Puente de Maracaibo
LA PILA 21 DEL
PUENTE
DE MARACAIBO Y EL
GATO NEGRO.
«La
muerte es una quimera: porque mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando
existe la muerte, ya no existo yo»EPICURO DE SAMOS
Por:
GREGORIO RIVEROS
En el kiosco de la esquina, leí en un periódico el
titular de una noticia: «TAXISTA SE LANZA DE LA PILA 21 DEL PUENTE
DEL LAGO DE MARACAIBO». Esta noticia
me recordó a mi padre quien también se lanzó de la Pila 21. Ese día que mi
padre se lanzó, yo estaba ahí, y toqué con mis manos la calurosa Pila 21. Había
una suave brisa que traía un olor intenso a pescado y a lemna. No sé por qué,
ese día me sentí sumergido en el cuerpo de mi padre como en un remolino frío,
inerme, en las turbias y bravías aguas del lago. Pero él se hundió, y yo me
quedé parado en el puente, mirando su ausencia en las profundidades de las
aguas. Nos separaban tan solo 50 metros. Era una simple distancia mortal.
Mi padre decidió lanzarse de la Pila 21. Pienso que
todos los que deciden lanzarse, ya conocen el significado de la pila. Se
informan muy bien, saben que ninguno de los cuatrocientos (hombres y mujeres)
que se han lanzado, nadie ha fallado. Nadie ha sobrevivido. Pero los vecinos de
Santa Ritay San Francisco, dicen que «sí hubo un sobreviviente»
de esa mortal caída libre. Que ha sobrevivido únicamente: «un gato negro».
Yo fui quien llevó a mi padre hasta el puente. Se
bajó de mi vehículo y se lanzó desde la Pila 21. Por eso, por la muerte de mi
padre, me interesaba leer la noticia del taxista suicida. Compré un periódico,
y me fui al cafetín del Centro Cultural «Rafael María Baralt». Pedí una
taza de café y lo bebí con mucha calma. De verdad, no quise leer nada del
periódico. Me puse a mirar a unos obreros que hacían unos retoques de pintura
en la fachada principal del Teatro que estaba diagonal a la Plaza Bolívar. Así
estuve un rato, mirando pasar carros, motos, caminantes y trabajadores de la
calle. También miré hacia la torre del «Banco de Venezuela», porque al
lado, estaba ubicado mi apartamento. Estaba en pleno centro de la ciudad. El
cafetín y el edificio de mi apartamento los separaba solamente la Plaza
Bolívar.
Me bebí el café. Salí. Caminé y atravesé la plaza
con pasos tranquilos y seguros.
Al abrir el apartamento, oí unos quejidos. Hice un
cuidadoso silencio y seguí escuchando. Eran quejidos suaves, pero agitados y
sensuales. Abrí la puerta de mi habitación y estaba mi esposa desnuda en la
cama haciendo el amor con mi propio hermano. Sentí rabia y desesperación, me
temblaban las piernas. Pensé en matarlos. Mi mujer soltó una mirada de piedad.
Su rostro estaba pálido. Comenzó a llorar y a jipiar sin dejar de mirarme. Me
dijo con una voz quejumbrosa que la entendiera, que me iba a explicar todo.
A su lado (junto a ella), estaba mi hermano sentado
en la cama desnudo y asustado. Pero rápido me volvió la idea de matarlos. Me
sentí ofendido. No aceptaba ninguna explicación. La habitación tenía un aire
pesado para soportarlos vivos. Solo se oía el llanto quejumbroso de mi mujer.
Al fin, hice lo que tenía que hacer. Cerré las puertas y salí rápido del apartamento.
