenzado a desaparecer. Lucía horrible, pero estaba mejorando. La fiebre había desaparecido. El olor de la muerte se había extinguido. Los caballos rucios ya no se veían. Sólo los lobos rondaban las noches.
Sólo pude hacer una pregunta:
---¿Funciona?
Su sonrisa fue la mejor contestación que pude recibir. Era hermosa como una clematis lila al medio día de la primavera. Era hermosa como la brevedad del mundo. Traté de levantarme, pero titubeé. Las rodillas me fallaban. Las alas me pesaban una inmensidad. Ella me volvió a ayudar y me colocó en la única mecedora que había en la casa. La estufa estaba encendida, porque las lluvias de la primavera arreciaban y la explosión inmisericorde del polen se colaba por las grietas de la casucha. Pese a todo, la casa era cálida y agradable. La casa no participaba del cielo.
Me puse de pie y ella me ayudó para que las alas no me aplastaran. Me sentó al borde de la cama y me puso unos zapatos blancos que parecían de muchacha.
---Son mis tenis--dijo.
No entendí, pero se lo agradecí. No sabía qué día era ni en qué año de la eternidad me hallaba. Todavía estaba ido. El porvenir no había llegado. El viento cesó y la casa se tornó calurosa. Ella se quitó nuevamente la blusa y me mostró sus senos.
---¡Debes beber!
Me guiñó un ojo y me colocó maliciosamente el seno en los labios. Bebí, traté de beber, y comí el mejor de los manjares. Sabía a suero, sabía a guanábana. Cuando abrí los ojos la luna se estaba levantando entre los pinos. Estaba erotizado y sentía que mi falo funcionaba. Ella me dio un tremendo y prolongado abrazo que me emocionó. Lo sintió. Era un milagro. Me dio su mochila y me besó entre los ojos. Me dirigió hacia la puerta de la casucha y me permitió sentir mi tristeza. Estaba derramado. Me dio dos monedas de oro y me contempló alejarme entre los árboles.
Me volví y contemplé sus senos. Sería de ella para siempre. Sería de ella como un vagabundo. La mujer que había interrumpido la muerte sería mi Hermes.
---¿Cómo te llamas?
Sonrió.
*****
11 d’enero del 2009
Puerto Rico
________El ángel y Tanni Lee________
“Pensaba en los misterios de la
letra escrita.”
Alejo Carpentier
Alejo Carpentier
“El ángel era el único que no
participaba de su propio
acontecimiento.”
G. García Márquez
G. García Márquez
“Fui al ángel, diciéndole que me
diese el [cuentito]. Y él me dijo:
Toma [el cuentito], y cómelo; y te
amargará el vientre, pero en tu boca
será dulce como la miel.”
Apocalipsis 10: 9.
Apocalipsis 10: 9.
Venía erecto. Era casi un monje y el sol me achicharraba los ojos. Tenía eclipses de Dios en la mirada y no sabía qué hacer, o hacia dónde ir. De momento tropecé y caí como al principio del tiempo. Mis alas salieron volando contra los troncos de los árboles. Caí como caen los héroes y sentí que mi falo pegaba contra el asfalto. Sentí que se me quebraba el alma de Dios. Quedé bocabajo adolorido, porque tenía miedo de mirarme. Los dolores, como al final del mundo--los relojes comenzaba a sonar--no me dejaban ver. Estaba ciego y se me salían las lágrimas. Orgasmaba; se me salía la noche, los insomnios y el semen como esa agua de molino antiguo, como esa lluvia molida, o como esa cosa asquerosa que los hombres llaman pega.
Lloré. El dolor era insoportable. Oí los pasos luminosos de una muchacha que caminaba descalza entre las hojas. Me vio, se me acercaba, la presentí en la oscuridad del mundo y olí precisamente cuando se detenía a mi lado. Contempló mi toga y la sangre que manaba debajo de mi cuerpo maltratado. Se acercó más, casi hasta olerme, como si se moviera dormida, pero estaba despierta. Me llamó con aquella voz que nunca olvidaré. Su voz era un símbolo o un simulacro como la risa. Pero ella, a pesar de mi dolor, se movía sonámbulamente contra las sombras de los robles híbridos. Sentí, oí, olí que me tocaba, que me hurgaba o me registraba para robarme (¿el alma?). No hablaba, pero oía todo lo que pensaba. Me volvió a tocar y me despertó de la agonía. El dolor de mi falo roto me había adormecido y me hacía sentir que todo era falso.
---¿Cómo te llamas?--me preguntó secándome las lágrimas.
---Me llamo Exótico.
