Miren Eukene Liezeaga, País Vasco, España
El supermercado.
El supermercado estaba en el cenit de su ambiente, el más destellante de anuncios y ofertas situados en todas las esquinas de las calles, donde vivían los productos ofertados. Al son de la amable e impersonal voz que proclamaba las bendiciones más recomendadas para la compra, paseaban con su carrito decenas de personas fieles al ritual social de visitar la gran superficie el fin de semana. Actividad integrada en la cultura popular, y hasta imprescindible para muchos, que acorde a su ritmo de vida eran los únicos momentos libres que el trabajo les concedía para avituallarse de lo necesario y también de lo prescindible para toda la semana. Una ciudad dentro de la ciudad, superpoblada en días de ocio, donde también los carritos, parecían pedir perdón al chocar unos contra los otros.
En el gran templo de la sociedad de consumo, no existen las diferencias de estatus social, razas, o diferencias morales, es el dinero lo que los une. Allí todos son bienvenidos, bienvenidos al trueque de productos a cambio de dinero. Para eso no se necesitan credenciales, sólo un monedero, a ser posible que entre bien lleno, cuanto más lleno mejor, y salga vacío.
Pero el supermercado, a pesar de su anónima función consumista, no puede evitar que todas las personas que por allí circulan tengan su propia identidad, sus vivencias únicas, merecedoras de que en su honor, se escriban historias. Y es precisamente lo que está a punto de suceder ahora.
Imagínense un zoom de cámara que se acerca, desde una distancia que capta todo el supermercado y donde las personas parecen hormigas en movimiento, hasta centrarse en una hilera de productos, por ejemplo el de los chocolates, y las personas concretas, que ahora mismo, están ahí.
Aquí comienza nuestro relato.
Una mujer sola, aunque se la puede llamar solitaria, ya que evoca, no sé porqué, un sentimiento de soledad. ¿Será porque esconde sus ojos tras unas gafas de sol? Resulta inusual, en un espacio más que iluminado, aunque el hecho pueda tener explicaciones lógicas que lo justifiquen. Algún trastorno ocular sería lo más sensato. Un enfoque más morboso, influencia de ciertos programas de la cultura televisiva, puede hacer la lectura de que es una mujer sin maquillarse y coqueta ella, se tapa los ojos, o que alguien le ha dado un puñetazo, cosa que por desgracia ocurre más de lo deseable, y no debería ser carne de morbo, pero ¡así somos!...
Sin embargo, hay algo más en ella, en su actitud general. Un algo que podría traducirse, en total desinterés por el entorno donde está. Como si hubiera salido de su ambiente habitual única y exclusivamente para comprar los alimentos que necesita, y fuera una intrusa en la gran fiesta familiar y social de hacer las compras. Todo su cuerpo manifiesta la inexpresividad de quien está más allá de la ilusión, la curiosidad y la esperanza. De quien ya viajó en el tren de la ingenuidad y la inocencia, y no espera lo que la mayor parte de quienes la rodean. Por eso no se inmuta ni cuando un carro la embiste, ni cuando la señora que lo dirige intenta culparla a ella.
Sin embargo, este escenario está apunto de animarse, con una familia que irrumpe, con todas sus voces, en la sección de los chocolates. Primero los niños, tres en total, han entrado corriendo, arrastrando en su carrera a los padres que les conminan a seguir adelante. Pero es sabido, que, en general, de la sección de alimentos, la del chocolate es la ilusión de los niños, y de los no tan niños también. _ ”Pablo, ya sabes que el dentista te ha prohibido los dulces” _ Grita la madre. _” Diles algo” _ Solicita al padre. Este, intentando investirse de su autoridad paterna, les incrimina _ “¡Obedecer a vuestra madre!, ¿es que no escucháis lo que os dice?” _ Por supuesto, es inútil porque los niños ya están junto a nuestra protagonista de las gafas de sol, señalando todo lo que ven. _ “¿No veis que molestáis a la señora?” _, aunque la señora siga impertérrita. _”Perdone usted, ¡estos niños!…” _ El matrimonio ha alcanzado a su prole, y están junto ella que se desplaza un poco para hacerles sitio. Pero al ponerse cara al matrimonio, vacila por un segundo al ver al padre, para reaccionar de inmediato y alejarse tranquilamente.
