Fotografía: André Cruchaga
“Vivir? ¿Florecer?... Es un enhiesto álamo de puntillas que contempla la tierra con ojos color de valle de su infancia. No tiene edad, país ni apenas nombre: Rosa. Tiene tan sólo fresas en la boca, de arrasimada luz cuando sonríe, y el dulcísimo resplandor de la rosa más bella, que justifica su nombre, como el que la madre le puso a la santa flor —digo mujer— de Lima. Puede tener también, en otro caso, diecinueve años —¿diecinueve florecimientos?—, grandes ojos oscuros, largos cabellos dorados, dos montoncitos de azucenas donde comienza el aire que se arremolina y entretiene en la cintura, y —no podía faltar siendo mujer o rosa— una dulce sonrisa iluminada. Sostiene, además, una rosa entre las manos. Recordad: ¿Dónde acaba la rosa? ¿Dónde comienza la mujer? Todo es aquí pételo o piel; terciopelo, quizá, encendido, tembloroso, caliente. Al norte de los Pirineos, donde no dejan de saber algo de esta noble materia delicada, llaman a esta muchacha ¡Oh, aterciopelada carnalidad, corola o pecho, táctil perfume que estoy palpando ahora con las yemas del recuerdo”.
I
Tengo en mi garganta los huesos grises del cielo.
Mis pupilas copian las sombras de las ventanas.
Sobre el césped, una ardilla instaura su reino.
Un grito sale del horizonte semejando un tranvía...
Las cáscaras del invierno reman como peces.
La noche entra junto a las rosas de Portland.
Mis palabras cabecean como moscas en las sienes.
II
Nubes negras sobre el buche de los cuervos.
Díasnoches como hablando en secreto:
Las pupilas de los árboles me miran,
La boca de la luna se pierde en la oscuridad.
El césped toca guitarras de hielo.
Me muero esperando la aurora:
Mi garganta humea como una ciudad en llamas.
III
Caminamos sobre la quinta avenida en Portland,
Con un atuendo de neblina.
Se recuerda. Se llora. Se anhela.
El sol es humo de cigarrillos. No la brasa.
Los aviones gruñen sobre techos de madera.
Yo paso extraviado sobre el agua fría.
Sangro junto a la nueva estación
Sangro junto a la anhelada trinchera de las estrellas.
IV
Un cuervo canta en la sombra del viento.
En la calefacción hay cruces de rosas;
Los caballos juegan en las ramas del maple,
San Salvador rueda en mi cigarrillo oregoniense.
La luna danza.
Los violines del freeway me salpican de neumáticos.
Los alambres del alba están distantes.
V
En los vitrales de la capilla humean las candelas.
Hay un siglo de palabras en los túneles del alma.
Al fondo de los pisos, hay rosas con herrumbre.
El horizonte es un campanario vacío.
Bajo la sombra de la memoria, mezco canciones.
Yo silbo, ahora, donde culmina la geografía
Y el estertor de los volcanes...
VI
Sobre el césped cae mi sombra.
Un silbido de árboles murientes horada mi alma.
El viento de Glandtone, es un libro que se abre
En el horizonte.
He dormido agujereado de recuerdos.
Un niño me salva desde la conicidad de la noche.
Vivo atisbando, como pájaro, la miel de las flores.
VII
Nadie me responde en la nieve del Mount Hood.
El invierno me moja con sus lágrimas blancas.
Nada se ve. Sino el fondo de la noche:
“I have a dream”...
Sentí que mis alas volaban por el horizonte.
Y la luz agonizaba en la pulcritud del césped.
Sólo busco mis sueños entre las hojas.
El crepúsculo es inmenso. Yo, sin embargo,
Soy mendigo del alba. De verdes techos
Que sangran... soy buscador...
Sobre las aguas del hielo negro mojo mi estío.
Mi garganta humea como una ciudad anhelante.
Mis sienes picotean puertas y relojes.
