Valeria Zurano, Argentina.
“El gran capitán”
(Crónica de un viaje al litoral)
En nombre de quienes lo único que tienenes hambre explotación enfermedadessed de justicia y de aguapersecuciones condenassoledad abandono opresión muerte.Yo acuso a la propiedad privadade privarnos de todo.
ROQUE DALTON
Esa tierra de nadie que dormita alrededor de las estaciones…
Aquellas monedas que me envolviste en tu pañuelito rosa con flores,
monedas para el viaje, yo no quería conocer otras cosas, ir en tren por el campo, escucha, escucha: las monedas, el viaje que somos los muertos, tendríamos que sonreírnos todavía,…
ARNALDO CALVEYRA
El equipaje sobre los cartones de un carro que viene avanzando, a cuesta de la fuerza de los brazos que tiran; dibujando la despedida en el aire, como una especie de ritual donde hablan entre dientes un lenguaje desdentado.
Los niños saltan desde las ruedas al piso, trepan a los bancos, desparraman los cartones, esperan como todos; un tren que no llega.
El rumor comienza en la boletería, hay retraso.
Hace demasiado calor y las chapas de la estación humean.
Preparan la espera. Resignan la espera, pero vinieron a despedirlo. Trajeron el carro y los niños. Vinieron a despedirlo. Llevan su equipaje porque es pesado y esperan junto a él, como si el tiempo ya no tuviera importancia.
******
Es difícil comprender lo que los parlantes anuncian cuando las horas de espera parecen reírse de nuestra sangre que fluye, en los golpes de la rabia, dejándonos sordos.
Las cartas del azar intentan jugar la suerte del viaje, como si fuera el destino que aún les perteneciera, cuando el destino ya está en otras manos.
Pasa una carretilla chillando con olor a grasa añeja en los engranajes. El ir y venir marca un tiempo.
Al final del andén descargan las cajas para la bodega. Sobre las vías destellos de chapitas parecen piedras preciosas, emergiendo en un fondo de granito, que nos guiñan a veces, y nos dejan perplejos, observando ese mundo de durmientes.
Nuestro mundo.
******
En Paso de los Libres los viejos venden helados. Picolé- dicen y tocan una campanita que cuelga del carro.
Esos no son rostros, esos no son cuerpos de vendedores de helados.
Picolé- salen al grito de atrás de la estación, acompañando las palabras con pasos que arrastran encadenados a la marcha cancina del tren, que comienza a alejarse, mientras permanecen vestidos de blanco, cubiertos de blanco, luminosos y encendidos bajo el sol, en una estación de cualquier mundo, fuera de este mundo.
******
Los niños venden botellas de gaseosas que apenas pueden levantar. Van descalzos y se estiran hasta las ventanillas, insisten, se cuelgan de los estribos, esperan las monedas, cuentan, piden, llenan botellas que venden por centavos.
Ya están esperando el próximo tren; que tal vez, no vuelva a pasar nunca.
******
Norma abre una bolsa. Los niños esperan. Le preguntan si falta mucho. Ella dice; que en cualquier momento llegan, que la abuela los alcanza en Paso de los Libres. Los niños se alegran, también me alegro.
El olor a milanesa fermentada impregna el aire. Cada uno, come su ración en silencio, y ella les dice; que también hay manzanas. Y sigue revolviendo. Se escuchan sonidos de miles de bolsas. No quita los ojos grandes y oscuros del fondo. Tiene las manos delgadas pobladas de costras, cansadas de llevar, atadas siempre atadas.
Ahora, los niños piden agua, tienen sed. Ella les dice: tomen el jugo de la manzana.
Los niños entienden y dejan de pedir.
*****
Invitan el vino tinto y caliente en la noche de los trenes. Esta sed que no culmina. El deseo inquieto de colmarnos.
Siguen las estrellas bajando del cielo. Caen en la inmensidad.
El infinito plan de acercarnos.
La perversa ecuación de pensarnos ajenos.
******
La miseria son brazos que entran y mendigan, son estas manos que me cuelgan mugrientas de los hombros, son los hombros que llevan y arrastran, es el peso infinito de comprender que los objetos se gastan, que la ropa se hace harapos y siempre son los trapos colgando de la soga. La miseria entra en las grietas de la piel, en las muecas, en las uñas; es la falta que justifica los motivos, cualquier motivo.
Hay que engañar el tiempo. Me engaño.
El rostro se refleja en los vidrios de la ventanilla. Nos miramos. Ambas nos miramos. En la miseria de estos huesos flacos, en el movimiento continuo del vagón, en esta triste cuna del rincón olvidado; sintiendo el hambre que crece dentro de las tripas.
******
El espejo en el fondo de mi plato de pobre. Así, como este que ahora ves, en el lustre de un cuenco, reflejado y distante con algunas cebollas. Así, en las ansias de los que están perplejos mirando las sobras de algún otro plato.
El amor; los huesos bien pelados y blancos sobre el plato ajeno.
******
Dejaste un caracol sobre mi pecho para que en su recorrido marcara los límites donde se fundaría mi pueblo. Como la primera gota de lluvia que cae en la tierra seca, entre el espacio infinito de una grieta, deslicé las manos por las hendiduras de la tierra húmeda y perfumada.
Ese es el diminuto espacio donde un pueblo fundó mi pecho.
******
Los viajes dejan rastros en el cuerpo. Los viajes hacen escaleras y túneles en el alma. Es la sombra de los que se quedan, lo que nos acompaña. Es el recuerdo de la distancia, que luego sigue pasando y pasando como el agua, como las nubes sobre nosotros.
Nuestras vidas; viajes con destinos premeditados, para los habitantes del Sur.