Crucé la Plaza y volví al cafetín. Aún sostenía el
periódico que temblaba en mis manos. Yo era el psiquiatra de tantos pacientes,
y ahora me tocaba ser un paciente, asustado, angustiado y deprimido. Yo mismo
no podía encontrar el sosiego. Sabía que necesitaba ayuda. Me senté. Pedí otro
café y llamé a un amigo, un colega psiquiatra. Sabía que lo necesitaba y le
manifesté mi urgencia en verlo. Comencé a esperarlo, y en la espera, fue cuando
me atrapó la idea del suicidio. En el fondo, no quería repetir la misma
tragedia de mi padre que se quitó la vida por despecho porque mi «madrastra»
lo abandonó por otro.
Para evitar pensar en mi suicidio, preferí leer el
periódico, pero ahí estaba la historia del taxista. Tenía un titular muy
triste: «TAXISTA SE LANZA DE LA PILA 21 DEL PUENTE DEL LAGO DE MARACAIBO» .
Creí por un momento que estaría seguro y tranquilo
en el cafetín leyendo el periódico y tomando café, y después, todos mis
sentidos se arreglarían. Pero el ambiente se puso muy extraño: el
taxista-suicida era «Gerardo Rivas», me resultaba conocido, era un
paciente mío del psiquiátrico donde yo trabajaba. Esa cercanía con el suicida
de la Pila 21 me puso más intranquilo.
Para completar el desequilibrio de mis nervios, de
repente un gato negro se subió y pasó corriendo sobre mi mesa y derramó
la taza de café. Al pasar, pude percibir en sus ojos una mirada de oscuras
premoniciones. Eran extrañas coincidencias; yo no creía en esos cuentos de
espantos y fantasmas. Pero estaban ocurriendo. Aún así, no quería creer en
supersticiones. Insistí en no pensar nada malo. Aunque ese gato tenía un
parecido al gato que vi cuando mi padre se lanzó de la Pila 21.
Me quedé buscando la calma y seguí leyendo la
historia del taxista. Pero me temblaban las manos. Mi amigo el psiquiatra no
aparecía y mi celular comenzó a repicar, pensé que era él, y cuando miré la
pantalla del teléfono, era mi esposa quien llamaba y lo apagué. Seguí la
espera, tenía la sensación y certeza que mi amigo llegaría tarde o temprano.
Retomé la lectura. El periódico repetía lo que yo
conocía: «que los que se lanzan de la Pila 21 no se salvan». En todo
caso, dice lo mismo: que ha sido «un gato negro el único sobreviviente»
y que los vecinos creen que todavía «desanda».
Afirma el periódico que: «Hace varios años, el
día 24 de agosto de 1962, día de la inauguración del puente del Lago de Maracaibo, a las pocas horas de inaugurado, un grupo
de muchachos ociosos que parrandeaban y transitaban por el puente, lanzaron un
gato negro desde la Pila 21. Hay quienes vieron nadar al gato hasta la orilla
del lago, y otros dicen que se ahogó. Lo más extraño, después de lo acontecido,
ocurre que cuando alguien se lanza desde la Pila 21, y se hunde en las turbias
y mortales aguas del lago, ven que aparece un gato negro nadando en las
cercanías de la Pila; y se distingue mejor cuando desanda en la oscuridad de la
noche con sus ojos rojizos y destellantes››.
Mi amigo no llega. Entonces, prendo el teléfono y
veo en el registro de llamadas, todas las llamadas fallidas de mi esposa. Llamé
a mi amigo y escuché un mensaje automático de la contestadora. Pedí otra taza
de café. Vuelvo a llamar y ni siquiera repica. Se me acerca muy amable el dueño
del cafetín, el señor «Aguirre», y me sirve la taza de café, y me
pregunta: «si me está pasando algo malo». Le contesto que no, que no
pasa nada, que estoy bien. Insiste:
‹‹Cualquier cosa, doctor, estoy a la orden››.
Le di las gracias.
Apenas me bebí un sorbo de café y comencé
nuevamente a pensar en la muerte de mi padre. Ese día lo recuerdo muy claro:
toqué con mis manos sudorosas la Pila 21, yo estaba impresionado y muy
asustado, me temblaba el cuerpo, sabía que tocaba la puerta infalible de las
profundidades infinitas del vacío.
