Tiene la poesía de André Cruchaga algo de cotidianeidad y, al mismo tiempo, mucho de invención (toda poesía, por supuesto, es invención) que va más allá de los límites de la imaginación, para revelarnos un lenguaje poético puro, diferente a cuanto se ha leído hasta ahora de los poetas clásicos y de los contemporáneos.
Todas sus palabras, apasionadamente expresivas, están llenas de metáforas y de imágenes que nos acercan un estilo único. No; no hay lirismo en su obra. Hay mucho de experimentación, porque Cruchaga intenta deshacer a la palabra de su sentido perenne, eterno y permanente, para alumbrarnos con un cofre de luz, que va, inquieto, por todos los rincones de sus versos. El poeta salvadoreño toma la poesía en sí misma, como un pedazo de cuarzo, para ver en él las líneas, las formas, los colores. En su obra (original), hallará el lector el amor, el olor a muerte, el dolor que no cesa, la desesperanza, lo inesperado y la alegría. Esta poesía suya, en la que constantemente se mueve la vida en todas sus manifestaciones, gusta de los extremos.
Con un arte personalísimo, André Cruchaga aborda la creación literaria, y le imprime fuerza a sus versos. No tiene más elementos que una imaginación grande como un bosque y una intención evidente de derrotar el lenguaje torpe y artificioso de la poesía de estos tiempos. Hay que acercarse a la obra de este vate con mucho cuidado, y esto lo digo porque su lenguaje, su estilo son capaces, en su desbordamiento, de influir con fuerza en la poesía ajena.
Cruchaga es un poeta que versifica la vida, la de los demás, la suya, el mundo ancho y ajeno, y la interrogante de la existencia.
A manera de paréntesis