La reacción del padre de familia no ha sido tan efímera. Al verla, casi la saluda. Ha sido un casi que ha quedado en amago de saludo; pero que su esposa ha captado. Como ha captado el cambio de color en el rostro de su marido. _ “¿Quién es, la conoces?” _,
_ “¿Qué dices?” _. _ “Te pregunto que, quién es ésa señora” _, _ “Ni idea” _. Ha sido la escueta respuesta del marido.
Según se aleja la señora de las gafas de sol, no puede evitar oír la conversación del matrimonio. Ahora sí, parece que su rostro se ha vuelto un poco más expresivo porque se aleja, pero sonriendo. Con esa clase de sonrisa que expresa regocijo interno.
Tras ella, prosigue la conversación, que empieza a tomar tintes de discusión. _” ¿Cómo que no sabes quién es? ¡Si casi la saludas, y te has quedado mirándola como si fuera una aparición!” _. _ “No sé, puede que me haya recordado a alguien. Me habré confundido. No hagas un drama con esto, ¿te está dando un ataque de celos? “_. Al verse acusada de celosa, cosa que está mal vista, la esposa ha dejado el tema y se centrado en los niños, que mientras, han aprovechado para hacer acopio de chocolate. Y para su sorpresa, la madre no ha dicho nada, ¡ningún reproche por el chocolate!.
_ “¡Vamos! niños, que aún nos falta mucho y se nos va a hacer tarde para la cena”_ Y ha tirado para adelante, con su carro lleno, cargando también en su alma una confusión y unas dudas que un rato antes no estaban.
Pero la casualidad se ha empeñado en perseguir a los protagonistas como si jugara a ser cineasta, haciendo que se repita el encontronazo justo en la esquina donde están las latas de tomate. Esta vez, sin sorpresas, sólo una tensa vigilancia recorre a los tres personajes porque los niños están ajenos a estos aconteceres. El varón sujeta el carro, mientras las dos mujeres, una junto a la otra, recogen sus correspondientes latas. Un inoportuno empujón, huido de entre los juegos de los niños, ha dado de lleno en la mujer de las gafas de sol rompiendo la placidez de la escena porque el varón ha saltado de inmediato _ “¡Tener cuidado!, ¿no veis que esta señora está embarazada?” _
Estas palabras han sorprendido a todos, incluso al narrador que no había relacionado unos kilos de más con un posible embarazo. Las dos mujeres se han vuelto hacia él, cada una con su diferente interrogante. La esposa, con una pregunta no formulada, aunque obvia _ “¿Y tú, como lo sabes si aún no se le nota?” _ . La expresión de la señora de las gafas de sol lo dice todo: _ “¡Has metido la pata!” _.
La primera en reaccionar ha sido la esposa que, de inmediato, se ha vuelto hacia la señora de las gafas de sol para pedirle perdón y preguntarle si estaba bien. Esta le ha contestado que sí, que no había pasado nada grave. _ ”¿de cuantos meses está usted?” _, _ “dos y medio” _ ha sido la respuesta.
Los altavoces del supermercado, que han comenzado a anunciar la proximidad del cierre solicitando a los clientes que se vayan acercando a las cajas, han sido el salvavidas para el varón que, nervioso y agarrando el carro, ha dicho un seco_ “¡Bueno, vámonos”! _, poniéndose en marcha con su prole, mientras las dos mujeres quedaban atrás.
Antes de separarse, la esposa, en un arranque de audacia, ha preguntado a la señora de las gafas de sol si pueden volver a verse para charlar. La otra ha contestado afirmativamente y han intercambiado sus teléfonos.
