En el presente blog puede leer poemas selectos, extraídos de la Antología Mundial de Poesía que publica Arte Poética- Rostros y versos, Fundada por André Cruchaga. También puede leer reseñas, ensayos, entrevistas, teatro. Puede ingresar, para ampliar su lectura a ARTE POÉTICA-ROSTROS Y VERSOS.



sábado, 1 de agosto de 2009

El Domador de Cocodrilos-Samuel Brejar

Domador de cocodrilos, fotografía: mefeedia




Samuel Brejar
El Domador de Cocodrilos


Drama en dos momentos
traducido del francés

por

Noëlle Yábar-Valdez






Título original


LE MASSEUR DE CROCODILES







Primera edición en francés
Obras de teatro editadas por «Point de Rencontre», Orléans.
Colección Rabelais
Théâtre
ISBN 2-904-851-03-8
© GILBERT YABAR-VALDEZ, 1986

Imprimé en France

Traducción del francés al español
para ser publicada en Internet
© NOËLLE YABAR-VALDEZ, 2009














EL DOMADOR DE COCODRILOS



Un solo personaje:

RUPERTO, 50 años.












Decorado

El decorado representa un cuchitril que sirve de vivienda a Ruperto. Esta habitación deja una sensación de abandono, de negligencia. Naderías, discos, libros, utensilios domésticos por todas partes y unos cuantos mue­bles hechos una lástima, entre los cuales una cama plegable. No hay ventana.

En el fondo, una pequeña puerta da a la calle; en las paredes, fac-símiles, fotos o carteles amarilleados. Tam­bién se ve un viejo pick-up. En medio de la escena, verticalmente con relación al público, un féretro humilde de color ne­gro puesto sobre caballetes de madera. En sus extremos, cuatro cirios encendidos en candelabros im­provisados.













Primer momento


La acción se desarrolla por una noche de invierno en los suburbios de una gran ciudad latino-americana.
A la subida del telón, la escena queda vacía. Ruperto es un funcionario civil que ha sido revocado por 'infrac­ción' a una ley de excepción vigente.
Apretado en su terno remendado, sin embargo tiene un aspecto relajado, una gran vivacidad mental, unas veces burlón, otras veces profundo y sutil, pero siempre lleno de astucia, a pesar de su miedo casi permanente.
Después de un rato, este personaje entra apresurado por la única puerta de la vivienda mientras que, a lo lejos, un tren pita con insistencia.


RUPERTO


¡A salvo! ¡A salvo! ¡El toque de queda acaba de sonar! ¡Qué miseria! Siempre lo mismo: hay que encerrarse en su casa. (Pausa). La precisión policial es la única cosa que funciona aquí. Ni me atre­vo en respirar. (Se relaja). En fin, ¿A qué sirve intentar entenderlo si estamos excluidos de todo? (Si­len­cio). ¡O Dios mío! Si no tengo suficiente imaginación, voy a sucumbir.

Ruperto va hacia el féretro y toca como si estuviera lla­mando.

¡Buenas noches! ¿Todo queda bien allí adentro? (Aproxima su oreja con la intención de escuchar). ¿To­da­vía estás aquí? ¡Tienes que quedarte ahí para siempre, no lo olvides! (Golpetea el cajón). ¿Ya te estás preparando para los gusanos? ¡Pobre amigo mío! (Toma una silla y se sienta cerca del difunto). ¡Eh! ¿Me oyes?
Ya no me escuchas, ¿o no me entiendes? (Un tiempo). De todas maneras, antes de que esos salvajes apaguen las luces del barrio, voy a platicar un rato contigo, ¿de acuerdo? Pero primero ponte cómo­do. Haz como en tu casa. (Algo está sonriendo en su cara). ¿Qué pasa? Si tienes fobia de los lugares en­cerrados, ¿por qué te encerraste en este envase? ¿Será en protesta contra la dureza de nuestro Gene­ral en jefe? ¡Cállate pues, ya que aquí todo acaba por saberse! El delirio de la intimidación nos ace­cha y mala suerte para los débiles que somos en nuestra irremediable pobreza.

Con aire preocupado se dirige hacia la parte delantera de la escena, tosiquea, echa la cabeza para atrás y se ríe.

Tengo ganas de divertirme, pero no estoy seguro. (Su voz se quiebra). Siento que están llegando los ve­jes­torios. (Murmura). ¿Por qué seguimos viviendo como si nada? (Dirigiéndose al muerto). ¿Nunca se te ocu­rrió que somos el ganado destinado a la carnicería del Guía Supremo? (Pausa). Si algún día me curo de la prudencia ¿crees que mi temeridad tendrá una influencia cualquiera sobre la bar­barie? En todo caso, no lo creo, ya que desde siempre la desobediencia genera la represión y, en­tonces, ¡zas! ¡En los riñones!

(Mira largamente por arriba y después, el silencio). Al fin y al cabo, soy un no-violento. Tengo mi propio mé­todo: ¡Ningún gesto! ¡Sí! Soy un minusválido civil y utilizo la cobardía como seguro para mi exis­tencia, ya que generalmente es una postura cómoda. Sin duda alguna estaba escrito que iba a sa­ber arre­­glármelas en este maldito país. (En voz alta). ¿Qué dices de esto? ¿Estás sordo? (Con cara se­ve­ra). ¡En fin! ¿Sabes cuántos hombres cayeron bajo la tortura de los Nacionales-Militaristas? (Pau­sa). ¿Qué no es nada? ¿No hay que ceder? (Pausa). ¿La insurrección? ¿El valor? ¿Y cómo pues? Acabo de decirte que aquí todos estamos petrificados por el terror. ¿Y qué piensas tú? ¿Cada quien con sus problemas? ¡Por supuesto! ¡Tu vida es fácil ahora!

Boquiabierto, mira en sus alrededores, balbucea unas cuan­tas palabras luego, sonríe con satisfacción.

¡Todo eso me exalta! Además, nada cambia: estoy solo, arraigado en la soledad de todo el mundo. La compañía no es sino una broma, por eso me quedo apartado. (Echa una mirada al techo). ¡Oye! ¿Quie­res que te cuente uno de mis chistes idiotas? Pero, me prometes no caerte de sueño, ¿de acuer­do? (Se ríe). Déjame ver. ¡Ejemmm! En realidad, no se me ocurre otra cosa que proponerte una trampa hechizadora tan absurda como lo que estamos viviendo aquí. (Enseñando el techo, dice cualquier cosa). Mira este techo, ¿quieres? Pues, como puedes darte cuenta, tiene una extensión, no demasiado larga que digamos, ¿no es cierto? (Pausa) ¡O! ¡Disculpa! ¡Qué tonto soy! Tú, mira TU techo, ¡cla­ro! ¿Ya está? Ahora, ya no te preocupes del mío, ¿OK. ? Bueno, ¿Lo estás viendo? Es tan horro­roso como el que estoy mirando yo, ¿verdad? ¡Perfecto! Ahora, cierra los ojos. Intenta ima­gi­narte que estás caminando encima como una mosca. ¿Los estás haciendo? ¡Muy bien! ¿No tienes vér­tigo? Muy bien, muy bien. ¡Échate a volar! ¿Vuelas? ¡Bsssssssssss! ¡bssss, bssss! ¡Es pro­di­gioso! (Queda observando el 'vuelo de la mosca'. Un tiempo). Todo se va a acabar pronto. (Castañetea los de­dos). ¡Despierta! (Se ríe contemplando el suelo). ¡Estaba seguro! ¡Paf! ¡Zas! ¡Cataplum! ¡Crac! ¡Ayayay! ¡Eso es el regreso a la realidad! (Se sienta al lado del muerto). Tú, mi querido muerto, nunca se­rás astuto mientras te quedes sin sepultura. (Silencio. Luego, sin saber qué más decir). ¿Piensas que uno de­be juzgar a un hombre según lo que está viendo o imaginando o según lo que cree imaginar? ¿De­pen­de del punto de vista? ¡Quizás! Yo, más bien, pienso en la cosa vista. ¡Eh! ¿Por qué no dices ni una palabra? ¿Estás decepcionado? ¿Tus ideas están acribilladas de balas? (Enseña su ca­be­za). ¿Na­da está claro por aquí adentro?

Ruperto se pone de pie y da vueltas, mirando el suelo. Un tiempo. Poco a poco, su cara se vuelve severa.

A propósito, todo está confuso: la percepción, la conciencia, la objetividad y no sé cómo hacer. No tengo nada que perder. A veces, me pregunto si mi cerebro todavía me sirve de algo. Supongo que la inte­li­gencia tiene que ejercitarse en algún lugar. (Medita rascándose la nuca). Hablando de cerebro, ¿Es­ta­rá haciendo sus preparaciones el del Dic­ta­dor? Lo dudo. ¡Es demasiada bestia! No deja de repetir que está muy satisfecho del Capitalismo; el problema es que nadie sabe si el Capitalismo está sa­tisfecho de él. (Suspira). ¡Así es! La mula negra que nos gobierna quiere salvarnos del huracán rojo, pues nos protege a golpes de Decretos Supremos y que lo quieras o no, tienes que decir Amen si no, las ba­yo­netas ¡zic! ¡Zac! y adiós a la vida. ¡Sí, es extraño! Sus verdades siempre están min­tiendo pero, cui­dado, son verdaderas por voluntad del Ejecutivo que yo soy, como él dice cuando está estre­ñi­do o cuando tiene hipo después de coger una tajada. ¿Qué quieres? Es bestial, y no me estoy riendo.

(De pronto, pierde todo dominio sobre sí mismo). ¿Cómo ocurrió eso? y ¿por qué diablo soy un chaval tan sen­si­ble y razonable? ¿Qué se puede hacer contra la perversidad? ¿Vociferar? (Rechina los dien­tes) El espíritu, ¿qué es hoy en día? ¿La estupidez? ¿La banalidad? ¿El salvajismo? ¡Pff! Como lo vez, ni siquiera queda un poco de humanidad, ¿no es cierto?

(Con las manos juntadas). Demos las gracias a Dios por esta felicidad. Nos hace bien, con tal que no du­re de­ma­siado. (Aspira fuerte). Creo que aquí, si uno quiere sobrevivir, es mejor que sepa conjugar el ver­bo callarse: me callo; te callas; se calla; nos callamos. O sea: ¡cállense! Pero ¿Cuánto tiempo durará? (Silencio). Siempre he dicho que todos somos hechos para callarnos. De todas maneras, si no nos callamos el déspota nos hará callar tarde o temprano. Por eso es que me callé, me callo y aún me callaré. O si no, me largaré callado. (Dirigiéndose al muerto). Tú, ya no necesitas callarte. Tu si­len­cio es el que el Generalísimo prefiere escuchar. Estás bien donde estás. ¡Quédate allí! (Se ríe). ¿De qué te ríes, Ruperto? ¿De tu repugnante libertad?

De pronto, se oyen pasos que se paran justo detrás de la puerta. Ruperto, ojo avizor, tosiquea en su mano para tran­quilizarse. (En el cuarto la puerta es de una importancia primordial). Un tiempo. Se escuchan de nuevo los pasos que se alejan poco a poco.
Como de costumbre el tren pita mientras que un perro la­dra a lo lejos.

¡Dios mío! Pensé que iban a disparar. (Pausa). En estos parajes lo imprevisto no es inaudible. ¡Jo­lín! La angustia me sube a la cabeza: intento no tener mieditis pero en vano. Aquí, a fuerza de repetirse, lo inesperado se ha vuelto común. (Mirando la puerta). ¡Siento que está volviendo! ¡Ahí viene! ¡A­quí está! ¡Siempre es lo mismo! (Silencio). ¿Qué es lo que quiere de mí? ¿Mis sentimientos? (Pau­sa). ¿Qué quiere pues?

