David Cruz, Costa Rica
Partida de cartas
Luego se van, impasibles, como vinieron.
PIER PAOLO PASOLINI
La sala del bar es una improvisada ilusión de navajas.
Se nos olvidó la tragedia, las grandes olas sirven
de botellas de insomnio
para continuar apostando los puñales
de antepasados.
Ellas no piden propina ni marcan nuestras cartas
a la luz de las candelas,
a las lámparas de combustible
y su adolescencia despeinada con sus gafas opacas.
El juego es la curiosa costumbre,
melancólica escena:
necesaria para rastrear las pisadas
de la supervivencia.
Es 1930. La madrugada se aferra
a los trapos sucios de las velas.
Los restos de cerveza y vino embriagan las miradas
que impacientes,
como anzuelos hundidos,
aguardan a que los absurdos peces de tiempo
comulguen.
Cristalinas noches, más allá de las mesas
con aspecto de anclas oxidadas,
miran como magos en la desdicha de sus trucos.
Y amparados al respiro de alguna
de las estaciones de Vivaldi
nuestros cuerpos son el disfraz,
la astucia del proscrito
jugando su patria en una sola partida.
Pero de qué sirve perder.
Se han deshecho
todos los recuerdos y su matemática inexacta.
Los lenguajes carecen de padres
y sólo importa el sórdido sacrificio del triunfo.
Partida de cartas
Luego se van, impasibles, como vinieron.
PIER PAOLO PASOLINI
La sala del bar es una improvisada ilusión de navajas.
Se nos olvidó la tragedia, las grandes olas sirven
de botellas de insomnio
para continuar apostando los puñales
de antepasados.
Ellas no piden propina ni marcan nuestras cartas
a la luz de las candelas,
a las lámparas de combustible
y su adolescencia despeinada con sus gafas opacas.
El juego es la curiosa costumbre,
melancólica escena:
necesaria para rastrear las pisadas
de la supervivencia.
Es 1930. La madrugada se aferra
a los trapos sucios de las velas.
Los restos de cerveza y vino embriagan las miradas
que impacientes,
como anzuelos hundidos,
aguardan a que los absurdos peces de tiempo
comulguen.
Cristalinas noches, más allá de las mesas
con aspecto de anclas oxidadas,
miran como magos en la desdicha de sus trucos.
Y amparados al respiro de alguna
de las estaciones de Vivaldi
nuestros cuerpos son el disfraz,
la astucia del proscrito
jugando su patria en una sola partida.
Pero de qué sirve perder.
Se han deshecho
todos los recuerdos y su matemática inexacta.
Los lenguajes carecen de padres
y sólo importa el sórdido sacrificio del triunfo.
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