Así voy, buscando, entre un rosario de hojas.
Al final, el grito, tendrá barbas de primavera.
“Estoy anclado en un rincón
De mi propia conciencia”: cargo la luz.
Y con ella voy abriendo brechas.
Las viejas arpas del designio me acompañan.
Y la esperanza, —aún en el dolor y las ausencias—
Es un jardín sobre pirámides que he ido descifrando
Entre rendijas de ventanas: creo en el Universo.
“Antes, para recordar algo, tenía que invocar una imagen que me hiciera pensar en toda la escena. Ahora lo único que tengo que hacer es tomar un detalle que he escogido con antelación, que significara toda la escena. Digamos que alguien me dice la palabra JINETE. Todo lo que necesito es la imagen de un pie en una espuela. Antes, si alguien me daba la palabra RESTAURANTE, tenía que ver la entrada del restaurante, la gente sentada adentro, y una orquesta rumana interpretando sus instrumentos, y muchos más... Pero si me dan esa palabra hoy, veo algo que parece una tienda y una entrada con un poco de algo blanco que se asoma desde adentro —eso es todo, y recordaré la palabra. Por eso digo que mis imágenes han cambiado bastante. Antes eran más precisas, más realistas. Las que tengo ahora no son tan bien definidas y tan vividas como las anteriores... Me interesa sólo un detalle para reconocer el todo”.
Un cuervo canta sobre la cresta de los pinos.
Su faena tiene misterio de caos.
Ante mí, los faroles de Campus Universitario,
Picotean el buche de las ardillas.
Ann Chapel tiene meteoritos anónimos.
Allí se hablan lenguas. Hay voces y lágrimas.
Voces de sombras que arden en su interior:
Rebaño de colinas: párpados que giran
Donde el sol sólo reside en la sique.
Después de la palabra, algo queda prendido en las banderas de la aurora, en el humus hiriente, en el discurso irreverente del viento, en la alegría nupcial de las abejas, en las campánulas delirantes que espejean en los caminos. No todo escapa. Algo hay en la arcilla que la memoria guarda; y sólo sale y aproxima, por las hojas de las ventanas que, el sueño alucinante, destella como un chorro de luz desde profundidades habitadas, por la magia y el azogue del misterio. Después de la palabra, queda un camino inefable. Después de la palabra, hay una tempestad de sueños.
Yo siempre voy tras lo que queda. Mi oficio siempre es un anónimo afán de salir como pájaro —e intacto e intrépido— agarrar los gajos de claridad de la luz primeriza del día, de la sangre derretida del ocote, que florece en pulso con un manantial de pétalos. Sin embargo, la claridad se desvanece. Y tengo claridad sin día. Y tengo sangre sin cuerpo. Y tengo flores sin pulso. Y tengo todo. Menos, a veces, la vida que suene su vestido de corazón húmedo y verde. En vano las mínimas pertenencias. En vano el alelí que emerge de mis ojos. En vano la alegría, en la franela de la luna. ¡Ah, nostalgia naciente y diaria que en la palabra desmaya sus linternas! ¡Ah, esta evidencia que hojeo, superior al ilusionismo del tiempo! ¡Ah, este después que arde en la memoria! El hombre, va dejando en su tránsito, el abandono del futuro...
La boca de la aurora de Tillamook anima
El incendio verde de Oregon.
¿Qué pájaro o herencia del oficio
me trajo a la feligresía de la nieve?
¿Qué sed me condujo a Wilsonville,
a la vieja libertad de Cannon Beach
y a Multnomah Fall?
En cada lugar se abrían, con ebriedad,
Las alas habituales de la mañana;
La gente coronada de cierzo,
Parecía un misterio entre el soplo
Y el esplendor fosforescente
De la naturaleza y el tiempo.
¡Qué vieja fantasía me acompaña
En Japanese Gardens
O en The Rose Festival!
Todo parece un nudo torrencial
De vida sobre el destello del césped y la nieve.