El desaliento cambió mi semblante al presumir que
mi amigo no iba a llegar. Apagué definitivamente el teléfono. Y mi mujer daba
vueltas y vueltas en mis pensamientos. En ese momento comprendí que la amaba
profundamente. Aquí pude sentir con más intensidad que la amaba muchísimo; pero
no sé por qué, también se intensificó el deseo de lanzarme de la Pila 21.
La noticia del taxista «Gerardo Rivas»
afirmaba que «se suicidó por amor». El periodista que redactó la
información, incluyó como epitafio un pensamiento del poeta Cesare
Pavese, para darle un sentido al suicidio por amor. Era un pensamiento que
también asustaba y ponía los pelos de punta. Decía el epitafio: «Uno
no se mata por el amor de una mujer. Uno se mata porque un amor, cualquier
amor, nos revela nuestra desnudez, nuestra miseria, nuestro desamparo, la nada».
Tomé un largo sorbo de café y agravé más la
situación porque me bebí dos pastillas: un rivotril y un lexotanil. Era
una combinación peligrosa. Estaba confundido, no me servía para nada la
psiquiatría y pensé que quizás no era tan mala la idea de quitarme la vida.
Las ganas del suicidio se me afincaron más duro. Se
avivó un terrible y doloroso instante de confusión y amargura: mi mujer no me
amaba y se acostaba con mi hermano; además, me perseguía el agobiante recuerdo
de mi padre y aquél día de su muerte en la Pila 21.
El día que mi padre murió, yo no sabía nada de sus
planes, no sabía que tenía previsto lanzarse de la Pila 21. Ese día llegamos al
puente y había una inmensa cola por un accidente de tránsito. No estaba
restringido el paso, pero la circulación era demasiado lenta y se paralizaba a
cada rato. De pronto, mi padre se bajó de mi vehículo y corrió hasta el borde
de la pila 21 y se lanzó.
Recordar ese día es revivir su muerte. Nunca me
quité de encima esos recuerdos, aunque su muerte no fue mi culpa. Hay muertes
que pesan en la conciencia sin que seamos los victimarios, porque hay una
frontera invisible que se afinca con algún sentimiento de culpa y nos involucra
en algún espejismo y nos hace creer que esos muertos salieron de nuestras
propias manos.
Es como volver al mismo lugar y mirar el vuelo
rasante de las aves sobre las aguas del lago. Tal vez siempre hice un juego
peligroso con el recuerdo suicida de mi padre y lo utilicé para simular mi
propia muerte; o tal vez, ahora estoy buscando un espacio fantástico para
llamar o distraer la atención, o conseguir un gesto, un gesto de piedad, una
mirada, unas palabras de lástima o consolación. La cruda verdad, me avergonzaba
de mis actos miserables, porque mi corazón estaba degradado como un mendigo de
afectos en procura de una mirada piadosa y un poquito de amor.
Ahora me tocaba vivir la realidad y estaba casi
seguro que tenía que llegar a la Pila 21. Las aguas del lago redimirían mis
penas. Aunque por momentos sentía chispazos de lucidez que me apartaban de la
pila. Era un sentimiento afectivo y moral que me llegaba de la infancia
como una advertencia muy repetida por mi madre «Rosa Solarte» afirmando
que: «los suicidas no ven el rostro de Dios y van derecho al infierno».
Pero ya ni eso me daba miedo. Y así estuve un buen rato. Pensando en mi amigo
(el psiquiatra que no llegaba) y mi mujer desnuda balanceándose y estremecida
en los brazos de ‹‹mi hermano››.