“El gran capitán”
(Crónica de un viaje al litoral)
En nombre de quienes lo único que tienenes hambre explotación enfermedadessed de justicia y de aguapersecuciones condenassoledad abandono opresión muerte.Yo acuso a la propiedad privadade privarnos de todo.
ROQUE DALTON
Esa tierra de nadie que dormita alrededor de las estaciones…
Aquellas monedas que me envolviste en tu pañuelito rosa con flores,
monedas para el viaje, yo no quería conocer otras cosas, ir en tren por el campo, escucha, escucha: las monedas, el viaje que somos los muertos, tendríamos que sonreírnos todavía,…
ARNALDO CALVEYRA
El equipaje sobre los cartones de un carro que viene avanzando, a cuesta de la fuerza de los brazos que tiran; dibujando la despedida en el aire, como una especie de ritual donde hablan entre dientes un lenguaje desdentado.
Los niños saltan desde las ruedas al piso, trepan a los bancos, desparraman los cartones, esperan como todos; un tren que no llega.
El rumor comienza en la boletería, hay retraso.
Hace demasiado calor y las chapas de la estación humean.
Preparan la espera. Resignan la espera, pero vinieron a despedirlo. Trajeron el carro y los niños. Vinieron a despedirlo. Llevan su equipaje porque es pesado y esperan junto a él, como si el tiempo ya no tuviera importancia.
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Es difícil comprender lo que los parlantes anuncian cuando las horas de espera parecen reírse de nuestra sangre que fluye, en los golpes de la rabia, dejándonos sordos.
Las cartas del azar intentan jugar la suerte del viaje, como si fuera el destino que aún les perteneciera, cuando el destino ya está en otras manos.
Pasa una carretilla chillando con olor a grasa añeja en los engranajes. El ir y venir marca un tiempo.
Al final del andén descargan las cajas para la bodega. Sobre las vías destellos de chapitas parecen piedras preciosas, emergiendo en un fondo de granito, que nos guiñan a veces, y nos dejan perplejos, observando ese mundo de durmientes.
Nuestro mundo.
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En Paso de los Libres los viejos venden helados. Picolé- dicen y tocan una campanita que cuelga del carro.
Esos no son rostros, esos no son cuerpos de vendedores de helados.
Picolé- salen al grito de atrás de la estación, acompañando las palabras con pasos que arrastran encadenados a la marcha cancina del tren, que comienza a alejarse, mientras permanecen vestidos de blanco, cubiertos de blanco, luminosos y encendidos bajo el sol, en una estación de cualquier mundo, fuera de este mundo.
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Los niños venden botellas de gaseosas que apenas pueden levantar. Van descalzos y se estiran hasta las ventanillas, insisten, se cuelgan de los estribos, esperan las monedas, cuentan, piden, llenan botellas que venden por centavos.
Ya están esperando el próximo tren; que tal vez, no vuelva a pasar nunca.
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Norma abre una bolsa. Los niños esperan. Le preguntan si falta mucho. Ella dice; que en cualquier momento llegan, que la abuela los alcanza en Paso de los Libres. Los niños se alegran, también me alegro.
El olor a milanesa fermentada impregna el aire. Cada uno, come su ración en silencio, y ella les dice; que también hay manzanas. Y sigue revolviendo. Se escuchan sonidos de miles de bolsas. No quita los ojos grandes y oscuros del fondo. Tiene las manos delgadas pobladas de costras, cansadas de llevar, atadas siempre atadas.
Ahora, los niños piden agua, tienen sed. Ella les dice: tomen el jugo de la manzana.
Los niños entienden y dejan de pedir.
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Invitan el vino tinto y caliente en la noche de los trenes. Esta sed que no culmina. El deseo inquieto de colmarnos.
Siguen las estrellas bajando del cielo. Caen en la inmensidad.
El infinito plan de acercarnos.
La perversa ecuación de pensarnos ajenos.
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La miseria son brazos que entran y mendigan, son estas manos que me cuelgan mugrientas de los hombros, son los hombros que llevan y arrastran, es el peso infinito de comprender que los objetos se gastan, que la ropa se hace harapos y siempre son los trapos colgando de la soga. La miseria entra en las grietas de la piel, en las muecas, en las uñas; es la falta que justifica los motivos, cualquier motivo.
Hay que engañar el tiempo. Me engaño.
El rostro se refleja en los vidrios de la ventanilla. Nos miramos. Ambas nos miramos. En la miseria de estos huesos flacos, en el movimiento continuo del vagón, en esta triste cuna del rincón olvidado; sintiendo el hambre que crece dentro de las tripas.
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El espejo en el fondo de mi plato de pobre. Así, como este que ahora ves, en el lustre de un cuenco, reflejado y distante con algunas cebollas. Así, en las ansias de los que están perplejos mirando las sobras de algún otro plato.
El amor; los huesos bien pelados y blancos sobre el plato ajeno.
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Dejaste un caracol sobre mi pecho para que en su recorrido marcara los límites donde se fundaría mi pueblo. Como la primera gota de lluvia que cae en la tierra seca, entre el espacio infinito de una grieta, deslicé las manos por las hendiduras de la tierra húmeda y perfumada.
Ese es el diminuto espacio donde un pueblo fundó mi pecho.
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Los viajes dejan rastros en el cuerpo. Los viajes hacen escaleras y túneles en el alma. Es la sombra de los que se quedan, lo que nos acompaña. Es el recuerdo de la distancia, que luego sigue pasando y pasando como el agua, como las nubes sobre nosotros.
Nuestras vidas; viajes con destinos premeditados, para los habitantes del Sur.
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Poetisa, abogada y licenciada en ciencias de la Comunicación; ha obtenido diversos premios y publicado en importantes diarios y revistas de Argentina, Chile, Suecia, México...
Leer más de Valeria Zurano en: www.artepoetica.net
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