Gonzalo Maire, Chile
Imágenes
puras. (El hombre horadado, Editorial Rove, 2013)
Un viento de pulmones incoloros asola las
hojas más allá del horizonte
y como brújulas sin remedio, transitan
entre desolaciones sin casa.
Largas tardes de iglesias marchitas me
sobreviven como a una existencia arrancada de sí,
y en cada rostro oscureciéndose sin fin,
desde dentro un grito sobresale,
excedido por todos lados de narcisos
cubiertos de sangre,
espejos amarillos que nadie puede sostener.
A un sol que está de luto, conservo ojos de
exterminio,
un retrato que va andando entre lámparas
por callejones aullantes de una madera
podrida,
letreros profanados de cuerpos vencidos
por la furia, el lodo, el semen profundo de
una amapola sin vida,
o unas golondrinas sin alas, que vuelan
como ángeles difuntos,
o como una hebra entre la soledad,
que de cierta ternura, cierto modo de
sufrir,
es una presencia hasta el fondo
y esculpe en su torso los funerales y
canciones de toda la extensión que brotan sobre este mundo.
Al golpe de una gota, a la luz de una
estrella,
bebo para mí, por mí,
solo,
moviéndome a penas, fatigado,
mientras que a mis espaldas un riachuelo
ahoga mi sombra
con un vino de cuyas botellas una tristeza
sorda muerde y mosquitos
ya sin vuelo,
y ciertas cosas también que un vagón
detenido le roba a la noche.
Fatamorgana. (El hombre horadado,
Editorial Rove, 2013)
Suprimido ser,
distante,
similares a los ladridos ásperos y
averiados de un perro antes de morir, tristemente transparentes,
inconstante,
como una carne deshecha por la luz, o por
arañas sin ningún encanto o como uvas mordidas por el sexo,
sediento ser,
cobarde, doliente, como una higuera
concibiendo a gritos el invierno;
nadie sabe quién eres,
y caes,
y ruedas junto a mi nombre sin poder
definirlo, recopilando el amor sin tocarlo,
infructuosamente,
como no se logra precisar el espanto y los
mataderos de cisnes.
Lleno de dientes oscuros, de seducción
infecunda,
de zorzales varados,
tulipanes
calientes,
cruzas el alma de un socavón, y partes en
úteros las flores,
y eres la distancia del mundo.
Abandonado, te pareces a una simple calle
ciega, débil, y correteas con tus párpados sus cenizas,
abandonado,
juegas a no ser nada,
extenuado de trajes sin medida, y joyas a
lo alto de las iglesias,
el sexo que se abre sin piernas, flotando,
desintegrándose
con orgasmos de ángeles descoloridos,
consumiéndose igual un arcoíris en un rincón
roto,
y las primeras raíces que amanecen en las
abejas, después de una noche redonda,
anudan las arboledas secas,
y te pareces a esa preciosa imagen del
mundo, al polen grueso de mis pensamientos,
a la claridad de las piedras,
a la sangre de las hojas.
Muslos con actitud de tijeras cortan la
aurora:
otro amor,
una cama diferente,
y la noche se desangra desde dentro.
Secreto y herido, recalcitrante, dulce, se
ahoga el tiempo con la historia,
y se deshacen los castillos en el cuello de
las copas
que reducen tu ser a un puro y amargo
movimiento de otoño en el vino.
Aves nocturnas se escuchan llorar,
a lo lejos,
traicionando sus propias creencias.
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