Volví a llamar a mi amigo y no respondía. Pedí un
tercer café, le di un largo sorbo. Seguí leyendo el periódico:
«Qué valentía tienen las personas que llegan hasta
la Pila 21. Qué fuerza de voluntad los motiva. ¿Planifican su muerte? Por qué
tiene que ser la Pila 21 y lanzarse desde el canal que va desde Maracaibo hacia
la . ¿Por qué planificar tanto? Será que saben,
que cuando se lanzan en horas de la mañana flotan más rápido; sabrán que los
suicidas matutinos flotan por los lados de las riberas del Bajo, o la Cañada de
Urdaneta. Y los suicidas vespertinos (los que se lanzan en horas de la tarde)
demoran hasta cinco días para flotar y sus cuerpos pueden llegar hasta las
orillas de . ¿Son valientes ? ¿Son cobardes?»
El redactor de la nota periodística se hacía las
mismas preguntas que yo, sobre la valentía o cobardía de los que se lanzan de
la Pila 21. Pero yo sigo aquí, sin respuestas. Al final, creo que se toma la
decisión y listo. Cuando uno se va a suicidar parece que no hay muchas
preguntas: se toma la decisión, nos matamos y punto.
Aún me tiemblan las manos y las piernas porque
quizás no nací para morir en la Pila 21. Eso me asusta bastante. Por eso,
pensé, en tener un miedo más leve; era mejor si «me bebía unas cervezas y
ahí decidía». No era ni mala la idea: unas cervezas y unas pastillas más.
Salí del café, miré al cielo y había un sol
inclemente. Comencé a sudar sin parar. Fui al estacionamiento para sacar mi
vehículo, y me fui para la calle Carabobo.
Entré al bar ‹‹El Palmarejo». Me atendió un
buen amigo (Mario) que parecía más actor de circo que mesero, era
también muy agradable y diligente, me traía rápido las cervezas que hacían
explosiones en mi estómago y repotenciaban las pastillas. Bebí más de una
docena de cervezas. Salí del bar. Caminé por la calle Carabobo. Al final
de la calle, ya no hubo más distancias entre las cosas y los caminos: había
emprendido un largo viaje inacabado.
A pesar de la ciudad muy caliente, me senté en una
calle sin nombre, cercana al Centrodearte «Lía Bermúdez». Todo sucedió
tan rápido. Las pastillas y las cervezas comenzaron a traer recuerdos lejanos:
mis padres, la casa vieja de la infancia, mis amigos del ayer, las botellas,
los cigarrillos, gritos, música, los bares, los muertos, y un olor a flores
silvestres con exuberante olor a café de amargo velorio. También pasaba mi
ciudad, como la más elegante y amada de mis novias, caminando con distinción y
pomposa majestad.
Todos pasaban y se despedían como de un cuerpo
moribundo y fúnebre.
Era una marcha sin fijación de lugares, ni
cercanos, ni lejanos. Eran recuerdos como de un naufragio: un viaje a la
deriva. Así desfilaban apurados por mis pensamientos, amigos de la niñez, mi
facultad de medicina, poetas, libros, profesores, profesoras, mi psiquiátrico,
locos, locas, heterosexuales, homosexuales y bisexuales. También pasaba mi tía
«Bárbara Portillo»; sin faltar su hija, mi prima «Dévora Encarnación»
con sus primeros besos y sus tetas peladas como virginales duraznos dulces y
tiernos. Ella, «Dévora Encarnación» fue mi primera novia y luego sería
mi esposa.
Me sentía muy borracho. Pero pude ubicarme más
adelante, en el callejón de “Los Miaos››. Ahí me detuve, y por un
momento caí al piso, donde brotaban ráfagas de calor de las entrañas de la
tierra. Así consolidaba con mi borrachera una peligrosa trocha hacia la Pila
21.
Había conformado la certeza de morir por mi propia
voluntad como un derecho que me asiste. Es una decisión que podía tomar cuando
quisiera. Nadie está obligado a quedarse a vivir en el mundo cuando considere y
decida que ya la vida se ha vuelto tan indigna que no merece ser vivida.
Así dispuse mi viaje, y mi vehículo siguió la ruta
hacia la Pila 21.
Ahí estaba parado, justo en la entrada del puente.