Ruperto se persigna, luego se echa en su cama, los dedos enlazados detrás de la nuca. Ensimismado en sus re­fle­xio­nes, inclina la cabeza entre sus brazos, dando la sensación de querer protegerse contra el frío. Un tiempo. Repenti­na­mente, se oye un coche aproximándose. Ruper­to, mira la puerta, sobresaltando con espanto, se pone de pie, a la expectativa y, seguidamente, empujado por una fuerza irre­sis­tible, conmovido, se precipita hacia la salida gri­tando.

¡No disparen! ¡No disparen! ¡Seguro que es un error! ¡No soy yo el culpable, se lo juro! (Silencio). ¡Es­cúchen­me y recuerden lo que les voy a decir: soy inocente! Lo entienden, ¿no? (Silencio). ¡Tran­qui­lí­cense, no tengo armas! Si quieren, se lo voy a explicar todo, ¿de acuerdo? ¿No? ¡Án­de­le, pón­ganse amables! (En voz baja). Son ellos, yo lo sé. Eso tiene que acabar. Haz algo, Ruperto. (Grita). ¿Cuándo podré empezar a vivir, eh? (Se repone un poco y entra en un juego imaginario). ¡Nada! ¡Tus pa­peles, cabrón! Me dirá como siempre, el más gordo, cuyo aliento tiene olor a rancio por el alcohol. Y yo: Pero qué, señor, cada noche es lo mismo, estoy harto. Una orden es una orden, volverá a decir una vez más, el otro, el que tiene una cicatriz a lo largo de la mejilla derecha. Y yo: aquí los tiene, ¡jefe!

Durante todo el intercambio de palabras que sigue, Ruper­to mimará los gestos de cada personaje dando a cada uno una inflexión de voz diferente.

- Ahí, en la foto, ¿eres tú?
- ¡Claro! ¿Quién podría ser? Después de tantos años de visitas cotidianas, usted debería co­nocerme a fondo.
- ¡Vaya! con vosotros, ¡nunca se sabe!
- Pero si están en regla mis papeles, ¿no es así?
- ¡Qué va! ¡Todos los documentos civiles son sospechosos!
- De veras, no sé que haría sin su protección.
- ¡Anda! ¡Cállate! Circula, si no te desfloro, ¿entendido?

Entonces, doblado por la cintura, diré: ¡Sí señor! Luego pensaré en la patria o iré a pasearme men­tal­mente por el jardín donde la ternura prodiga su limpieza pero, sin transición ni tardanza, se pondrán a buscar no sé qué por todas partes y una vez más se manifestará mi miedo: ¿Por qué lo revuelven todo aquí cada noche? ¡Cierra el pico! No te metas en lo que no te concierne, dirá el poli rechoncho, y yo, ingenuo: ¿Tienen ustedes, por casualidad, una orden de requisición? Se echarán a reír: ¡Qué lelo ese tío! Sin embargo, replicaré: Siendo ciudadano de este país, todavía tengo algunos derechos, ¿No es cierto? ¡Pff! Cuidado con lo que cacareas, pedazo de payaso, si no quieres dar lástima, me dirá uno de ellos. ¡Bueno! Hasta mañana, ¿eh? añadirá otro riéndose a carcajadas.

Cansado del juego que acaba de improvisar, Ruperto ava­n­za hacia el centro de la escena.
Hace tiempo que se alejó el ruido del coche.

Esta vez, fue una falsa alarma. ¡Quién sabe lo que ocurrirá dentro de una o dos horas! (En voz alta). ¡Voy a comprarme un perro guardián! ¡No me gustan esos intrusos!

De pronto, la luz se apaga. Sólo los cirios alumbran el cuarto con su luz tenue.

¡Qué puntuales son esos canallas! Son las diez en punto. ¡En fin! Lo esencial es guardar los ojos abiertos ya que dentro de algún tiempo me vendrán a buscar con la misma puntualidad que de cos­tumbre.

Librado de esos temores, Ruperto pone un disco de jazz de los años treinta en el pick-up. Un lamentable chillido in­va­de la escena.

¿Qué broma es esta? ¡No calienta! (Se queda pensando). ¿Qué se puede hacer? No vale la pena swinguar en esas condiciones. (Intenta bailar). ¡Vaya! Jack Teagarden se ha rayado con el tiempo. El tiempo lo raya todo. (Con ironía, examina sus pies). Pues no, no tengo ganas de prestarme a esa tontería. Si el mundo se aburre y que su disgusto dura todo el día, más vale imitar los pájaros.

Después de una larga pausa y algunas vacilaciones, saca el disco. Luego, como si estuviera hablándose a sí mis­mo.

¿Qué pasa? Estoy a punto de derrumbarme. ¿Ya no existe la alegría en este mundo? (Aguza el oído). Si se viene por ahí, creo que habría que decirle algo malvado. (Se dirige hacia la puerta). Soy inocente, ¡sé­panlo ustedes! (Desanda lo andado). ¡Ah! Me he gastado la vida en vano y de pronto estoy pen­san­do que me siento harto de trajinar para nada. (Mirando la puerta). Lo voy a soltar todo antes de que me boten. (Pausa). ¡La vida es demasiado dura aquí! (Un tiempo). ¿Qué estaba diciendo? ¡Ah sí! ¡Ten­go que irme pero también tengo que estar convencido! (Andando de un lado a otro). ¡Estoy se­guro que están aquí! Con esa jauría de guripas, no es para menos volverse majareta. (Se queda mi­rando la puerta otra vez). ¡Dios mío! ¡Qué grato es vivir! (Vocifera). ¡Ya no sé de qué estoy hablando; ya no sé lo que estoy haciendo! ¡Estoy fuera de la realidad por culpa de ustedes!

(Justamente, sin saber qué hacer ni qué decir, Ruperto se pone a canturrear. Aliviado, se acerca a escondidas del fé­retro como si quisiera sorprender al muerto. Un tiempo. Le habla confidencialmente).

¿Todavía estás aquí? ¿No estás apurado? Pues, te voy a decir una cosa: creo que nuestro país está per­dido, y re-contraperdido. ¡Sí, eso es! Si te contara todo lo que he visto y oído, toda la eternidad que te que­da no te alcanzaría para escucharme. ¡Hombre! ¿Cómo te explicas eso? : Una noche, en una ciu­dad perdida de los Andes, tuve ganas de irme al cine. No habiendo nada más que ver, entré en una sala donde se daba una película del Oeste, con John Wayne. Sin darme cuenta, me senté al lado de un indiecito de unos doce años. ¿Qué crees que gritaba cada vez que Wayne el justiciero acribillaba a balazos a un indio? ¿He? ¡N-n-no! No podrías imaginártelo. (Levanta los brazos). Gritaba: ¡Bravo! ¡Bra­vo! Sorprendido, le pedí la razón de su entusiasmo. Pues, me contestó con una conmovedora sen­ci­llez: ¡S’ñor, indio malo! ¡Matarlo, bueno! (Mueve la cabeza). ¿Ya vez? Así es como uno deja de pertenecerse. Nunca he podido entenderlo. Es exactamente la gente a la que se necesita para gobernar un país. Sin duda alguna, de eso está convencido nuestro Dictador.

(Asqueado, acerca una silla y se sienta cruzando las pier­nas. Un tiempo. Mira alrededor suyo luego, con un tono burlón).

¡Ah! Si te contara todo lo que he vivido, te erguirías en tu cajón. (Pausa). ¿Te recuerdas el soplón de nuestra calle? Sabes, el de la bartola. Pues, este chivato es la más bestia que yo conozca. ¡Da gusto, de veras! ¡Es hábil, perspicaz y eso que me quedo corto! (Se ríe). Figúrate que, sin quererlo, tuve una sabrosa charla con él. Fue muy instructivo como podrás darte cuenta. (Sonriendo). Un día, no hace mu­cho tiempo, estaba leyendo un libro anodino cuando este patán, intrigado, se acercó con pesadez y me preguntó:

- Él: ¿Qué es eso?
- Yo: Ya lo ves, un libro.
- Él: ¡Ah! ¿Puedo verlo?
- Yo: ¡Por supuesto! ¡Toma!
- Él: Dos-to-dosto-evs-ki. Dosto, ¿qué?
- Yo: Dostoievski.
- Él: ¡Aja! ¡Suena a comunista!
- Yo: ¡Pff! ¡Mira, lee pues!: es una novela escrita en
1868. ¿Entiendes?
- Él: ¡Hombre! ¡Chanelé, yo! Es un bolchevique del
siglo diecinueve. ¿No es cierto?
- Yo: ¡Niet! En esta época el bolchevismo todavía no
existía. Este libro cuenta la historia del príncipe Nychkim...
- Él: ¡Hum, hum! ¡Un príncipe rojo!
- Yo: ¡Qué obsesión! Este aristócrata era generoso, caritativo, casi un santo y además, bien sabes que todavía no hay santos comunistas.
- Él: ¡Claro, claro! Y, ¿Cómo se llama este libraco?
- Yo: "El idiota".
- Él: ¡Ya ves! ¡Tengo razón! Sigo pensando que este truco es comunista.
- Yo: ¡De ninguna manera! ¿Por qué dices eso?
- Él: Porque sólo esos cabrones de comunistas tratan de idiota a nuestro querido Jefe Su­pre­mo.
- Yo: ¡Pero vaya! Te equivocas... Soy católico, como todo el mundo.
- Él: ¡Calla! ¡A la chirona!
- Yo: Pero, no he hecho nada malo...
- Él: ¡A la chirona!
- Yo: Déjame explicarte..., ¿Quieres?
- Él: ¡No! ¡He dicho a la chirona!
- Yo: ¡Escucha! ¡Me destrozas el corazón! ¿A qué sirve?... ¡Anda! Hasta luego... ¿de acuerdo?
- Él: ¡Vaya! ¿Quieres un delito de fuga?
- Yo: ¡N-n-n-no, no, no! ¡Bueno, está bien!!!!

Pues sí, me estaba acostumbrando a él. Me daba la impresión de que podía estafarlo. No me quedaba sino poner en práctica mi erudición de la paciencia.
Claro que estaba lejos de imaginarme que no dudaría ni un solo instante en tirarme sin miramientos en las garras de un tipo siniestro de la Sección Local de la Policía Nacional; y es lo que hizo.
(Levantándose). ¡Pues sí! Pero, entonces, pensé: por supuesto, tendré que pirármelas. Mi única espe­ran­za consistía en utilizar mi astucia. La necesidad vuelve a uno astuto, ¿no es cierto? Por eso, con aire de falsa inocencia, le pregunté al poli:

- ¿Qué hora es, jefe?
- Son las cinco menos cinco, me contestó.
- ¡Oh! ¡Qué fastidio!
- ¿Hum?
- ¡Pues sí! Si son las cinco menos cinco quiere decir que es cero hora, ¿No es cierto?
- ¿Qué?
- Cinco menos cinco queda cero ¿o no?
- ¡Bah!

En este instante, mi querido muerto, me di cuenta de que ese verdugo me iba a costar más trabajo de lo previsto. Sin embargo, insistí para preservar mi honor.

- Le pido disculpa pero, como usted lo puede comprender, me parece que es cero hora, lo que significa que ya no hay hora. Es decir que usted no tiene hora.
- ¡Como quieras!
- Entonces, ¿por qué me la dio usted, hace un ratito?
- ¡Así no más! ¡Para pasarme el tiempo!
- ¡Pues, si es cero hora, es que ya no hay tiempo! Se lo repito, cero es cero y dentro de cero no hay nada y si no hay nada, ¿cómo diablos puede usted pasarse el tiempo ahí donde no exis­te nada?