La muchacha se rió. Me volteó o trató de voltearme y se tapó la boca como si estuviera viendo a Dios. Estaba asustada. Tenía miedo. Lo pánico se había apropiado de su cuerpo y no sabía qué hacer. Titubeaba. En el desconcierto que la embargaba se parecía a mí.
El tiempo corría frenéticamente y ella, hipnotizada, no dejaba de mirarme. Entonces pensó, porque no sabía y no quería hablar de ello: “¡Está roto!” Me miré y estaba desgarrado como un trapo, o como un manto que cubriera la mesa de la comunión. Ella, con ese recoveco maternal que poseen las mujeres, se apiadó de mí. Me ayudó a levantarme del suelo, del silencio y de la soledad, porque yo (qué extraño era decir “yo”) había caído en medio del campo y nadie nos había visto. Mi caída era todo un secreto. El dolor que me consumía me había detenido y había detenido oscuramente el mundo. Me lo aguanté con las dos manos para que no terminara de romperse, o para que no acabara de desgarrarse. Tenía miedo de verlo caer contra el suelo como un cáliz de cristal de roca. Pero ella tomó las alas que parecían pencas de palmas podridas y que daban la impresión de haber sido halladas o traídas de los oasis más próximos.
Caminamos en silencio. Caminamos despacio para que yo no pudiera tropezar de nuevo. La noche nos había alcanzado extraordinaria y brevemente y al fondo (¿al amanecer?) yacía una casucha verde. Hacía frío y la muchacha pretendió apresurar el tiempo mientras yo sudaba y se me salían los mocos de tanto dolor y de ese frío que me calaba los huesos y me calaba el falo que continuaba sangrando.
Trataba de no pensar en las grietas que habían sobre la sombra azulada y café de mi glande. Pero no sabía aún cómo darle las gracias a la desconocida que me arrastraba como a un macho cabrío al que se le ha de cortar la yugular para las fiestas de la Pascua. Ella, con su mano desocupada, me limpiaba las lágrimas, los mocos y me limpiaba las gotitas de sangre que se filtraban, que caían del orificio maltrecho, obstruido y cerrado de la cabeza de iguana de mi pene.
Llegamos a la puerta y empujó la noche para que todo fuera posible. Entramos. No hablaba y me colocó en la cama de paja como si yo fuera un paquete y comenzó a poner paños blancos en el agua de una cacerolita de cobre que comenzaba a hervir. Creo que había pasado o sucedido una noche. Cuando desperté estaba totalmente desnudo. Estaba pálido sobre aquel montón de sábanas que me cubrían y me lastimaban al menor movimiento. Pero ella (¿cómo se llamaba?) me había colocado de lado para que las grietas de mi falo no se rompieran, no se hicieran arena (el viento soplaba del norte) o no se hicieran cenizas. El cenicero estaba lleno de semen seco y ella estaba desnuda. Sus senos eran redondos, luminosos e irreales. Nunca antes había visto la belleza del absurdo. (Dios era increíble.)
Traté de incorporarme y ella vino corriendo, flotando, creo que levitaba, y metiendo sus manos en mi cuerpo me tomó por los sobacos y no permitió que volviera a caer. Me incorporó casi con voluntad de varón y me recostó sobre las almohadas. Contemplé las ventanas y entendí que nevaba y que la muerte se había detenido en los caminos desiertos. La mujer…
---¿Cómo te llamas?
---Me llamo Tanni Lee.
La mujer me volvió a sostener.
Incorporándome casi contra la ternura y la delicadeza de la mujer, traté de observarme. Me lo volví a mirar después de muchos días de oscuridad, me lo registré y pude comprobar que estaba entablillado. Estaba vendado todavía, a pesar de que la luna corría entre los pinos uno detrás del otro. Cuando lo tomé entre los dedos pude observar que estaba cosido y que también, para horror mío, estaba grapado. Me desmayé. Luego supe que ella no me había dejado caer. Sus brazos eran como dos maderos de astillas. Y que mientras me sacaba las espinas de madera también me había cosido, secado y reparado las alas noche tras noche. Lo más que me inquietaba y me asombraba de ella era su paciencia. Poseía la paciencia de los muertos. Poseía la paciencia de un asesino.
Los días habían pasado brevemente como la eternidad. Hablábamos de sus deseos, de sus miedos, pero Tanni Lee no acababa de vestirse. Siempre yacía desnuda. Y su cuerpo de aceituna madura, lo mismo que su erizo lleno de diminutos pecesitos, iluminaba la noche y oscurecía los días. Me sobaba con hojas muertas y trataba de que mi falo de Carisma (ella decía que ese era mi nombre secreto), angosto, afilado como una vela inédita, pudiera enderezarse. Yo, impávido, callaba y ella, tocándome la frente, sintiendo la fiebre, rozándome la cara con su seno, rezaba por mí. Yo soñaba. El dolor era tan bestial que todo mi cuerpo se había convertido en un ensueño.
