Iglesia de Alpuente, Valencia
ALPUENTE Y SUS
ALDEAS
Por
Ricardo Llopesa
Alpuente es una joya en el corazón
de la provincia de Valencia con sus más de veinte aldeas, unas cerca de otras,
formando una piña, algunas de ellas despobladas, derrumbadas, dondo sólo ha
quedado la huella de que un día hubo vida. Todo esto, en conjunto, es un sueño
medieval.
En la historia, Alpuente viene de
muy lejos. Sus primeros pobladores fueron íberos, de la edad del bronce;
después llegaron los romanos a explotar sus minas y, luego, los árabes a vivir
en su vergel. Fueron ellos quienes construyeron los regadíos y los huertos
medievales que se conservan en la margen del río.
¿Y el pueblo? Ah, el pueblo es
generoso. Me invitaron a una paella excelente, con otro toque, que sabía a otra
cosa, menos a la paella valenciana. Era el sabor del conejo de monte, difícil
de conseguir. Un señor entrado en años me dijo que en una noche había matado
cuarenta y siete conejos.
La alcaldesa, doña Amparo Rodríguez,
una señora campechana y muy ilustrada en arte, es también la regidora de las
más de veinte aldeas. Las había convocado a todas en Alpuente, y todas las
aldeas habitadas, aunque sólo lo fueran por ocho personas, habían participado
con sus trajes y sus bailes, exponiendo sus cultivos y manualidades. El espectáculo
era bello. Por su parte, Celia Martínez, se encargó de montar un mercado
medieval, en un soporte realmente medieval, con calles que conservan el
empedrado medieval, las torres, las casas de piedra y el silencio arrastrado
por el viento hasta la llegada de la noche bajo un cielo lleno de estrellas,
entre montañas por un lado y otro, coronadas por un castillo medieval y la
torre de la Veleta, que anuncia de dónde procede el aire.
Alpuente es una postal. Por aquellas
tierras pasó el Cid y Jaime I. Tiene y bar y un restaurante, una farmacia que
regenta un joven y un Museo Paleontológico que conserva restos de dinosaurios.
Pero lo que más me sorprendió fue el Museo del Pueblo, donde se conserva la
Cédula Real, de fecha 27 de febrero de 1378, por la cual Pedro IV, “El
Ceremonioso”, concedió autorización a Alpuenta para tener un horno público,
adonde el pueblo hacía el pan. Mi otra sorpresa fue ver, por primera vez, un
ataúd municipal para transportar muertos, como un palanquín que transportaban
cuatro hombres sobre sus hombros.
Esto demuestra que el tiempo es
invencible y, a veces, demoledor. Sin embargo, Alpuente resiste el paso de la
historia y la construye día a día.