Ya vez, tenía en absoluto que arreglármelas a solas y es por eso que le hostigué, le obligué sin tregua a contestar pequeñas preguntas de la misma índole durante largo tiempo. Esta crueldad mental era la única manera de lograr lo que buscaba: volverme inaguantable y al mismo tiempo desanimarlo. Y, algo irri­ta­do, el pobre, cansado de no saber qué contestarme, acabó por admitir mi extravagancia.

- ¡Hombre! Dime tantos despropósitos como quieras, pero estás perdiendo el tiempo.
- ¿Cuál tiempo? ¡Si es que no hay!
- Escucha, pedazo de chusco, ya tenía que estar contigo en la sede de la Policía, a las cinco me­nos cinco...
- ¡Bueno, viejo, es demasiado tarde! ¡Mire! Ya son las cinco y cinco.
- ¡Oh mierda!
- ¡Pues sí!
- ¡Claro, ríete!
- ¡Después de todo, alégrese! Ganarse diez minutos, no es tan mal, ¿verdad?
- ¡Oh, cierra el pico! Nunca he conocido a alguien tan chiflado. ¡Lárgate de aquí! ¡Rápido! Ya no quiero verte. Eres demasiado fuerte para mí.

(Al muerto). Gracias a esa astucia sencilla y directa, pude salvarme el pellejo. ¿Entiendes? (Pausa). Pe­ro, ¿hasta cuándo? (Levantando los ojos). ¡Quién sabe! En todo caso, el verdadero trampero no pre­viene, agarra y aplasta. (Mirando la puerta). Con él, no hay broma que valga. (Agita la cabeza). Aquí, el miedo tiene que dormir con los ojos abiertos. ¡
Ruperto se dirige hacia la puerta, los ojos llenos de ansie­dad. Aplica el oído para escuchar. Un tiempo. Nervioso, se voltea un rato, escucha de nuevo, quién sabe qué.
Breve silencio. Otra vez, Ruperto vuelve de prisa al centro de la escena. Allí, inmóvil, canturrea para dominar su miedo.

¡Ah! ¡Se queda muy en silencio! (Se acerca a la cabecera de la cama). Y ¿por qué no? (Intenta librarse de sus temores). ¡No es nada, Ruperto! (Pausa). Sí, seguro que estaba soñando, y que me estaba ima­gi­nando algo sofocante en todo su esplendor. (Se incorpora en la cama). Pero, ¿qué pasa? ¿Será que me he dejado llevar una vez más por mis melindres o el que me está espiando sigue con su oído pegado en la puerta? (Un tiempo). ¿Qué me está pasando? ¡No entiendo! ¿La conozco, esta vigía? Un día, creí escucharla reírse. ¡Todo esto me corta el apetito! (Se levanta). Siento que tiene el mal ojo y que reconoce mi mirada... (Se vuelve a sentar). ¿Dónde estará, ahora? (Canturrea). ¡No me interesa sa­ber­lo! (Inquieto, mira alrededor suyo). ¡Pero no es cierto, Ruperto! ¡Cuando ya no está detrás de ti, tienes la sensación de que te está faltando! ¡Reconócelo! (Pausa). Ruperto, creo que te gusta sentirte aco­sa­do. ¡Te imaginas!
Se pone de pie. Sin pensarlo, rebusca en sus bolsillos. Parece temblar y, atemorizado, mira fijamente la puerta.

¡Hé! ¿Está aquí? (Silencio). La última vez que Vd. vino... ¿cuándo fue? (Una duda nace en su ca­be­za). ¿Quién es? (Pausa). ¿Acabará de una vez? (Silencio). ¡Si es así!, ¡qué se lo lleve el diablo! (Se queda un momento sin moverse). Cómo ! ¡Vd. está llorando! ¿Está triste? (Breve silencio). ¡Oiga! Le doy la bienvenida, le acepto e intentaré entenderlo, ¿de acuerdo? Pues, ¿sí.... o no? Y, ¿qué quiere Vd.? ¿De­tenerme? ¿Tampoco? (Aprieta sus manos contra su pecho). Señor perseguidor, ¿qué puedo hacer para consolarle? ¿Nada? A ver, quizás dentro de un rato lo esté imaginando: será mequetrefe, seve­ro, silencioso y ciego también, pero usted no tiene que preocuparse, sus ojos se quedarán abiertos aun cuando estará durmiendo. ¡¿Está complacido?!
(Un tiempo, luego se acerca con pesar del féretro). Que extraño es el miedo, hay que resignarse. (Al muerto). Es peligroso impulsar a un hombre a negar su consciencia, ¿no es cierto? De todos modos, con este batidor siempre estoy en peligro ya que siempre está en alerta. Cuando no sabe nada, inventa y cuan­do sabe lo que quería saber, exagera. Es su manera de mentir. ¿Sabes? Tiene ojos por todas partes. Me encuentra y me agarra cuando tiene ganas. ¡Sí! Tengo una estrella amarilla en la frente, otra en la nu­ca, soy su judío imprescindible. (Se enlaza con los brazos). ¡Tengo frío! ¡Qué necesidad de calor y de mujer! (Se sienta). ¿A dónde vamos? ¿Crees que podremos salvarnos? (Silencio). Después de todo lo que acaba de suceder, ¿no vas a poner en duda su existencia, hé? (Pausa). ¡Oye! ¿No podrías ayu­darme a desaparecer con el fin de favorecer mi ilusión de vivir? (Dando un puñetazo contra la caja). ¡Jo­lín! ¡Es demasiado fácil quedarse muerto! ¡Ocúpate de mí! Yo sé que puedes alentar al perse­gui­dor a mostrarse más humano en su persecución. Después de todo, nunca le he hecho daño, ¡qué de­mo­nios!

De repente, se oye el pito del tren. Ruperto, sobresaltado, se precipita hacia el féretro y se apoya contra el. Un tiem­po.

¡Me horrorizan los ruidos! ¡Qué Dios proteja el silencio! (Cambiando de tono). Amigo mío, aquí estás para engañar el miedo. ¡Dilo! ¡El delirio de vivir te espanta, admítelo! (Pausa). Creo que tienes razón. Es en el sueño profundo que la comunicación entre los hombres se vuelve posible. Basta soñar, o... morirse. ¡Así es! (Se desploma en una silla, absorto en sus pensamientos. Silencio. Súbitamente, en una es­pe­cie de extravío). Recuerdo que una vez lo vi escondido tras un locutorio a las cuatro de la tarde y bien sabía disimularse igual que un niño jugando al sargento y al ladrón, al menos es lo que me dijo el ce­rra­jero que lo conoce y así es como aprendí a esconderme y quedarme vivo puesto que imaginármelo ahora me parece un sueño que me alivia de la misma manera que el que tuve a los diez años cuando mi madre se vistió de luto después de la muerte de no sé qué tía que venía a visitarnos cuando caía la lluvia, como algo sucio, no sé por qué, y cuando decía yo que nunca sería un adulto porque es una cosa triste pero te equivocas me decía mi padre pero hará buen tiempo exclamaba mi hermana y más tarde, un recuerdo de jira campestre cuando seguía creyendo que llorar era una invención de niño para sentirme menos solo cuando mi abuela decía sin cesar yo también estoy sola siempre sola y sola y sola...

De pronto, Ruperto deja de farfullar su perorata sin pies ni cabeza y otra vez vuelve la mirada hacia la puerta. Tie­ne la sensación de que alguien va a tocar la puerta. Un tiem­po. No parece divertirse, más bien está confuso.

¿Por fin usted se decide a venir? (Silencio). ¿Quién está aquí? ¿Quién es usted? (Pausa). Usted lo sa­be que no soy yo quien inventó esa pesadilla, no, no soy yo, ¡es usted, todo el tiempo usted! (Levanta los brazos). ¡Bueno! ¿Qué dice? (Decepcionado). ¡Vaya! La misma cosa de siempre: sólo au­sen­tes.
(Se sienta en el suelo a los pies del féretro). ¡Oh! No estoy aferrado a la soledad. Necesito esperar que alguien venga, sea quien sea. No importa si es mi torturador quien me visita. Basta con su presencia para animarme. ¡Lo sé! Es asqueroso lo que acabo de decir pero hace quince años que vivo como un loco delirando en este espantoso vacío.
Si no he podido retener a nadie, es justo que aguante las consecuencias. (Irguiendo muy en alto la ca­be­za). ¡Eso es! ¡Nací para nada! He dedicado toda mi vida a morirme.
(Al difunto). Además, por eso es que puedo soportarlo todo. Dios bendiga mi paciencia. Lo que no pue­do sufrir es la ausencia de lo humano. Todos los seres me apasionan. ¿Cómo explicártelo? Creo que son las pequeñas desgracias del hombre las que me atraen. Te aseguro que a veces quisiera estrechar a todos los hombres de este mundo en un solo abrazo, pero no tengo perspicacia ni malicia. (Se pone de pie). Me pasé el tiempo pidiendo disculpas por todo el daño que me hicieron los hombres y sin em­bargo, ¡hombre! así es, me enternecen, me conmueven, me emocionan. ¿Qué quieres? Hay instantes cuan­do amo la vida y sus vivos.

Apático, Ruperto atraviesa la escena hasta el primer pla­no. Un tiempo de silencio incómodo. Desanda lo an­da­do, lue­go, con un gesto torpe, hace caer algún objeto y da un gri­to lleno de pena. Finalmente, toca las palmas y vuelve a la calma alzando las espaldas.

¡Todo es falso, incluso el miedo! No obstante, me siento helado de terror. Sin embargo, lo que me preo­cupa todavía más es el poder; a fuerza de vivir solo he perdido la noción de la distancia que tiene que existir entre un ciudadano y éste. ¡El poder es la negación del yo! Claro que queda saber si este viejo achacoso aceptará admitir su procedencia ilegítima. (Se dedica a poner en su sitio los objetos que se e­n­cuentran en el suelo. Un tiempo). ¿Quién soy yo? ¿De que soy culpable? ¿Qué fuerza te arrastró, Ruper­to, hacia este estancamiento? ¡Lo ignoro! (Pausa). ¡Pero he aquí! ¡Soy una víctima, y no sé de quién ni de qué! (Ahora, corretea por la habitación, con los brazos colgantes). Sí, no, sí, no, sí, no, sí, no, sí... sí-sí-sí-sí-sí. (Vocifera). ¡No-nnnnn-no! (Cesa sus gritos) ¡Qué alivio!

¡No me gusta afirmar! Siempre es inútil. (Al muerto, con tono de reproche). ¡Calla! ¡Harías mejor en dor­mirte! ¡Odio los muertos despiertos! (Mira por su espalda). ¿Sabes en qué estoy pensando? (Mira por todas partes). El poder es una verdadera desgracia. Es imposible confiar en él. Impone, ordena, dic­ta, acon­diciona sus códigos, sus símbolos, sus principios, sus métodos, sus ordenanzas, sus ceremo­nia­les y miles de diablos más que mi memoria está olvidando. (Riéndose entre sus dientes). Mala cosa que el po­der en medio de los ciudadanos. En nombre de la libertad, nunca acepta el verbo poder en nuestras bo­cas: puedo, puedes, puede, podemos, ¡ni hablar! (Pausa). ¿Qué hacer? Imagínate que no sé de dón­de pro­viene el poder, sólo sé que en él se enroscan como gangrenas el mandato, la misión, la autoridad, la co­misión, el dominio, la hegemonía, la prepotencia, la represión, la imposición, la dela­ción, la guerra, la bomba atómica y todo lo que querrás añadir. Y todo eso, ¿en nombre de qué? ¿De la Democra­cia?, ¡Hombre! ¡Qué ingenuo eres! (Un tiempo). ¡Pues sí! El poder es una garrapata extraña: chupa mi sustancia, mi cerebro y mi médula. Me pregunto qué hará cuando sea un cadáver.