Llovía. Creo, creía, estoy totalmente seguro de que la primavera se acercaba y ella sonreía como cierta. Ella estaba quitándome con sus manos pequeñas, delicadas y mágicas las tablillas de bacalao de mi falo. El olor de las tablillitas chinas olía a sándalo.
---¡Te curas!--dijo.
Pero no lo creía. No podía ser cierto, porque el dolor proseguía ahí como la mordida de un chaw-chaw. Todavía, en las noches más oscuras, oía mi grito rodar por los universos paralelos. Y supuse, es inútil, suponer, que Dios me la había dado como un regalo. Dios era una enfermera erótica que me pasaba la lengua por los ojos y que me cantaba baladas orientales. A veces era negra, a veces era rubia y a veces era pelirroja como un gnomo que subiera del Seol. A veces me hablaba en hebreo, a veces en griego antiguo y a veces me hablaba con el lenguaje de Dios. Yo entendía muy poco. Casi no entendía nada del latín pero, aun así, proseguía sanando.
Un día amanecí amarrado y totalmente desnudo. Ella se había vestido de negro. Tenía luto y había colocado una pequeña cacerolita en la estufa de carbón o de madera en donde calentaba una aguja que comenzaba a ponerse rojiza. Sus manos temblaban, pero más temblaba yo desde el momento en que sospeché lo que se proponía. Me miró con los ojos grises, acuosos y sucios de los muertos o de los asesinos, pero su voz estaba quebrada; vibraba.
---Tengo que limpiarte--dijo, y sentí que la tierra, el tiempo mismo, todos los sueños que los hombres llaman la apariencia, todo, inclusive Dios mismo, tembló como si fuera posible. ---¡Tengo que destaparte!
La aguja temblaba en su mano. Me moví desesperadamente, pero ella cantaba y lloraba. Entonces se sentó sobre mí, me aplastó el bajo vientre, me aplastó la vejiga y agarró el pene como si fuera el cuello de un pavo real. Estaba aterrado. Rezó no sé a quién, pero su voz era finita como el cielo. Pensé que todo lo que veía era falso. Que ella no existía. Que mi dolor no existía. Que mañana, cuando abriera los ojos, despertaría bien, repuesto. Abrí los ojos y ella, como una sombra repleta de pájaros, de rosas, de lluvia, estaba al lado mío, encima de mí como la Mala Suerte que yo era. Me tomó el glande, grité antes de tiempo, e introdujo la aguja rojiza en el orificio de mi glande. La pus rodó como flema, rodó como yema rota y rodó con el ruido de los corceles que acompañan a la muerte. Me desmayé.
Cuando desperté la ventana de la casucha se había llenado de flores y Tanni Lee estaba desnuda y me miraba. La primavera había llegado y los ruiseñores, los patirrojos, los patos, los gansos grises, los cisnes de cuello negro y las ocas del tamaño del ocaso habían regresado e inundaban con sus chillidos la orilla de los ríos blancos y de los lagos de la niebla. El ruido de las aves era inmenso. El mundo estaba orgasmando. Ella se acercó a mí vestida ahora, desnuda en los amaneceres y en los crepúsculos, y colocó la almohada detrás de mi cabeza. Me acomodó y comenzó a darme sopas. Contemplé la cuchara que temblaba entre sus dedos y que entraba y salía del plato hondo. Contemplé su mano rígida. Contemplé sus ojos infinitos como el dolor de mi glande. Tanni Lee sonreía. Era feliz, por una extraña razón que yo desconocía. Era feliz, porque pensaba que me había sacado de la muerte. Me había arrebatado de la eternidad y lo sospechaba.
La muerte, aunque el lector lo dude, posee esa extraña actitud de retrasarse, tanto como le plazca, en los actos o en las escenas de las enfermedades, de los accidentes o en los descuidos. La muerte me contemplaba impúdicamente y titubeaba con los ojos de ella. Tanni Lee me dio aquella agua que sabía a mirra. Me dio tiempo que sabía a miel. Me confundía, pero mi sistema inmunológico trabajaba como hormigas que han descubierto un gongolí o un gusano de mariposa herido en las bromelias o en los ramos de novia. No sabía entonces, estaba extraviado, si era el génesis del otoño o el principio de la primavera; no sabía si era el principio de la muerte o el génesis de la vida; si era alfa u omega. No sabía si era claroscuro. Los cirios, enormes en cada esquina de la choza-mansión, parecían sombras. Engañaban la apariencia. Mirar era inútil. Los hombres eran ciegos. Los hombres eran cretinos.