El varón y los niños están ya haciendo cola para la caja. Las dos mujeres se acercan por separado; aunque ahora sepan que algo las une. Por delante, apresurándose y con las manos vacías, va la esposa. Unos metros detrás, la señora de la gafas de sol empuja, con la poca prisa de quien no tiene a nadie que la espere en casa, su carro lleno de productos.
La cola de la caja, antes más tranquila, es ahora, una muchedumbre impaciente y crispada. _”Siempre pasa lo mismo” _ Piensa la joven cajera; aunque, por otra parte, ni tiempo para pensar le queda. _” Esperan hasta el final y, luego, todos tienen prisa para pasar por caja ¡yo no puedo multiplicarme!” _. Es el momento del nerviosismo superfluo y alboroto colectivo porque todos quieren salir, cuanto antes, para evitar los atascos de tráfico a la salida. Porque se van a retrasar, para esto o para lo otro. _ “¡Y esta cola no avanza!” _. Por su parte, la cajera tiene que relegar, por una media hora, la ilusión que tiene para la salida de esta noche. _ “¿Estará él en la cena?” _, se pregunta. _ “Seguro que sí, el sábado pasado me acompañó a casa. Espero que me de tiempo a ducharme y arreglarme. No sé qué vestido ponerme o ¿me pongo pantalones?... _
Pero estos planes e ilusiones no pertenecen a este espacio donde ella es casi hermana gemela de la máquina calculadora. Pasando productos y haciendo cuentas con una destreza que le enseño la práctica. Sin tiempo ni para una queja, ni para una sonrisa. Sin poder mirar la cantidad de rostros que ante ella desfilan. Un espacio y una hora donde su voz se vuelve automática. _ “¡350 euros, por favor!” _. _ “¡Tendrá que ser en efectivo, con tarjeta sólo se puede pagar a partir de 100 euros!” _, _”¡muchas gracias, señor!” _. De vez en cuando, levanta la vista para encontrarse con la ya desordenada fila de carros y anónimos rostros impacientes para los que ella misma también es una figura sin rostro, en bata y con coleta, hasta donde ansían llegar.
Así, la joven cajera llega al final de la jornada. Contagiada aún del estrés de la última hora. Se cambia en el vestuario junto a sus compañeras, mujeres de diferentes edades y en distintas experiencias vitales. Es cuando se desahogan todas de las amabilidades o impertinencias recibidas durante la tarde, de los cotilleos sobre sus jefes y también de sus vicisitudes personales.
Hoy las bromas recaen sobre nuestra joven cajera. Sobre qué pasará con la nueva aventura de amor que respira. Por supuesto, también entre ellas hay alianzas y enemistades, son cosas de la vida. Pero, las que son sus amigas, la envuelven con sus consejos, especialmente las que son mayores que ella porque se supone que son más experimentadas en esto de los amores. Aunque sea una falsa creencia, ya que, en cualquier momento de la vida, podemos encontrarnos con que somos auténticos analfabetos del amor, o de la pareja.
Pero como de todas maneras, es algo que hemos de vivir y experimentar, ahí están el arrope, los consejos y la ilusión de las compañeras de nuestra joven cajera.
El supermercado está en silencio, sin las voces y las gentes que lo habitan de día. Los productos de los estantes han perdido su imperioso protagonismo Pronto llegarán las limpiadoras que lo acicalarán, para que mañana, al abrir sus puertas, esté reluciente.
En el parking sólo quedan los coches de las trabajadoras que saldrán por una puerta trasera. Están lejos las luces de los últimos coches que formaron caravana. Está lejos, la señora con gafas de sol, embaraza y sola. Y también una familia que circula en el silencio que antecede a una tormenta matrimonial, que los perplejos niños presienten, e instintivamente hace que se protejan fingiendo que duermen.
Mientras arrancan los últimos coches que quedaban en el parking, una joven e ilusionada cajera se despide, entre risas, de sus compañeras.
Ahora, sí, el gran templo del consumo se vació de vida, inocente y ajeno a lo que en el transcurso de la tarde ocurría entre sus habitantes. Mañana, cuando se llene de vida, seguirán su suerte las historias, que en su indiferente seno de supermercado, se tejen…
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