Francisco Cabanillas, Puerto Rico
ENTRE LAS RATAS DE YVÁN SILÉN Y
MARCELO BORDESE
FRANCISCO CABANILLAS
a
no nos es suficiente reconocernos en Holderlin, o en Mallarmé, o en Rimbaud, o
en Rilke, o en el hermoso Pessoa, o en San Artaud, sólo nos queda el poeta
inédito que somos: el Paria.
-Yván
Silén, La poesía como libertá (1992)
Mi
obsesión por los siameses me llevó a pensar en la posibilidad de que siameses
de sexo diferente pudieran copular entre sí en un cuerpo común. Se daría así el
curioso caso de un coito con masturbación ajena al mismo tiempo.
-Marcelo
Bordese
Oh, man, yeah, man sí there are mucho rats
/ and we need more cats
-Jorge
Lopez
(Er)ratas:
retrospectiva. Atestado de libros, muchos de ellos ejemplares de los años
cincuenta, de la Editorial Cultural (Puerto Rico) y de la Editorial Losada
(Argentina), con páginas amarillas, sueltas, picoteadas, el cuarto, lleno de
ratas, empezaba a oler mal, como si se hubiera podrido algún poema entre dos
páginas que el tiempo, y la soledad, habían pegado en seco (con semen viejo).
La caca de las ratas, testimonio de una escritura que las delataba, marcaba una
ruta clara hacia los libros de literatura, al fondo de los cuales estaban, como
metadiscurso, los de poesía:
Las Erratas
no han venido
sino a ver
los Prolegómenos del sueño
donde se hospeda
el sombrerero. (El último círculo)
Sólo el
correteo de los ratones, como metáforas que son, alteraba el silencio de la
poca luz que entraba por la ventana, manchada en una edad sucia: “El tiempo se
detuvo en el espejo / como un retrato” (Las mariposas de alambre). Una estela
mate, la del devenir silencioso, que, con su sombra gris, caía, como un
cuchillo filoso, sobre los libros cagados, cuya luz borrosa y densa, al
tocarlos con la arista de la sombra, los partía en dos. Silencio oscuro, como
el de la rosa que se desangra en su soledad botánica (y hasta burguesa),
intocada por la mirada de los amantes enfermos, secos, borrándose en un montón
de literatura que ni siquiera tienen la oportunidad de ojear: “Amara, tú que
masturbas a Dios, / ¿para qué me tocas?” (El libro de los místicos).
Solo las
ratas conocen los títulos de los libros con las colas más largas.
Bibliófilos.
Ratas literarias, de muchos autores (Manuel Ramos Otero, Roberto Bolaño, Copi,
Steinbeck, Savage), engordadas clandestinamente con “alpiste”; como las de
Leopoldo María Panero, como las de Yván Silén; y con desechos de poesía
orgánica/ecológica, elaborada en la canasta de la composta retórica, donde los
tropos se retuercen en la descomposición de los símiles más disímiles: “Tres
días de eclipse como un letrero” (Las mariposas de alambre).
Ratones
literarios que, como si fueran los siameses de Marcelo Bordese (en el
epígrafe), se lo comen todo, insaciables en la contigüidad de una mismidad que
en el fondo aborrecen: “Me hospedo, / lo sé, entre la ciencia y el misterio!”
(El libro de los místicos).
Roedores
librescos, bibliófilos. Los mismos que, en un tono rosado y gris, merodean,
estática y estéticamente, por la tapa de La poesía como libertá (1992), el
poemario quíntuple (pentatéutico) de Silén (Los poemas de Filí-Melé, El miedo
del Pantócrata, Las mariposas de alambre, El último círculo, El libro de los
místicos), en uno de cuyos poemarios, el hedor eflorece con voluntad
ontológica:
¡Oh mar!
Un ser sin
sombra eres, pero
sabes que
miento,
que el
tiempo y la persona batallan
y hay
ratones en mi alma,
y debajo de
tus barcos hay ratones,
porque sólo
tú eres lo tuyo,
y yo lo mío
de la muerte. (El miedo del Pantócrata)
Desde el
“lirismo de las ratas,” los libros de Silén se amontonan. Alrededor de la
mirada del gato, maúllan: “¡Creo que / en el gallinero de Dios, / Iván canta!”
(El último círculo). Por ello, en el silencio gris que los corta con un
cuchillo de sombra, los libros (sublimes, demasiado siniestros) se dejan morder
por las ratas, sinestésicas e hipertélicas, siempre hambrientas de la poesía
que les falta para respirar y vivir como lo que son (literatura): “¡Tanto soy
de tu ser Pessoa!” (Las mariposas de alambre).