Se sienta, mirando la puerta, y pone sus manos detrás de su cráneo.

Me duele la cabeza, me arde, seguro que cogí frío. ¡Es extraño! Admito que no me gusta mucho esta puerta y sin embargo significa algo, pero no sé qué. ¡Hombre, está bien... no quiero ni pensarlo! (Después de un momento). Mi querido muerto, ¿qué quieres que te diga? Prefiero el desorden, pero re­conozco mi entera despersonalización, frente al poder. ¿Por qué? Acaso sea porque soy sufi­ciente­men­te estropeado o quizás porque he desformado mi vida o tal vez, porque el deterioro social lo quiso así. No puedo volverlo mejor, ¿no es cierto? (Silencio). A veces me pregunto hasta cuando aguanta­re­mos el poder divino, el poder de la naturaleza, el poder... ¡Oh! ¡Jalín! ¡Qué arreglado estaría si lo su­piera!

(Al difunto). Y tú, ¿Qué piensas? ¡Eh! (Silencio). ¡Hombre! ¡Es demasiado fácil estar muerto! Real­mente, ¿no te gustaría el poder del dinero, del prestigio, de la cultura, hasta de la necedad con sus arri­bistas, sus astutos, sus pícaros, sus despabilados? (Silencio). ¡Me sorprendes! No eres sino un difunto inocente pero piensas que soy yo el beato, el ganso extravagante, ¿no es cierto? (Pausa). ¡Pues sí, lo sé! El poder todavía existe y todo lo que he dicho no cambia nada. ¡Por supuesto! ¿Pero quién le saca pro­ve­cho? ¿Tú? ¿Yo? ¿Él? ¿Ella? ¿Vosotros? ¿Nosotros? ¡ No-n-nno ! ¡Los únicos que sacan provecho de el son ELLOS! (Señala la puerta con el dedo). Tú no tienes sino que decir: pido disculpa por existir.

Se queda pensando un momento luego se levanta, mira al­re­dedor suyo e, incómodo, anda hacia el rincón del cuarto donde se encuentran los utensilios de cocina. Allí prende el hornillo y pone a calentar un poco de agua. Mientras tanto, se quita las pantuflas canturreando, luego echa el agua tibia en una palangana que había preparado de ante­mano, y sentándose con una blandura llena de bien­es­tar, se baña los pies.
Sosegado, exclama:

¡ Ahhhh ! ¡Qué rico! ¡Qué alivio después de un día tan agotador!, hace que el esqueleto pese menos. (Chapotea en el agua con sus pies). Bueno, me esfuerzo en tener paz pero no puedo lograrla. Siempre me vence la agitación. Es mi manera de olvidarme. (Un tiempo). También es cierto que a menudo estoy corriendo en mis sueños con el fin de cansarme. (Bosteza). Ya siento que me voy a echar a correr... me siento bien... El camino todavía es bastante confuso en mi cabeza... (Con voz dormida) prefiero mirar... de lejos, los transeúntes presurosos... en cambio, me gustan los insomnes echados en sus camas o los solitarios apoyados en sus ventanas. ¡Qué bello! Tengo la sensación de insultar de lejos la sensatez de la buena gente que tiene prisa de volver a casa. (Hace esfuerzos para repo­nerse). El sueño también es una mentira. (Se levanta precipitadamente). ¿Eh? ¡Hay que adherir a la vida... sí! Es lo más próximo de nosotros. (Se vuelve a sentar, luego, al difunto). ¡Oye! ¿No necesitas descansar, tú? (Silencio). ¿Por qué no te vas a pasar unas cuantas semanas en el País de las Maravillas? Con las hadas podrías re­lajarte... (De pronto, presta oídos hacia la puerta). ¡Ah, no! ¡Ya no se atreva a volver aquí! (Se calla, preo­­cu­pado). Bien sabe usted que soy incapaz de tener miedo. Tengo el cerebro cerrado. (Un tiempo). ¡Va­ya! ¡No hay nadie! Nunca estoy pensando, sólo me imagino. Quizás sea mi secreto, mi defensa. (Pausa). ¡Huy! ¡Qué frío! El invierno es de mucho daño contra los pobres. Uno envejece, se chafa en esa hibernaciónn.

Después de un largo rato de meditación, se ríe a pesar suyo.

Intento engañar tan bien como ELLOS pero ello no me impide temblequear de miedo o de dolor, aun­que en nuestra época parece que sufrir no es ni grave ni interesante. (Al muerto, cambiando de tono). Tienes muy buena cara, ¿sabes? La más viva que yo conozca. Tal vez te la hayas merecido. (Se ca­lienta las manos entre sus brazos). ¿Cuándo me acostumbraré al frío? ¡Me estoy helando! (Pisotea en la palangana). ¡Huy, qué rico! ¡Me siento otro hombre! Soy la mera imagen de la salud, ¿no es cierto? (Enseñando la puerta). Todavía quieren trampearnos. ¡Malditos! (Con agobio). Mi querido cadáver, qui­siera que pudieras salvarme. Lo que intento decirte es que no logro quedarme solo, o sea, en fin, ya te dije que la soledad es muy dura de oído; es como hablar con una sorda de compañía. ¿Entiendes? (Todo lo que sigue está dicho en voz baja). ¡Vaya! Es terrible fastidiar a alguien que ya no sabe si ma­ña­na todavía será mañana. En todo caso, ya dije todo lo que era necesario. Ya no tengo nada más que decir. (Pensativo). Es una lástima, pero hay que saber callar. (Mira alrededor suyo). ¿Es que uno se puede callar cuando está solo? ¿Cómo?

Ruperto salta fuera de la palangana y, antes de ponerse las pantuflas, se seca los pies con un trapo que estaba en el suelo.

¡Aquí todo está bien! ¡Estoy alegre! Pero resulta que ya no me atrevo en aguantarme. Además, ni siquiera sé si voy a ser tierno con no sé qué mal pensamiento que tengo en la cabeza. Bueno, ya que es así, me alegraré más tarde. Mientras tanto, voy a tener que inventar mi vida, incluso si el tiempo se niega a quedarse conmigo.

(Voltea hacia el féretro). ¿En qué piensas? (Silencio). ¡Hu! ¿Estás durmiendo? Dentro de poco, te voy a tirar en una sepultura, ¡vas a ver! (Después de un largo rato). ¡Es increíble, cómo tengo ganas de ori­nar! La pared de los meones me está esperando. Si quieres acompañarme, ¡vamos! (Breve silencio). ¿De qué estás hablando? ¿De los vecinos? ¡Hombre! Si supieras lo que piensan.... y además, según mi costumbre, estoy en absoluto en mi derecho, ¿no?

Entre todos los discos esparcidos acá y allá, toma uno al azar.

¡Querido cadáver! Para olvidar esta noche de duelo, puedes regocijarte con esto.
Pone el disco en el tocadiscos, luego se dirige hacia la puerta y la abre lentamente.

¡Te hará resucitar, estoy seguro! Quédate inmóvil si quieres escucharlo en paz. ¡Muy bien! Ahorita vuelvo, no te preocupes.

Muy desconfiado, Ruperto saca la cabeza hacia el exterior y sale del cuarto, en la punta de los pies, como a escon­didas. El adagio del quinteto de cuerdas N° 5 en Sol Menor de Mozart, invade la escena.



FIN DE LA PPRIMERA PARTE









Segundo momento


Mismo decorado. Después de un rato, la música se para y la aguja empieza a descarrillar en el surco del disco.
Ruperto abre la puerta, entra y la vuelve a cerrar despacito, echa una mirada inquieta en sus alrededores, como si temiera que alguien hubiera entrado durante su ausencia. Un tiempo.
Levanta el brazo del tocadiscos antes de dirigirse hacia el cuchitril que sirve de alacena, corre la cortina, escru­ta el interior y se echa atrás, espantado. Vuelve a escrutar el interior.
Por fin convencido de que no hay nadie, se desviste lentamente. Despojado de su terno, queda con su ropa interior. Su postura friolenta y sus calcetines largos le dan un aspecto ridículo.


RUPERTO


Antes que nada, quiero ser respetado, ¡qué diablos! ¡Quiero tener fe en mi mismo otra vez! (Digno pero también jovial). ¿Que no tengo derecho de tener escrúpulos? Después de todo uno puede sentirse feliz sin que nada valga la pena. Ahora me siento hermoso. Antaño era lo contrario. (Mira la puerta y luego la alacena). ¡Por Dios, ya no quiero vivir bajo la amenaza! (Inquieto). Es decir que... quisiera ba­nalizar mi vida pero... (Se sobresalta). ¿Quién es? (Silencio). Una vez más ¿qué he hecho? (Ame­nazan­do con su índice) ¡Quédese tranquilo! ¡No le quito ojo a Vd.! (Muy exaltado, amenaza con el puño). ¡No me obligue a utilizar la fuerza, eh! También soy muy capaz de valerme de astucias, ¡eso sí! (Inten­tando esconder su confusión, Ruperto se desplaza de un lado a otro). Y tú ¡qué idiota eres... qué quieres que sea! al fin y al cabo es desolador... todo este miedo no tiene sentido... bien lo sabes... entonces ¿para qué? ¡Ya no te entiendo, Ruperto! (Calmado, vuelve hacia el fondo). ¡Se acabó, se acabó de ver­as! Me siento fuera de peligro y no tengo ganas de que los militares me tomen el pelo. (Apoyado con­tra la pa­red, observa la puerta). ¡Eh! ¡Desconocido! ¿Qué tiene que decirme? Le estoy escu­chando. ¡Hable pues! ¿Se está burlando de mí? (Silencio). Por favor, ya no volvamos con eso, no lo podría aguan­­tar, hay que creerme... (Se sobresalta). ¿Quién es? ¿Quién viene? (Pausa). ¡Ándele, no ha­ga bromas! Más bien hábleme, para que yo sepa si es Vd. el que me hostiga todos los días. (Mira en sus alrededores, como si estuviera buscando a alguien). ¡Venga! Voy a brindar por la brutalidad. ¿Ha es­cuchado? ¡He dicho... la brutalidad! (Silencio). Si ni siquiera eso le hace reaccionar, entonces todo es absur­do. ¿Para qué la victima? ¿Para qué el verdugo? (Un tiempo). ¡Eh, vigilante! ¿Está bien? ¿To­davía está aquí? (Silencio). ¡Hombre, ya ve!, francamente es Vd. el que necesito para tener bue­na consciencia. Le aseguro que es cierto. ¿Qué quiere? Tengo mentalidad tortuosa a fuerza de que­rer sobrevivir. Además, creo que fue Shakespeare quien dijo: "La consciencia no es sino una palabra utilizada por los cobardes a fin de obligar a los fuertes a tener miedo". Y tenía razón.... ¡Bue­no! ¿Qué quiere hacer ahora que conoce mi mala fe para con Vd.? ¿Comparte la crueldad conmigo? (Corre hacia la puerta). ¡Bueno qué! ¿Ya se va? ¿Qué hay de malo? ¿La lucidez con la que he confesado mi perversión? ¡Canastos! ¡No para prohibiéndomelo todo! ¡Jolín! ¡Hay que vivir en la soledad, pues sí, siempre solo!