No sabía si yo moría hacia la infancia, o si nacía hacia la muerte. Estaba perturbado. Estaba solo y estaba loco. Estaba dormido. Pero a pesar de su buena voluntad, ella me dio agua que sabía a orines. Estaba amarga. La casa era tan real que parecía falsa. Me volví y sin proponérmelo tropecé con su seno que parecía una bola de chocolate. Abrí los ojos y su pezón casi rosa, casi acerbo, parecía y olía a caramelo quemado. (Afuera los caballos daban coces y pateaban contra la nieve.)
La pequeña estufa hacía crujir la madera. La estufa quemaba y consumía la noche. Me encojoné contra la cáfila de los ángeles y grité. Ella me ponía paños húmedos, andrajosos, deshilados (pesaban como toallas mojadas) en la frente. La fiebre también pesaba. Las mujeres se fueron amontonando en mi vida como el dolor o el delito, o ese olor a cebolla, ese olor profundamente erótico como si bajara del cielo, o como si subiera de las alcantarillas, que llegaba incierto de las vitrinas de París cuando el olor mismo, o yo mismo, deambulaba en lo más recóndito de la tristeza. El perfume era el olor de los Narcisos Negros, era todo el cuerpo de Tanni Lee.
Sus sobacos de araña, de nidos que se deshacían bajo el sudor o la lluvia eran todos el sentido de su cuerpo. Roto fálicamente, deshecho el semen que olía a tiza, a polén, no sabía a dónde ir. Todo ella era un vaho de rosa deshecha. Las otras mujeres, por inútiles en el amor, se habían hecho remotas. Algunas, buscaban la fama de mis alas, las más inciertas buscaban los insomnios. Las más promiscuas traficaban con mi fiebre. Innateel (lo había pronunciado alrevés), no buscaba nada. Tanni Lee había hallado. A los lejos alguien tocaba una guitarra. La mujer me daba agua. La mujer me pasaba la lengua por los labios. El agua era franca.
*****
Comí las sopas sin decir una sola palabra. Comí ciegamente, como si estuviera celebrando la eucaristía: pan negro y ajo molido; cebolla como el olor de su cuerpo y vino derramado por mis labios. Pero en mí sólo había una idea fija: quería vérmelo. Ella, sospechándolo, me quitó las sábanas. Me miré y pude ver que, a pesar de las grapas que pillaban mi prepucio y mis testículos (?!), los moretones y la sangre acumulada habían comenzado a desaparecer. Lucía horrible, pero estaba mejorando. La fiebre había desaparecido. El olor de la muerte se había extinguido. Los caballos rucios ya no se veían. Sólo los lobos rondaban las noches.
Sólo pude hacer una pregunta:
---¿Funciona?
Su sonrisa fue la mejor contestación que pude recibir. Era hermosa como una clematis lila al medio día de la primavera. Era hermosa como la brevedad del mundo. Traté de levantarme, pero titubeé. Las rodillas me fallaban. Las alas me pesaban una inmensidad. Ella me volvió a ayudar y me colocó en la única mecedora que había en la casa. La estufa estaba encendida, porque las lluvias de la primavera arreciaban y la explosión inmisericorde del polen se colaba por las grietas de la casucha. Pese a todo, la casa era cálida y agradable. La casa no participaba del cielo.
Me puse de pie y ella me ayudó para que las alas no me aplastaran. Me sentó al borde de la cama y me puso unos zapatos blancos que parecían de muchacha.
---Son mis tenis--dijo.
No entendí, pero se lo agradecí. No sabía qué día era ni en qué año de la eternidad me hallaba. Todavía estaba ido. El porvenir no había llegado. El viento cesó y la casa se tornó calurosa. Ella se quitó nuevamente la blusa y me mostró sus senos.
---¡Debes beber!
Me guiñó un ojo y me colocó maliciosamente el seno en los labios. Bebí, traté de beber, y comí el mejor de los manjares. Sabía a suero, sabía a guanábana. Cuando abrí los ojos la luna se estaba levantando entre los pinos. Estaba erotizado y sentía que mi falo funcionaba. Ella me dio un tremendo y prolongado abrazo que me emocionó. Lo sintió. Era un milagro. Me dio su mochila y me besó entre los ojos. Me dirigió hacia la puerta de la casucha y me permitió sentir mi tristeza. Estaba derramado. Me dio dos monedas de oro y me contempló alejarme entre los árboles.
Me volví y contemplé sus senos. Sería de ella para siempre. Sería de ella como un vagabundo. La mujer que había interrumpido la muerte sería mi Hermes.
---¿Cómo te llamas?
Sonrió.
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11 d’enero del 2009
Puerto Rico
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