Ratonera.
Peste; asco metafórico, hedor literario del que se ha valido, con tino, el
Paria, para encarar, desde la “libertá” que lo “poesía”, desde la literatura
que lo arrebata y lo sutura, desde el amor fati que lo hace “realidar”, los
tres espantos ratoniles que obcecan al Poeta (según se plantea en “Entre el
Fatum y la moira o cómo se llama Yván Silén”): el terror a las ratas (la
experiencia del niño espeluznado ante el cruce de los “monstruos” que le pasan
por los pies), las “aporías del poder” (los burgueses “colaboracionistas” como
los “rateros” de siempre), y por supuesto, la muerte (la rata mayor), que
apesta más que “mil ratas”. Pestilencia que, para el Poeta, se confunde con el
tufo de los “poetas-ratas”, cómplices de la “demokracia” y de su violencia.
El lirismo
silenista de las ratas estalla en el cuarto oscuro; revienta en seco y llena
las paredes de tinta: “vigilo los portones de la bestia / para que no se muera
el ángel / de la vida” (El miedo del Pantócrata). Como efecto, surge en el
cielorraso descascarado del cuarto lleno de libros, igual que una diapositiva anacrónica,
la imagen de El señor de los ratones (2003), de Marcelo Bordese (argentino). Un
Cristo ratonizado, erotizado, enardecido, que se retuerce en el dolor de sus
ratas, traspasadas por una cruz que les perfora la carne con las agujas de
Dios: “para qué cadáver domesticas / el animal que eres” (El miedo del
Pantócrata). Violencia; caldo de cultivo que abona el terreno para la
transmutación libidinosa de la imagen: “con Cristo de 4 clavos te festejo” (El
miedo del Pantócrata).
Fina estampa
(grotesca) de la “ratificación”, “traigo la misma hiena / en la pata del animal
oscuro” (El miedo del Pantócrata); El señor de los ratones cambia poco a poco
de piel, adquiriendo por contagio libresco los tres sentidos silenistas del
pavor ratonil: el biográfico, el político y el biótico.
Biografía.
El niño descalzo (el Poeta en ciernes) de ocho años, experimenta por vez
primera el espanto: “su vulva está llena de navajas” (El miedo del Pantócrata).
Frente a la madre, que ha despertado alarmada por el correteo de las ratas en
la casa de la urbanización Roosevelt, el pavor lo sacude de los pies a la
cabeza: “¡Dios está orinando / en la escritura” (El miedo del Pantócrata). Esa
noche, el niño prueba el sabor amargo del horror: “No-Ser del Ser: eseyesiendo”
(El miedo del Pantócrata).
Las ratas que
le pasan al Poeta por los pies, esos “monstruos”, le dejan un gusto raro en la
garganta, entre el asco y el miedo, que no olvidará jamás, como queda claro en
la primera novela, La biografía (1984), en la que algunos personajes femeninos
miran con ojos de ratón blanco; en la que, además, las ratas se pasean por la
“maquinilla” de escribir y juegan en el poema.
Pero sobre
todo, las ratas irrumpen con violencia en la segunda novela, La casa de Ulimar
(1988), cuya primera oración, memorable por la tensión entre el animal y la
madre de todas las madres, empieza así: “María tocó la rata con la punta del
pie. Estaba muerta. Las primeras moscas verdes la poblaban”.
El señor de
los ratones cristifica el pavor del niño-poeta en la libido exacerbada del
macho cabrío, que necesita exorcizar los ratones del alma frente a la vagina
dentada de la madre (muerta), por la que grita de dolor desde la trompa el
animal: “una tráquea que solloza” (El miedo del Pantócrata). El miedo a las
ratas que le pasaron por los pies al niño, se ha hecho todo un señor: “te
quiero animal” (El miedo del Pantócrata). Pero ahora el monstruo sale de
dentro: “me esperan las esquinas” (El miedo del Pantócrata). Por las manos y
los pies salivan sangre las ratas del alma (y de la nariz). El niño se piensa
en la pesadilla del señor crucificado; y grita frente a la vulva de la madre
que lo clava (para que no se olvide del espanto).
En La casa
de Ulimar, María se “dobló sobre la rata y [le] quitó la arena”. Entre el asco
que le daba el cuerpo muerto del roedor
y el gusto de la carne que sentía donde la golpeaba —en la vulva— el
agua de la playa, “para sentir el mar ahí”, María “[H]urgó en el vientre del
animal para ver los pequeños gusanitos... ‘El Señor es siniestro’—pensó”. María
se daba el gusto de la soledad; en el cadáver de la rata que aplastaba con el
pie, erotizaba la vida con la muerte: “Acercó su boca casi hasta tocar el
vientre de la rata y escupió. Contempló los gusanitos nadar en la saliva. Y vio
que la rata ya no tenía ojos”. Altanera, sentenció proféticamente: “Las ratas
huelen a hombre”.