Ruperto, inclinado hacia adelante, anda de un extremo al otro del cuarto. Un tiempo. Se sienta sin cesar de fijar la puerta con los ojos, después voltea la cara con tristeza y mira el féretro. Su cara se enternece. De pronto, suspi­ran­do con lasitud, se levanta torciéndose las manos. Poco a poco, rompe a canturrear una vieja canción. Luego, agi­tando la cabeza, muy preocupado, mira de nuevo la puer­ta.

¿Todavía se está aferrando? Sin embargo, acabo de explicarle, mi porquería de inocen­te, sin malicia. Somos cómplices, señor, pues seamos solidarios aún en la cobardía. ¿Para qué? Primero para poner en evidencia los impostores de la compasión, segundo para proferir nuestras certezas inmundas cuando la angustia aparece por el lado que nunca vigilamos.

Largo silencio. Ruperto se frota las manos buscando algo en su alrededor. Nada. Entonces tamborilea su cabeza con los dedos. Inmediatamente después, le llama al muerto con un psst.

¿Estás durmiendo? Me gustaría saber si no me vas a aburrir con tus ensueños. (Pausa). ¡Oye! Ten­go lástima por ti, sabes, puesto que no hay nada más triste que un muerto fracasado. Felizmente, ahora me siento como un sepulturero insólito. Te voy a consolar, muerto especial. Intentaré ponerme a traba­jar, pero primero tendré que calcular tus dimensiones. (Se ríe). ¿Estás listo? Vas a ver. Estarás bien apilado, bien calentito bajo esta tierra de nuestros antepasados. ¿No? ¿No quieres? (Irritado sin ra­zón). ¿Pues qué? Yo también anido en esta caja y tengo tanto derecho como cualquiera de decir lo que se me antoja. (Brutal). ¡Eh, tú! ¡Te estoy hablando! ¿Dónde estás? ¿Ya no formas parte de mí? (Conteniéndose). Bueno, no te voy a ofender. (Irónico). ¡Dime! ¿Todo está ocurriendo como quieres en tu casco? ¿Te duele la espalda? Pues, ¿por qué te quedas en esta postura? ¡Súbete! Así estarás más fresco en el momento de tu entierro. (Pausa). ¿Estás enfadado? ¿No sabes? En fin, el rey no es tu pri­mo que yo sepa.

Cansado de" hablar" con el difunto, se dirige hacia la ca­ma, se acuesta cuan largo es y se cubre la cara con la manta. Un tiempo.

Pero, ¿de dónde viene este silencio? No es el mío ni el tuyo, es otra cosa. (Impresionado por esa idea repentina, se levanta). ¿Qué podría ser este silencio? (Sus ojos se llenan de picardía). ¡Por supuesto, no es nada! Nada que podais entender queridos restos míos.
(Hace una mueca luego, como si estuviera hablándose a sí mismo). Estar a salvo, ¡qué coyuntura! No pasa nada. Lo peor es a partir de las doce de la noche, justo cuando la realidad critica los sueños o cuando se tienden las trampas de la confianza. ¡Cuántos peligros hay en el orden! No tiene salida.

Decepcionado, Ruperto echa un vistazo medio acusador, medio irritado al féretro y cambia de tema.

Estoy con el diablo. Si pienso en los secretos de los dioses, es porque ocultan muy mal sus reve­la­cio­nes de pacotilleros. En cuanto al hombre, no hay duda alguna que nació mentiroso, para sob­re­vivir, sabiendo que así por lo menos, las verdades de los dioses no tendrán la ocasión de hacerle daño o de burlarse de el. (Solemne). Decir lo indecible de nuestros tapujos, ¡he aquí la verdadera mentira!

Despacito, Ruperto empieza a recoger los objetos espar­ci­dos. Finge poner en orden su cuarto. Un tiempo.

No estoy acostumbrado en dejarme invadir por la suciedad pero es así como uno logra la limpieza. (Un tiempo). ¡Cielos! ¡Todo eso es asqueroso! La vida se deteriora según las leyes del tiempo. Moral­mente es una naturaleza muerta, aunque sofisticada. ¡Mala suer­te! (Enderezándose, al muerto). Queri­do difunto, no sé por qué, viéndote ahí, de pronto pienso en Quique. ¿Sabes que lo mataron, no? ¿Y sabes por qué? Para aplastar mi ternura. ¡Así es! (Silencio). ¡Pobre Quique! Bien sabes cuan sensible era, soñador y lleno de ingenio. Se te pa­recía ¡Cómo no! ¡Qué extraordinario era este guauguau! (Pausa). Ya no hay perros semejantes, medio maltés lanudo, medio teckel de pelo corto. ¡Vaya! Me hace recordar que Adelina lloró mucho su muerte. Lo quería a su manera, no tanto como yo, claro. (En las nubes). ¡Adelina! (Silbido de admiración). ¿Dónde estará ahora? ¿En qué brazos estará gimiendo tal como lo hacía cuando la amaba bajo la sombra de los árboles llenos de savia? (Sigue poniendo orden). ¡Ah! Esa pilla color de ébano era insaciable, de veras. (Se ríe). ¿Te acuerdas? Tú y yo, juntos o por separado, nunca pudimos satisfacer sus ardores, ¿eh? (Encogiéndose de hombros). Creo que había alojado al diablo en su sexo voraz pero tierno. Pues sí. Lo he pensado largo tiempo.

Unos perros ladran a lo lejos y el tren pita una vez más. En este momento, Ruperto parece como paralizado. De pron­to se oyen voces en la calle. Aterrorizado, va hacia el cuchitril que sirve de alacena, corre la cortina y se escon­de detrás. Largo silencio. Las voces desaparecen. Tí­mi­da­mente, vuelve a aparecer, luego corre a toda prisa hacia el pie de su cama. Después de un momento, vuelve en sí y se levanta.

¡Claro que es el! Ganó su apuesta otra vez: ya no puedo evitarlo. (Pausa). Estoy seguro de que se ha disfrazado para trampearme mejor. (Echa una mirada extrañada por todos lados). ¿De veras? Parece bur­larse de mí. ¡Qué tontería! Nunca he visto perder tanto tiempo para nada en toda mi vida. (Mueve la ca­beza). Y es muy probable que siga así puesto que es un especialista del miedo. (Una pausa). ¡Huy! ¡Qué frío! (Se pone un abrigo de hombros anchos, y levanta el cuello). ¡Qué desgracia! No tengo valor para confrontar mi sueño con la realidad. Ya no sirvo. Me he vuelto inútil porque he llevado a cabo mi misión de pobre diablo en este país.

(Dirigiendo la mirada hacia la puerta) Yo sé que Vd. me está oyendo, le siento. (Con asco). Se imagina mi alegría, ¿no? (Silencio). De todos modos, recuérdese que Dios nos abandonó para siempre y, sobre todo, recuérdese que es su Dictador que lo botó afuera. Cual el señor, tal el discípulo, ¿no es cierto? (Con gravedad). No se preocupe, pero si Vd. no quiere arriesgar lo mismo, ¡cuídese! Es lo que hace­mos, todos.

Incapaz de dominar su cólera, anda de un lado para otro, como si estuviera paseándose. Después de un rato, con to­no de narrador.

En este momento, estoy recorriendo las calles de un pueblo perdido. Es la primavera. Me paro frente a un escaparate de juguetes y escojo una muñeca para dársela a la primera chiquilla que encuentro. Me sonríe. (Sonríe también). Entonces, un sabor a provincia me invade. (Hace gestos expresivos según las fra­ses que dice). Todas las puertas de las casas blancas están abiertas. El olor del sol viene del mar como una gaviota de aire fresco. Ahora, las chicas bronceadas bailan mientras los muchachos cantan ende­chas. ¡Soy feliz! Luego, me voy a lo largo de la carretera. Anochece. En los patios terrosos, en­tre­veo a señoras de edad desgranando mazorcas en canastas de mimbre. Les digo: ¡Buenas noches! Me contestan: ¡Qué Dios proteja su camino! ¡Ah! ¡Todo es ternura! Una suavidad de campo de abue­lita impregna mi cuerpo. En este instante, alguna gente me recibe con racimos de uvas, otra con garrafas de vino rasposo pero lleno de aroma. Les agradezco, el corazón en la boca. (Un tiempo). Y ahora, por la mera satisfacción de encontrarme en medio de ellos, me siento al lado del más viejo para escucharle contar la historia de este desconocido que, un día, quiso robarse el único río del pue­blo.

¡Qué leyenda tan extraña! Ya es tarde. Me levanto, los brazos extendidos y les agradezco. De nada, me contestan al unísono. No deje de visitarnos cuando volverá con toda la belleza de sus caminos, me dice la de los ojos de esmeralda. Algún día volveré, digo, se lo aseguro. (Un tiempo). Ahora, por los senderos empedrados que parecen dormirse la siesta del mediodía, me voy a la colina para abrazar el cielo. (Cierra los ojos y aprieta sus hombros con los brazos). ¡El cielo es sensual y caliente como una mujer!

Cansado de 'pasearse', Ruperto se sienta al lado del difun­to.

¡Uf! Apenas tuve lo que necesitaba para escaparme un rato. Es duro frente a la realidad pero soy un soñador nato a pesar de la ilusión que se volatiliza por debajo de las narices.

(Con un semblante bastante estúpido, habla al muerto). ¡Dime! Y los muertos, ¿también sueñan? (S­i­len­cio). Al escucharte, parece faltarte la existencia. (Sonríe, luego rascándose la nuca). De veras, no sé qué está ocurriendo allá arriba (Señala el techo con el dedo, y seguidamente el suelo) o, quizás, allí abajo. Todo depende de tus pecadillos, ¿no es cierto? ¡Cuánta preocupación! ¿Sabes qué? Con San Pedro no hay combinas. Ten cuidado pues, con el Juicio Final.

Con una sonrisa burlona, Ruperto se pone a barrer en su alrededor.

¡Oye, bonito polvo mío, fuera de aquí! (Un tiempo). ¡Todo huele rico otra vez! (Al muerto). ¿Qué ha­remos cuando te vayas? ¡No entiendo lo que te está pasando ni lo que advendrá con todo ello! (Con un deseo urgente de gritar). ¡Tengo el corazón lleno de nada!... mala costumbre... manera de matar el tiempo... ganas de empeorar las cosas. ¡Debí haber nacido así! (Se deshace de la escoba). ¡Mereces mucho mejor, Ruperto! Tienes que empezar con aprender el ABC de la flojera y, tal un lagarto, tienes que dormirte en vez de quedarte siempre en alerta. (Al muerto). ¿Qué piensas tú, querido caduco? ¿Estás listo para escaparte? Traicionas tu bello país, ¡qué tremendo! Espero que tu condición no se vaya a de­teriorar. (Para sí). ¡En fin! Qué estupidez no querer vivir sino en lo racional. En lo que me concierne, prefiero ir en romería cotidiana a la tumba de Don Quijote que leer el Discurso del Método "para saber cómo guiar mi razón, y buscar la verdad en las ciencias."

Después de un momento de indecisión, Ruperto da vueltas alrededor del féretro. Un tiempo.
De pronto, lo bendice y lo incensa agitando un incensario imaginario.

A pesar de todo yo también tengo un alma y no lo he olvidado. Puedo demostrártelo. Para comenzar, voy a celebrar la misa de difuntos para ti. (Se prepara ceremoniosamente a decirla).