Sobre los andamios
Y graderías hechas de nieve y viento,
Yo siento una deuda con el mañana;
Por eso, el temblor humano,
El adusto anhelo de la luz,
El extraño palpitar de la sangre
Que me viene, sin desentrañarlo,
De los más auscultos espíritus.
Quizá, de la vigilia de los espejos.
La boca de la aurora me llama:
Y es para emprender el oficio
De conversar con los pájaros,
Y encontrar el gran río
Donde pulsa, verde, la vida humana.
Invierno, Oregon, 1993/4.
Editado parcialmente en Oregon, por Interface Network, 199
I
Tengo en mi garganta los huesos grises del cielo.
Mis pupilas copian las sombras de las ventanas.
Sobre el césped, una ardilla instaura su reino.
Un grito sale del horizonte semejando un tranvía...
Las cáscaras del invierno reman como peces.
La noche entra junto a las rosas de Portland.
Mis palabras cabecean como moscas en las sienes.
II
Nubes negras sobre el buche de los cuervos.
Díasnoches como hablando en secreto:
Las pupilas de los árboles me miran,
La boca de la luna se pierde en la oscuridad.
El césped toca guitarras de hielo.
Me muero esperando la aurora:
Mi garganta humea como una ciudad en llamas.
III
Caminamos sobre la quinta avenida en Portland,
Con un atuendo de neblina.
Se recuerda. Se llora. Se anhela.
El sol es humo de cigarrillos. No la brasa.
Los aviones gruñen sobre techos de madera.
Yo paso extraviado sobre el agua fría.
Sangro junto a la nueva estación
Sangro junto a la anhelada trinchera de las estrellas.
IV
Un cuervo canta en la sombra del viento.
En la calefacción hay cruces de rosas;
Los caballos juegan en las ramas del maple,
San Salvador rueda en mi cigarrillo oregoniense.
La luna danza.
Los violines del freeway me salpican de neumáticos.
Los alambres del alba están distantes.
V
En los vitrales de la capilla humean las candelas.
Hay un siglo de palabras en los túneles del alma.
Al fondo de los pisos, hay rosas con herrumbre.
El horizonte es un campanario vacío.
Bajo la sombra de la memoria, mezco canciones.
Yo silbo, ahora, donde culmina la geografía
Y el estertor de los volcanes...
VI
Sobre el césped cae mi sombra.
Un silbido de árboles murientes horada mi alma.
El viento de Glandtone, es un libro que se abre
En el horizonte.
He dormido agujereado de recuerdos.
Un niño me salva desde la conicidad de la noche.
Vivo atisbando, como pájaro, la miel de las flores.
VII
Nadie me responde en la nieve del Mount Hood.
El invierno me moja con sus lágrimas blancas.
Nada se ve. Sino el fondo de la noche:
“I have a dream”...
Sentí que mis alas volaban por el horizonte.
Y la luz agonizaba en la pulcritud del césped.
Sólo busco mis sueños entre las hojas.
El crepúsculo es inmenso. Yo, sin embargo,
Soy mendigo del alba. De verdes techos
Que sangran... soy buscador...
Sobre las aguas del hielo negro mojo mi estío.
Mi garganta humea como una ciudad anhelante.
Mis sienes picotean puertas y relojes.
Así voy, buscando, entre un rosario de hojas.
Al final, el grito, tendrá barbas de primavera.
“Estoy anclado en un rincón
De mi propia conciencia”: cargo la luz.
Y con ella voy abriendo brechas.
Las viejas arpas del designio me acompañan.
Y la esperanza, —aún en el dolor y las ausencias—
Es un jardín sobre pirámides que he ido descifrando
Entre rendijas de ventanas: creo en el Universo.
