Ilustración: Marcel Duchamp
LOS GALLOS DE BAGDAD
Para Teresa Garbí
Con un claro alarido de alegría,
que es en su tensión y sus intervalos
pinchazo largamente agónico,
cantan los gallos a la luz este veinte de marzo
en Bagdad.
Cantan con la tenacidad y la inocencia
con que lo hicieran el día quinto del Génesis.
Durante cinco mil años de ensueño y de catástrofe
cantan los gallos a la luz.
Estos gallos de Bagdad nunca fueron
gallos sepultureros,
y mucho menos en primavera.
Siempre fue su menester
picotear las frutas del día.
Un silbato inaudible de aluminio y azufre
dispara hoy quince mil toneladas de muerte por segundo
sobre la indefensión de la ciudad.
En una pausa calculada del bombardeo
(pues toda tortura tiene su ritmo)
un joven bagdadí sale por pan
y no regresa.
Los pulsos de los hombres y, en especial,
los pulsos de las mujeres y los niños
rompían de latidos las muñecas,
las frentes, las gargantas,
nublando los oídos con la amenaza
del estampido atroz
que pulveriza, en erupción interna,
la vidriera del sonido.
Horas después, días después,
años después,
caían todavía toneladas de muerte
en medio de los sueños.
Mientras, el río Tigris llevaba en sus aguas
el hedor nauseabundo de la carne llagada
y el griterío unánime de la agonía
que ninguna censura de olvido
podrá jamás acallar.
Los gallos de Bagdad ya han aprendido
el oficio más noble de la historia:
graznar.
LOS GALLOS DE BAGDAD
Para Teresa Garbí
Con un claro alarido de alegría,
que es en su tensión y sus intervalos
pinchazo largamente agónico,
cantan los gallos a la luz este veinte de marzo
en Bagdad.
Cantan con la tenacidad y la inocencia
con que lo hicieran el día quinto del Génesis.
Durante cinco mil años de ensueño y de catástrofe
cantan los gallos a la luz.
Estos gallos de Bagdad nunca fueron
gallos sepultureros,
y mucho menos en primavera.
Siempre fue su menester
picotear las frutas del día.
Un silbato inaudible de aluminio y azufre
dispara hoy quince mil toneladas de muerte por segundo
sobre la indefensión de la ciudad.
En una pausa calculada del bombardeo
(pues toda tortura tiene su ritmo)
un joven bagdadí sale por pan
y no regresa.
Los pulsos de los hombres y, en especial,
los pulsos de las mujeres y los niños
rompían de latidos las muñecas,
las frentes, las gargantas,
nublando los oídos con la amenaza
del estampido atroz
que pulveriza, en erupción interna,
la vidriera del sonido.
Horas después, días después,
años después,
caían todavía toneladas de muerte
en medio de los sueños.
Mientras, el río Tigris llevaba en sus aguas
el hedor nauseabundo de la carne llagada
y el griterío unánime de la agonía
que ninguna censura de olvido
podrá jamás acallar.
Los gallos de Bagdad ya han aprendido
el oficio más noble de la historia:
graznar.
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1 comentario:
Mis saludos André.
Vaya que poema "cantan los gallos a la luz." Luz con visión de época. Sin palabras amigo, supremo texto.
Un abrazo
Siempre
Sencillamente
Milagro Haack
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