In nomine patris, et filii, et spiritus sancti. Amen.
El Señor esté contigo y con tu espíritu. Que las palabras del Evangelio borren tus pecados inexpresables.
(Entona y recita las frases tal como un sacerdote durante una misa cantada)
Kyrie, eléison. Christie, eléison!
(Saluda a los "fieles"). Dóminus vobíscum ! Et cum spíritu tuo ! Orémus!
Flectámus génua! (Dobla las rodillas) ¡Recemos!
(Besa el féretro)
Señor, dígnese preservar a nuestro Dictador y otórguenos nuestras súplicas en este día que Le imploramos.
(Enseñando el féretro). ¡Eso es mi cuerpo! ¡Demos las gracias a Dios!
(Se "lava" las manos)
Pilato les dijo por tercera vez: Pero ¿qué daño ha hecho? ¡No veo nada en el que merezca la muerte! (Se inclina). Ora pro nobis!
(Se golpea el pecho tosiqueando enérgicamente) Oremus! ¡Líbrenos, Señor, de todos los males y dénos la paz, rápido!
(Bostezón de aburrimiento muy ruidoso)
Domine, salvam fac rempublicum, o sea, Señor, dígnese preservar el Estado y sus dirigentes. Per Crístum Dominus Nostrum. ¡Amen!
(En voz baja) ¡Santa-Iglesia, así es! ¡En fin! Deo grátias per Omnia scula sæculórum. A­­ men! (Ruperto da su bendición luego bosteza otra vez). ¡Bueno... ya estoy harto! Ite, missa est! (Se ríe a carcajadas).

¡Qué bestialidad! ¡Perdí mi vocación! (Al difunto). ¿Cómo te sientes ahora, eh? ¿Está contigo el Señor? ¡Oh, ya!, ¡ya! ¡Ten cuidado! ¿Sabes qué? Es capaz de devolverte la vida. ¿Te imaginas? ¡Adiós la tranquilidad! (Se ríe) En todo caso, te había prometido que, antes de que te vayas, no te fal­taría nada. ¿Ya ves? Tuviste tu hermosa Misa de Difuntos. Puedes regocijarte, ¿no? ¡Bueno, aplau­de! ¡Eres el convidado de honor! (Silencio). ¡Bah! ¡Tu voz es helada!

Con aire ausente, Ruperto se queda en silencio, luego se di­rige hacia el segundo plano dando saltitos. Un tiem­po.

(Sofocado) ¡Sólo es en el cansancio que se encuentra el descanso! (Pausa). ¡Jalín! Mi vida no merece nada de excusas, desde siempre se ha topado con algo inquebrantable, pero ¿qué es? (Contra la pared). ¿A quién pertenece el engaño? ¿A los inocentes? Quizás sea para rendir homenaje a la credu­li­dad. (Se voltea). Ahora tengo que pensar, ya que está prohibido. Después, soportaré las consecuencias de esta audacia. (Se acerca a la puerta). Yo también pienso, y lo aprovecho. ¿Con qué derecho?
Le voy a parecer algo raro pero tengo un cerebro, señor, y si quiere, está a su disposición. ¿No nece­si­ta utilizarlo? ¡Ya no me extraña! (Silencio). De todos modos, antes de desaparecer, mi últi­mo grito le perseguirá como un silencio que nunca se acabará; entonces, se sentirá solo, torturado por el remor­di­miento, pero sin víctima.

Se queda inmóvil un rato, luego, rascándose la cabeza, se dirige hacia el féretro.

¡Dime! ¿Todavía no te quiere aceptar el diablo? ¡Supongo que Dios tampoco! ¡Qué triste es ser re­chazado, eh! (Silencio). ¡Vaya! Tenemos bastante imaginación para hacer todo lo que queremos. No hay interdicciones en nuestras cabezas. (Sonriente, Ruperto se sienta al lado del muerto). ¡Ejem!...eh... (Bus­cando sus palabras). Me voy a poner guapo para ti. ¡Lo mereces! (Pensando). A propósito, ¿sabes que he pasado una gran parte de mi vida en tener vergüenza de mi manera de vestirme? Más que todo, eran las mujeres quienes se daban cuenta de mi falta de elegancia. ¡No tienes buen gusto! Te pones como un adefesio haraposo, me decía siempre la Luisiana cuando no tenía ganas de acostarse con­migo. Mal ataviado, claro, le contestaba: lo siento mucho, mi querida muñequita, pero ¿qué quieres que haga? Admito que no conozco nada de la moda, pero en cambio soy insuperable cuando se trata de hacerte mover las nalguitas, ¿no es cierto? ¿Entonces? No puedes tenerlo todo chulita mía. (Pau­sa). ¡Dios mío, las mujeres! Todo el mundo debería amarlas. ¡Son reconfortantes! (Suspira pro­fun­da­mente). ¿Qué otra compañía se podría imaginar para el hombre?, me lo pregunto. (Silencio. De pronto, sobresalta, a pesar suyo). ¿Qué es?
Con pasos contados, Ruperto se acerca a la baranda, y allí, a cuatro patas, escruta la orquesta. Un tiempo. Se le­vanta de prisa y rápido desanda lo andado.

¡Eh! ¡Perseguidor! Me gustaría saber lo que tanto le interesa. (Pausa). ¡Haría mucho mejor en irse! ¡Fuera de aquí!

Ruperto canturrea un rato, mirando alrededor suyo. Lue­go, furtivamente, da vueltas por su vivienda, punte­an­do hacia adelante con el índice. Parece estar persiguiendo a alguien. Cada vez que se agacha para evitar las "balas" del adversario que, claro, no existe sino en su imagi­na­ción, repite: ¡pum! ¡Pum!

¡Pum! ¡Pum! ¡Más vale que se largue a toda prisa! Tiene miedo, ¿no? ¡Tanto mejor, para bien so­cavar la reputación de su pésima cofradía de asesinos! ¡Pum! ¡Pum! (Silencio). ¡Eh! ¡Tirador de pri­mera! ¿Todavía está de pie? Se va a caer, ¿si o no? (Un tiempo). ¡Quiero su pellejo! ¡Pum! ¡Pum! Le había prevenido, ¿no? (Silencio). ¿Está muerto? (Se ríe). ¿Ya? (Inquieto, deja de jugar). ¿Qué pasa? ¿Me está huyendo? ¡Vaya! ¡Sea racional, recóbrese! ¡No me diga que está muerto de verdad! ¡Sería el acabose! Y además, ¿a qué me serviría eso? (Con voz temblorosa). Oiga, ¿por qué quiere privarme de mi estatuto de víctima? Necesito cultivarlo, ¡yo! Es mi única defensa frente al que me está persiguiendo, o sea, ¡USTED!

Yendo hacia el fondo, Ruperto se arrodilla frente a la pa­red e, inmediatamente, la tantea, con los ojos cerrados.

¡Dios mío! me aflige mucho causarle tantas molestias pero creo que Vd. debería quitarme este es­pan­tajo. Me estropea. (Silencio). ¿No cree que sea mejor hacerle comprender que Vd. también es des­pia­da­do? ¿No? ¿Prefiere no intervenir? Y ¿por qué? ¿Complicidad obliga? (Queda de rodillas rezando en voz baja). ¡Oh! ¡Basta Ruperto! (Se pone de pie). ¡Levántate pues! Lo que acaba de ocurrir no es sino un momento de beatería. Hay días cuando tengo dignidad, ¡qué diablos!, y no tengo por qué es­conderla. Soy un ser humano, aunque que no logre encontrarlo gracioso.
Y, a decir verdad, no me quejo. Creo que el que nunca se atreve en arriesgarse más allá de sus propias fuer­zas perece bajo los efectos del miedo. (Voltea rápido la cabeza y fija la vista sobre la puerta). ¡Va­ya! Tiemblo cuando pienso en esa audaz que me va a costar caro. (No puede resistir las ganas de prorrumpir en risa) ¡Soy demasiado extravagante para ser sensato! (Mira por todos lados). Por ahora, la única cosa segura es que estoy completamente solo. ¡Alabado sea Dios! (Pausa). Todo eso es mío y puedo voci­ferar cuanto se me antoja. ¡Pues, hazlo, Ruperto! (Grita). ¡Ayyyyyyye! (Aliviado). ¡Qué raro!, ya no me siento infeliz. ¡Qué desilusión para mi perseguidor! ¡Es maravilloso! A partir de hoy en día, ya no me dejo embaucar por la aprensión.

Después de un momento, Ruperto echa un vistazo lleno de te­rnu­ra al féretro, luego se deja caer por encima y lo aprieta como pa­ra abrazarlo. Largo silencio.

¡Querido amigo, pobre amigo! ¿Cómo te sientes? ¿Cómo van las cosas por aquí? ¿Eso no tiene importancia para ti? ¡Bueno! En cambio, ya no sé dónde estoy yo. Mi vida avanza lentamente, ¡No sé hacia dónde! ¡No dejo de pensar en esto desde que he nacido! ¡Eso es! (Se endereza, levantando los brazos) ¡Dios mío, tengo hambre! ¡Siempre es así! (Pausa). Apuesto que no conoces esas necesida­des. ¿Eh? (Silencio). Yo, ser singular e irreem­pla­zable, nunca dejaré de tener hambre. ¡Es un pésimo servicio que me prestó la vida! ¡En fin!

(Retrocede y se deja caer en una silla). Todo se repite aquí, con una invariable regularidad: las tardes de otoño, la insistencia del polvo, la lentitud del sol en los techos, el aguacero todavía lejano y el afilador que pasa gritando: ¡hachas, tijeras, cuchillos, pronto, que el afilador se va!

(Con un puñetazo en el féretro). ¡Eh! ¿Qué sientes? Realmente, ¿crees tú que hay una exigencia de desorden y brusquedad en este país donde los hombres luchan contra la fatalidad, sin cesar? (Silen­cio). ¡En nombre de Dios, dime algo! (Pausa). ¿Nada más? No me gustan tus remilgos, ¡deja de irri­tarme pues! (Refunfuña) Si sigue callado, me volveré loco. ¡Qué locura! (Se pone de pie, vacila, y se vuelve a sentar). En este país, nada urge cuando hace calor. La subasta de los vendedores ambulantes, por ejem­plo, tiene un sabor a monotonía venido de no sé qué día de mi niñez. A veces, tengo la sen­sa­ción de que la ternura se vende a buen precio en los mercados:

-¡Eh! Señora mía, cómpreme esos duraznos acariciados por los veranos de mi bella pro­vincia.
- ¡Hombre! Chulita, ¡escoja unos pescados! ¡Mire, qué fresquitos! ¡Se escaparon del mar adrede para usted!
- ¡Pan, pan! Pancitos calientitos para tener paz en el vientre.
- ¡Pieles de conejos! ¡Pieles! ¿Quién quiere pieles de conejos?
-¡Cacahueeeeeeeeeetes! ¡Bien tostaditos los cacahuetes! ¡Cien centavos, nada más, para usted! ¡Mera golosina!

¡Ah! ¡Qué bueno es todo eso! ¡Me gusta el aire saludable de los humildes! ¡Con ellos, todo me cae bien! Me cae bien el narrador que me abraza de lejos con su: Érase una vez. Me cae bien el viejo cojo que canta cuando se le antoja los tangos que sólo Gardel sabía cantar tan bien. Me cae bien la hermosa mulata vestida de percalina almidonada que cruje cuando pasa meneando sus caderas halagueñas. (Si­len­cio). ¿Si­gnifica eso que tengo nostalgia del pasado? (Pausa). ¡Quizás sea el pesar de quién sabe qué! (Un tiempo, luego, impaciente). ¿A dónde quieres ir, Ruperto? ¿En qué escondrijos del recuerdo te vas a parar? (Con cara preocupada, Ruperto une las manos tras su espalda). Quisiera encontrarme en otra parte. Quisiera estar con Abel para servirle de Caín o con Jesucristo para servirle de Judas. Siempre se ne­ce­sita a un buen cabrón para que las Escrituras se cumplan, ¿no es cierto? (Con tono quejumbrón). ¡Mi querido muerto! Me siento alegre pero tengo que contradecirme, como de costumbre.