“Antes, para recordar algo, tenía que invocar una imagen que me hiciera pensar en toda la escena. Ahora lo único que tengo que hacer es tomar un detalle que he escogido con antelación, que significara toda la escena. Digamos que alguien me dice la palabra JINETE. Todo lo que necesito es la imagen de un pie en una espuela. Antes, si alguien me daba la palabra RESTAURANTE, tenía que ver la entrada del restaurante, la gente sentada adentro, y una orquesta rumana interpretando sus instrumentos, y muchos más... Pero si me dan esa palabra hoy, veo algo que parece una tienda y una entrada con un poco de algo blanco que se asoma desde adentro —eso es todo, y recordaré la palabra. Por eso digo que mis imágenes han cambiado bastante. Antes eran más precisas, más realistas. Las que tengo ahora no son tan bien definidas y tan vividas como las anteriores... Me interesa sólo un detalle para reconocer el todo”.
Un cuervo canta sobre la cresta de los pinos.
Su faena tiene misterio de caos.
Ante mí, los faroles de Campus Universitario,
Picotean el buche de las ardillas.
Ann Chapel tiene meteoritos anónimos.
Allí se hablan lenguas. Hay voces y lágrimas.
Voces de sombras que arden en su interior:
Rebaño de colinas: párpados que giran
Donde el sol sólo reside en la sique.
Después de la palabra, algo queda prendido en las banderas de la aurora, en el humus hiriente, en el discurso irreverente del viento, en la alegría nupcial de las abejas, en las campánulas delirantes que espejean en los caminos. No todo escapa. Algo hay en la arcilla que la memoria guarda; y sólo sale y aproxima, por las hojas de las ventanas que, el sueño alucinante, destella como un chorro de luz desde profundidades habitadas, por la magia y el azogue del misterio. Después de la palabra, queda un camino inefable. Después de la palabra, hay una tempestad de sueños.
Yo siempre voy tras lo que queda. Mi oficio siempre es un anónimo afán de salir como pájaro —e intacto e intrépido— agarrar los gajos de claridad de la luz primeriza del día, de la sangre derretida del ocote, que florece en pulso con un manantial de pétalos. Sin embargo, la claridad se desvanece. Y tengo claridad sin día. Y tengo sangre sin cuerpo. Y tengo flores sin pulso. Y tengo todo. Menos, a veces, la vida que suene su vestido de corazón húmedo y verde. En vano las mínimas pertenencias. En vano el alelí que emerge de mis ojos. En vano la alegría, en la franela de la luna. ¡Ah, nostalgia naciente y diaria que en la palabra desmaya sus linternas! ¡Ah, esta evidencia que hojeo, superior al ilusionismo del tiempo! ¡Ah, este después que arde en la memoria! El hombre, va dejando en su tránsito, el abandono del futuro...
La boca de la aurora de Tillamook anima
El incendio verde de Oregon.
¿Qué pájaro o herencia del oficio
me trajo a la feligresía de la nieve?
¿Qué sed me condujo a Wilsonville,
a la vieja libertad de Cannon Beach
y a Multnomah Fall?
En cada lugar se abrían, con ebriedad,
Las alas habituales de la mañana;
La gente coronada de cierzo,
Parecía un misterio entre el soplo
Y el esplendor fosforescente
De la naturaleza y el tiempo.
¡Qué vieja fantasía me acompaña
En Japanese Gardens
O en The Rose Festival!
Todo parece un nudo torrencial
De vida sobre el destello del césped y la nieve.
Sobre los andamios
Y graderías hechas de nieve y viento,
Yo siento una deuda con el mañana;
Por eso, el temblor humano,
El adusto anhelo de la luz,
El extraño palpitar de la sangre
Que me viene, sin desentrañarlo,
De los más auscultos espíritus.
Quizá, de la vigilia de los espejos.
La boca de la aurora me llama:
Y es para emprender el oficio
De conversar con los pájaros,
Y encontrar el gran río
Donde pulsa, verde, la vida humana.
Invierno, Oregon, 1993/4.
Editado parcialmente en Oregon, por Interface Network, 199
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