Seguí hasta llegar a la Pila 21. Tenía pocos minutos antes que llegara la
Guardia Nacional. Me bajé y caminé hasta la orilla de la carretera; la gente
miraba, se fueron parando los carros y comenzó una cola inmensa. Se paralizó el
tránsito. Nadie se me acercaba.
Pero un chofer de un bus que estaba allí mirando,
me gritó:
«No hagáis eso Mijo, no hagáis eso. Salí de ahí…»
Yo no miraba a nadie. No hablaba. No quería
escuchar nada, más bien todo se empeoraba, porque los amenazaba con acercarme
más al extremo del puente.
Alguien conocido, tal vez alguno de mis pacientes,
me llamó con título y apellido:
« ¡Doctor Portillo!!»
Aquél grito de alguien me impactó. Volví en sí,
pero era demasiado tarde, porque toda mi realidad era envolvente: la historia
amorosa de mi esposa infiel y también el suicidio de mi padre. Todo se
amontonaba sacudiendo la borrachera de las neuronas. Pero recordé algunas cosas
del pasado, la infancia, los amigos, la casa campestre y los animales. También
recordé a Rosa Solarte (mi respetada madre).
Las cervezas revueltas con las pastillas
recrudecieron los recuerdos alucinantes. Un sudor copioso cubría mi rostro.
Miraba a mi mujer revolcada en mis pensamientos, desnuda y estremecida en los
brazos de mi hermano. Sentía un filoso puñal traicionero que traspasaba mi
pecho.
El calor y los efectos de las cervezas con las
pastillas me hicieron alucinar y fantasear de verdad: escuchaba gritos y voces
que venían de lejos. Eran los gritos de un ser muy apreciado. Esos gritos
desesperados y recurrentes, se metieron en el remolino tormentoso de mis
pensamientos:
«Ruuuua…ruuua... ¡Mariquito! ... ruuua… ».
Era ‹‹Marisela››, la lora de la infancia, la
mascota de mi mamá que no paraba sus gritos alucinantes. Hacía heroico y
valerosos intentos por salvarme. La lora estaba como loca dando alaridos,
quería distraerme, gritaba y gritaba. Hasta que logró paralizarme. Para ese
momento, me senté en la orilla de la Pila 21. Y en un rápido instante, todo
había cesado, había desistido de saltar.
Sentado en la orilla del puente recordé a mi madre
(Rosa Solarte) cuando en la casa de la infancia le daba comida a «Marisela».
Comía pan y vino para que hablara bastante. Era muy conocida en el vecindario.
No paraba de gritar y llamar a la gente con palabrotas comunes y groseras. Ella
era como parte de la familia.
Nunca olvidaron el día cuando se marchó para
siempre. El hogar fue un desmadre; fue una loquera. Ese día «Marisela»
después de comer, quiso reposar, y se acomodó en el comedero del burro, un
fresco pastizal verde y tierno que no daba oportunidad al mismo burro para
diferenciar entre el verdor del pasto y el verdusco plumaje de la lora. El
burro se la comió y la casa se llenó de una larga y profunda tristeza.
Por eso «Marisela» estaba aquí en mis
pensamientos, aquí en la Pila 21. Pero no había nada que hacer, volvieron las
ganas de lanzarme. Estaba decidido a caer en las turbias aguas del lago. Y de
pronto, un Guardia Nacional llegó y me agarró. Me sentí muy desolado y
triste. Me sentí perdido; pero al fin, estaba a salvo. No sé si tranquilo, o
simulaba estar tranquilo. No me resistía para nada. No intentaba hacer ningún
movimiento para soltarme.
Los
curiosos que estaban en el puente aplaudieron al Guardia Nacional; y uno
de los curiosos, soltó un grito:
«
¡Lo salvó Dios! ¡Bendito sea Dios!»
Una
mujer, también gritó:
«
¡El Ángel de la Guarda, lo salvó!»
Eso
fue lo que escuché y es lo último que recuerdo antes de soltarme de las manos
del Guardia Nacional.
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