¡Pues sí! En el fondo, la contradicción nos permite expresar las ideas que nos preocupan sin darles demasiada importancia. Es tonto, pero pasar por idiota es una de las virtudes de nuestra época y eso que formulo la opinión de un especialista. (Un tiempo de reflexión). ¡Me lo he olvidado todo! A veces, intento recordar mi futuro pero ya no sé con qué fin. (Pausa). Más vale que piense en la eternidad de la nada ya que nada le falta. (Al muerto). ¡Querido, me estoy aburriendo! ¿Qué vamos a hacer? ¿Sor­pren­der­nos el uno al otro? (Silencio). A fe mía, puesto que así es mi vida, al menos podrías consolarme con un poco de entretenimiento de ultratumba. ¿Qué te parece? (Se ríe sin convicción). Querido di­fun­to, bah... no eran sino cuentos lo que acabo de decir..., sabes... un vivo no vale la pena y, si de vez en cuando te fastidio con mis bromas pesadas, tienes que comprenderme, a pesar de todo, pues... porque, claro, haberme aguantado como lo has hecho, sin una sola queja, es muy generoso de tu parte, de veras, pero, ¿qué quieres? no puedo prescindir de ti: me entretienes, me inventas cuando ya no exis­to. (Extendiendo la mano hacia el muerto). ¡Créeme! La necesidad que tengo de ti es vital y es por eso que no puedo consolarme de tu muerte, ella me devuelve al silencio que sólo mi soledad conoce. (Con tristeza). ¿Oíste, por las noches, la persistencia de mis gritos? Es una confusión de palabras no dichas, ¿no es así? ¿Entiendes, ahora? ¡Pues sí! Nosotros, los vivos, vivimos sin vivir.

Ruperto repone sus rasgos y mira el féretro con bondad. Un tiempo.

Ahora lo importante es que esté aquí para velarte, acompañarte, darte un poco de calor humano. No irás al otro lado sin vela, sin música ni absolución. ¡Eso sí que no! Si viviste solo durante toda tu vi­da, vivirás tu eternidad de muerto conmigo. Hazte a esa idea pues. (Mirándolo medio sonriente). Tengo fe en nuestro porvenir y el azar ya no puede hacer nada sin nuestro acuerdo.
De veras: ¡El porvenir nos debe la felicidad! (De modo confidencial). Querido difunto, aprovechando esa calma inesperada, hablemos un poco, ¿quieres? (Silencio). Si quieres, soy yo quien... ¡Oh!, ¡Ja­lín! ¡Claro que lo estoy pensando! (Sonríe). ¡Toma! Aquí tienes mi voz, te la presto. (Pausa). Enton­ces, ¿quién empieza? ¿Yo? ¡Muy bien! ¡Vamos!

- Yo: ¡Pues! No sé qué decir. Lo siento.
- Tú: ¿Ah sí? Bueno, yo quisiera irme esa misma noche. No quiero que se diga que te he estorbado con mi osamenta.
- Yo: Pero, ¡tengo proyectos extraordinarios para ti!
-Tú: De todas maneras, me voy apenas haya preparado mis maletas.
- Yo: ¿Dónde te vas a instalar?
- Tú: En el otro lado, por supuesto.
- Yo: No te caigas en el infierno, ¿eh?
- Tú: Lejos de ti, ¡no existe el infierno!
- Yo: Si sigues portándote como un guripa te retiro mi voz.
- Tú: ¡Ten cuidado! La soledad es sorda y el silencio es mudo.
- Yo: ¿Qué? Nunca he escuchado algo tan profundo. Realmente eres un sabio de la Antigüe­dad. A propósito, ¿te recuerdas cuando te dejaste crecer la barba a fin de entretener la leyenda de filósofo que te habías hecho en el barrio?
- Tú: Y eso, ¿qué tiene de extraño? En esta época, el hecho de ser vivo me daba el derecho de atreverme a exigir.
- Yo: ¿Has dicho: exigir? ¿Aquí? ¿En este país? ¡Estás loco!
- Tú: ¡Hombre, Ruperto! Nuestra vida está moldeada a nuestra imagen y semejanza, en con­secuencia, cada quien tiene la vida que merece.
- Yo: ¡Qué fácil es hablar cuando uno está muerto, eh!
- Tú: ¡Precisamente! Los muertos siempre tienen razón. ¿Por qué no aprovechar este pri­vi­legio? Galileo vivo, era un charlatán insoportable; muerto, se ha vuelto un momento impres­cindible de la sabiduría humana. ¿Ya ves?
- Yo: ¡Viva la muerte pues!
- Tú: ¡Vaya! ¡La muerte no existe! Son los muertos quienes le otorgan su identidad.
- Yo: En este caso, ¡vivan los difuntos y tú con ellos!
-Tú: ¡Vil adulador! Por suerte, pronto encontraré el descanso en mi tumba.
- Yo: ¿Crees?
- Tú: Pedazo de paranoico, ¡estoy harto de tus paradojas!
- Yo: Pero, ¡soy sincero!
- Tú: ¡Mentiroso! El contrasentido es un engaño.
- Yo: Es cierto pero en lo absurdo.
- Tú: ¿Cuándo dejarás de revolotear con tus frases ilógicas y desordenadas, eh?
- Yo: El día cuando diré la cosa omitida.
- Tú: ¿Cuál cosa omitida?
- Yo: ¡Pero bueno, vamos!
-Tú: ¡Hombre! Al escucharte, tengo vergüenza de sentirme a gusto en mi piel.
- Yo: ¡Oh! ¡Está bien! He escuchado bastante. ¡Vuelvo a tomar mi voz! Ahora, eres tan mu­do como una tumba, sin ninguna alusión personal, claro.

Ruperto anda de puntillas hacia la alacena.

Si no molesto a nadie, quisiera hacer valer mi ausencia. (Se ríe). He pasado la edad de la credulidad.

(Soñador, Ruperto silba un aire conocido y empieza a ves­tirse con cuidado y minucia: esmoquin usado, segu­ra­men­te pedido pres­tado, cuello postizo, corbata a rayas, antipa­rras, guantes blancos.
Una rosa en el ojal completa su vestimenta algo pasada de moda. Un tiempo.
Se mira en el espejo con coquetería, se peina, quita el pol­vo de sus vueltas, bosteza sin discreción, y se dirige hacia la puerta que finge abrir.
Cada vez que llegue un nuevo "convidado", hará el mis­mo gesto.

- ¡Bondad de Dios! (Encantador, tiende la mano). ¡Qué gusto verle! Le pido humildemente que entre. (Aproxima una silla). Le ruego que se siente. (Pausa). ¿El muerto? ¡Está bien, muy bien! (Pausa). ¡Por supuesto! (Alzando los ojos al cielo). Va a bajar de un momento al otro. (Se ríe). ¡Bueno! Nos veremos más tarde, ¿no es cierto? (En voz baja). ¡Procure poner buena cara, hombre!

Juego de escena sin palabras. Un tiempo.

- ¡Ohhhh! ¡Señora Gobernadora! (Ceremonioso). ¡Su belleza me ilumina y su distinción me cautiva! (Le besa la mano). Tome sitio al lado de la Señora Duquesa de Berengene. (Aparte). ¡Alégrese! Hoy día hay puerco con frijoles, es cosa para chuparse los dedos. ¡Verá Vd!

Otro juego de escena sin palabras.

- ¡Su Ilustrísima! (Hace zalemas). Bendita sea su honorable presencia entre nosotros. (Hinca la rodilla para besar el anillo). Su Excelencia, (¿se dice Excelencia?), permítame, con el más profundo respeto, solicitar su bendición. (Pausa). ¡Gracias! Su alta benevolencia me llena el alma. (Pestañea) ¡Si supiera qué vino de misa le está esperando! (Se frota las manos). ¡No vamos a regalar, se lo juro! ¡Oh! ¡Per­dóname! (Se levanta). Si esto le contraría, por lo menos puede presentar una denuncia a Dios. Llegará de un momento a otro, para echar un ojo por aquí.

Mismo juego.

Oh! ¡Qué glorioso acontecimiento! (Hace un saludo militar, taconeando). Tengo el honor de acogerle General-generalísimo. Como Vd. lo sabe, soy su obediente servidor. (Pausa). Y su encantadora esposa, ¿qué es de ella? ¡Ejem­mm! ¡La está pasando mal! ¡Vaya! (Pausa). ¡Ejem, ejem! ¡Qué pilla! (Si­lencio). ¡Pero por supuesto, Se­ñor General! (Un tiempo). ¡Ha, ha! ¡Pues, le felicito lo más atenta­men­te! (Pausa). Claro hubiera sido mejor. Bueno, es como la disciplina. De todas maneras, la próxima vez, la tropa podrá venir, no se preocupe. (Se ríe). ¡De acuerdo! Ahora, si Vd. me concede su indulgencia, le voy a dejar, pero provi­so­ria­mente. (Taconea). Una vez más, le aseguro mis sentimientos afectísimos. (En voz baja). ¡Uf! Nunca hemos tenido guerras, sin embargo éste está lleno de medallas hasta las ro­dillas. Quizás esté tra­ba­jan­do de medallista a escondidas. Con ellos, todo es posible.

Juego de escena sin palabras. Un tiempo.

¡Oh! ¡Qué hermosura! Me siento tan dichoso por la felicidad que Vd. me prodiga con su romántica presencia. (Inclinado hasta el suelo). Sí, Señor Inspector General de la magnánima Seguridad Nacional, le ruego creer en mi más alta devoción. (Humilde, va para atrás haciendo reverencias). Mándeme todo lo que Vd. quiera y lo haré con suma diligencia. (Temblando). Todo lo que proviene de Vd. siempre llama mi atención la más servicial. (Se endereza y, con una sonrisa indulgente, dice melosamente). Peda­zo de po­lizonte. Lo extraño es que das demasiada importancia a tus polis pero muy poco a los zorros. ¡Ten cui­dado que tu corral tiene huecos por todas partes! ¡Puaj!

Idem. Un tiempo. Su sonrisa se anima y se vuelve hacia una de sus "convidadas".

Señora patrocinadora, ¿quiere bailar esta marcha militar? (Inicia unos pasos). Un poquito más bajo, Se­ño­ra. Mis callos son sensibles.
Después de un momento, pataleando con impaciencia, Ru­perto se dedica a distraer a sus huéspedes con gestos llenos de amabilidad. Un tiempo. Sube encima de una mesa, abre los brazos, saluda con la cabeza, mira hacia arriba y pro­rrumpe en risa. Silencio de espera. De pronto, con sober­bia y có­lera, amenaza con el puño.