Política. El
señor de los ratones metaforiza la llegada de otro espanto silenista: el del
poder (en pelotas). Un animal que parece humano: “ausencia de la presencia en
los ojos / como el pájaro / que atraviesa / el clítoris” (El miedo del
Pantócrata). La fiera alzada que intenta salirse de su cruz, cuya trompa de
bestia bífida termina en una pistola ensangrentada: “los místicos copulan / con
Dios” (El miedo del Pantócrata).
El poder es
como una rata con dos colas: “detrás de la lluvia / los ruiseñores apestan” (El
miedo del Pantócrata). Por un lado, está la cola de las “aporías del poder”
burgués, “colaboracionista,” cuya política “antidemocrática” y “nihilista” se
vale del colonialismo, en Puerto Rico, para perpetuar la violencia que es desde
el patriarcado: “me gusta / la risa y el asesino que soy” (El miedo del
Pantócrata). Poder político que, en el mejor de los silenismos, opera desde la
vulva ideologizada por el Estado: “amor, no me lamas, amor, / que estoy pasando
por el ojo de la madre” (El miedo del Pantócrata).
Por otro
lado, está la cola del poder que crucifica al Paria, ratonizado por Poeta
(lírico), mediante la violencia del Estado, cuya vulva lo entrega animalizado a
la cruz, desde un clítoris fálico, alfabético y alegórico: “vengo del medioevo
/ a besarte la boca con vinagre…” (El miedo del Pantócrata). Beso que le
serrucha “el alma” al Paria, “las doce del espanto / y no sabes dónde
escondiste el brazo” (El miedo del Pantócrata), que grita como una bestia en el
silencio del espanto, lo “que permite / que la aguja descubra al asesino” (El
miedo del Pantócrata).
Biología.
Entropía; cuerpo de una carne que se retuerce en su cruz: “los ratones se comen
/ los dedos y las pupilas” (El miedo del Pantócrata). Cruz del animal que es
todo carne perforada y perforante. Trompa feroz del que se sabe pulpa, materia
sensible a la humedad de la hembra: “El hombre / —entre verbos— / orina una
forma de ser tiempo” (El miedo del Pantócrata).
Así, El
señor de los ratones poetiza el espanto silenista del No-Ser, de la madre
(muerta), de la enfermedad, de la sangre, del pus, de la mierda, del sida, del
esputo, de los sapos. Emblema de la política atroz de la carne en la
volatilidad de la materia:
Sabes que
hiedo,
que mi
cuerpo hermoso
como un
sátiro destruido,
se
descompone
en el
funeral que celebran los verdugos. (El miedo del Pantócrata).
Poesía. Ya
sea como una metafísica de la “negatividad,” las “rosas negras” que el Paria
cultivó en la poesía y en la prosa, según las cuales la realidad del Ser está
“ratificada” por la realidad del No-Ser (un ratón), “soy infinito / en tu
persona como rata / de corazón vacío” (El miedo del Pantócrata). Ya sea como
mensajero del silenismo más sublime, “¿Qué busca el miedo / en el que ríe?” (El
miedo del Pantócrata), El señor de los ratones “ratoniza” la llegada yvanesca
de lo siniestro:
Toda la
poesía se pudre
en mi
corazón
como una
rosa del desierto
en una rosa.
(El libro de los místicos)
De repente,
el animal crucificado que se retorcía en el dolor de la carne y en la
masculinidad de la violencia, “Oh, Mefisto, ríete de los filósofos / por la
boca del Paria” (El libro de los místicos), se desvanece. El cielorraso se
oscurece. La bestia multiplicada varias veces en sus ratones, “los ángeles
desnudos son un gerundio” (El miedo del Pantócrata), se transforma. En la
oscuridad del cuarto lleno de libros, se escucha el correteo de un poema
silente: “¡Yo quise ser Dios, no pude! / ¡Michu! / ¡Michu!” (El libro de los
místicos). Entre los libros más oscurecidos por el ruido del silencio, merodea
ahora, onomatopéyica, la metáfora del gatito, ¡Michu!, que se alimenta
de moscas
y alacranes
y cangrejos,
y arañas
y ratas.
¡Tantas
alimañas para forjar el alma! (Los poemas de Filí-Melé)