¡Chito! ¡Cierren el pico! ¡Silencio todo el mundo! ¡Tienen que callar! ¡Les ayudaré si es nece­sa­rio! (Con desprecio) Yo, ya no sé si les quiero porque hoy día tengo mi amor propio. (Corto silencio lue­go mirada detenida sobre los "visitadores"). Vean Vdes, lo que más temo es su fraternidad y, a decir la verdad, nada me podría ser más indeseable por ahora. (Pausa). No están convencidos, ¿no es cierto? Tienen razón, les felicito. ¡Viva la indiferencia! (Un tiempo). Detesto las ideas estereotipadas, pero, por culpa suya, voy a citar a Nietzsche al revés: "Todos los hombres están muertos. Ahora queremos que vivan los dioses." (Se ríe). ¿Nunca pensaron en esto, eh? ¿Qué quieren? ¡Vdes no son dioses! Para paliarlo, les prometo el Edén y el Olimpo en su totalidad. ¿De acuerdo?

Silencio, luego se sienta, con aire estúpido, dando puñeta­zos en la mesa.

Eh! ¡Despierten! (Silbido de llamada). Supongo que están vacunados contra la caridad. ¿No son su­ficiente cristianos para ello? (Hace varios Tss... tss de desaprobación). Pero, tienen amigos, ¿no? ¿Nin­guno? ¿Ni siquiera uno? ¡Vaya! ¡Qué desgracia! En todo caso, para el oprimido que soy yo, ¿qué si­gnifica: "Amad a vuestros enemigos y rezad para los que os acosan? (Pausa). ¡Respondan, pues! (Silencio). Supongamos que estén en mi lugar, ¿eh? ¿Aceptarían gustosos tragar eso? : "Te digo de no resistir al malvado. Por lo contrario, si alguien te da un bofetón en la mejilla derecha, ¿preséntale tam­bién la otra”? Pues, ¿se pusieron en mi lugar? (Pausa). No, ¿eh? Bien se ve que su Cristo no vi­vió en este país de hipócritas. (Después de reflexionar). ¿Saben qué? La desesperación también es una o­casión de esperar y no dejaré de hacerlo. Su Cristo lo supo desde el principio. (Corto silencio). ¡Qué ex­traño! De pronto, me siento libre, me siento rejuveneciendo de treinta años y, sin embargo, estoy tris­te, no me siento a gusto. (Grita desaforadamente). ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? Me mato re­pitiéndotelo sin cesar: ¿Por qué? ¿Por qué? (Se contiene). Si soy un ser improductivo, ignorado y sin ninguna frecuentación, ¿qué me queda? ¿Asociarme con los vendedores ambulantes de la cons­cien­cia limpia? ¡Jolín! Tengo necesidad de ser protegido. (Echando una mirada por todos lados). ¡Am­nis­tia Internacional! ¡Socorro! (Silencio). ¡No, no! He escuchado al General-Dictador elogiándola y, según mis informaciones, esta Institución no tiene sentido para el desconocido que soy.
(Ruperto se da cuenta de que estaba olvidando a sus convidados). ¡Eh, Vdes! (Baja de la mesa). ¡Fuera de aquí! (Dando puñetazos y patadas en el aire). ¡Fuera todos Vdes! ¡Váyanse al diablo! ¡Pronto! (Al muerto). Tú también Lázaro, ¡Levántate y camina!

Aliviado, se deja caer al suelo riendo a carcajadas. Un tiempo. Se pone de pie otra vez, limpiándose el trasero.

¡Ruperto! ¡Eres grotesco! ¡Me das asco! Tienes que alejarte de aquí, absolutamente, con inter­dicción de volver. (Sufre una sensación incómoda). Después de todo, ¡no pasó nada! En el fondo ya no sé si era cierto o no. Sin duda alguna es la obsesión de sufrir demasiada soledad. (Pausa) Ah! si yo pudiera seguir con esta farsa. (Suspira). ¡Bastaría con una nadería! ¡Oh! ¡Realidad, estoy resentido para contigo! (Mira por todos lados). Y ahora, ¿qué va a pasar? ¿Habrá llegado el momento tan es­pe­rado? (Tur­ba­do). ¡Bueno! Por primera vez en mi vida llevaré algo a bien. Por fin sabré lo que es tener éxito.

Ruperto se dirige hacia la mesa, se sienta, toma una hoja de papel y escribe. Un tiempo.
Después de terminar, dobla la hoja, la introduce en un so­bre donde escribe: Señor Comisario.
Ahora, mira con tristeza por toda la pieza. Luego, va hacia una cómoda, de donde saca un frasquito cuyo contenido echa en un vaso, agrega un poco de agua, remueve y bebe lentamente.
Sin emoción, Ruperto toma una silla, la acerca del féretro y sube encima. De ahí mira alrededor suyo. Un tiempo.

Lentamente, Ruperto abre la tapa del féretro, se introduce adentro y se instala cómodamente. Después de un rato, lo vuelve a cerrar desde el interior. Muy largo silencio. De pronto, Ruperto levanta la tapa paulatinamente, saca la cabeza con una prudencia inquieta y vuelve a encerrarse. Un tiempo.

Abre el féretro de nuevo, se sienta y agarrándose por la barbilla, se pone a pensar. Silencio. Se palpa el estómago, luego la frente, con sus dos manos. Espantado exclama.

¡Oh! ¡No siento nada! (Grita enfurecido). ¡Marrano! ¡Qué cabrón es este farmacéutico! ¡Otra vez me ha embaucado con su veneno inofensivo! (Baja la cabeza). Brujo de pacotilla, necesitaba un veneno de alacrán mezclado con arsénico y no esa porquería de brebaje que ni siquiera puede matar un mos­quito. ¡Ohhhh! ¡Todo está prohibido en este país, aun envenenarse tranquilamente! ¡Qué vida! ¡Ni si­quiera puedo lograr mi muerte!

Indignado, moviendo la cabeza, Ruperto se levanta de pri­sa y salta del féretro. Impaciente, las sienes en las manos, va y viene por toda la escena mientras que, a lo lejos, un perro ladra. Un tiempo.

¡No! ¡No! ¡Eso no puede quedarse así! ¡Tengo que hacer algo! ¡Pronto, pronto! ¡No aguantaré vi­­vir aquí un minuto más! ¡Eso sí que no! ¡Jamás! (No quiere sino desaparecer de este mundo). ¡Ya basta! (Se tira de los pelos). ¡No es para nada si he preparado todo ese burdel de velatorio: lo hice úni­camente para hacerme compañía un ratito antes de estirar la pata de veras! (Desesperado) ¡No! ¡De veras, no! No podré seguir viviendo en medio de esa jauría de soldados usurpadores... (Fulminado por lo que acaba de decir, salta con los brazos abiertos). ¿QUÉ? ¡Los soldados! (Sus ojos brillan). ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Pero claro! ¡Ya está! ¡Ya está! (Se golpea la frente con la mano). ¿Cómo no lo he pen­sado antes? (Se repone). Después de todo, ¡tengo suerte! ¡Qué ocasión inesperada!

Un tren pita con persistencia mientras que, con paso deci­dido, Ruperto va hacia la puerta, la abre y sale sin vacilar. Una vez en la calle, grita con todas las fuerzas de los pulmones.

- ¡Abajo el Nacional Militarismo!
- ¡Todo el mundo en la calle!
- ¡Viva la insurrección!
- ¡ Qué muera la tiranía !

A lo lejos, se oye una crepitación de tiroteos intensos pero Ruperto todavía tiene tiempo de gritar.

- ¡QUÉ MUERA EL DICTADOR!

Ahora, muy cerca de la puerta, se oye una descarga de va­rios ametralladores. Largo silencio, luego, lentamente el


TELÓN



DATOS SOBRE SAMUEL BREJAR.

El 18 de octubre de 2009 se cumplirá el tercer aniversario del fallecimiento en Francia del poeta y dramaturgo Samuel Brèjar. Un hombre que pasó por la vida legando el mejor de sus esfuerzos en las letras y difundiendo la literatura latinoamericana y del mundo.

El poeta Brèjar junto con su compañera y esposa Noëlle Yabar-Valdez, fundaron y dirigieron revistas literarias internacionales como Rimbaud Revue (Semestral Internacional de Creación Literaria), en la que presentaron una amplia producción de Literatura y Poesía con textos inéditos de poetas y escritores de América Latina y Europa y una selección de poemas, ensayos, estudios, crónicas, narraciones, entrevistas, críticas, reseñas de libros y de revistas, traducciones, reproducciones de arte contemporáneo y fotografías. Neruda Internacional, en español, gemela de la revista en francés Rimbaud Revue, en la que publicó a muchísimos poetas y escritores de distintos países. Revista SUR, suplemento en español de Rimbaud Revue.

Samuel Brèjar, poeta y dramaturgo. Entre sus libros de poesía y de teatro más conocidos, se encuentran: Obras en francés editadas por « Ecrivains», (2000), en Rennes: « Les Écrits de L’Andin», (1978). « Les Exiliades», (1981). « Argot de la Horde», (1983). Première édition. « Les Archives D’Ariel», (1985). « ZOO DES MOTS», (1990). « LE LIVRE DES MOTS», (1992). Poésie d’aujourd’hui. Collection dirigée par Pierre Monfort. Obras editadas por « John Donne & Cie» : « QORI KONTUR», (2001). « ARGOT DE LA HORDE», (2001). Seconde édition.

Obras de teatro editadas por « Point de Rencontre », Orléans: « LES ARDEURS DE L’ÉTÉ», (1983). « LE MASSEUR DE CROCODILES», (1984). « LES ROIS RUINÉS», (1985). « LA NUIT», (1989). Premièr étidion. « LE SILENCE», (1991). « SONGE D’UN APRES-MIDI D’AUTOMNE».

Obras en español editadas en diferentes países de América Latina: «TODAS LAS MORDAZAS», (1965). «HALLAZGOS DEL RARO COMPORTAMIENTO», (1967). «LEGAJOS DEL ARCHIVISTA», (1969). «LOS CANTOS DESTRUÍDOS», (1970). «CUENTERO DEL DUENDE», (1971). «PALABRAS MATADAS», (1972).

Algunos versos sueltos del poeta Brèjar:
« … somos aquellos que sienten el dolor de los ladrillos, aquellos que se
acurrucan en los desaguaderos, luz enterrada, piedras en sepelio… »
« …Oh cuerpo, mi cuerpo,
pensar que un día debo quitarte me duele
y me duele volver a ser nada en la nada… »
« … Harta de seguirme día y noche/en las tierras del exilio/mi sombra infiel/
me dio la espalda/y se fue a toda prisa/al país donde nací/ya que nuestro Ubú rey/
decretó que sólo las sombras/tenían derecho al regreso… »
Poema.
« Canto fúnebre para un Crucificado de los Andes
Desde tu cántaro de barro/donde eres intacto/perdóname este insulto de estar vivo.

No sé que hacer con todo lo que me sobra de humano, el andino que crucificó la vida se murió y no pude nada. Su sombra tendida como una cruz de sangre me persiguió para morirse como un cristo en las manos de mi sombra y la luz del agua también falleció en el río como aguacero de carne.
Aquí pues, no llantos sino gritos/porque lacerada fue la noche, desgarrada será el alba, /y ahora, ¡que pena!/el deseo de la ruina es un nuevo homicidio que ninguna de estas piedras antiguas perdonará jamás.

¿Por qué quiso salirse de la vida con su cuerpo ya difunto? ¿Por qué su india lastimada no le lloró bajo un luto de retamas como un Vallejo abandonado? ¿Por qué, a pesar de mis palabras de apego, con las suyas tan terribles no cesó de repetirme: ¡crucifícame aún si quieres pero vete!? Es cierto que en mis brazos no hubo sueños para abrazarle ni auroras en mis ojos para mirar el amanecer con lo suyos ni viento en mis manos para que volara conmigo sobre sus montes de niebla y nieve.

¡Vete a saber!/ Seguro que los hatajos de mi carne/fueron pisados por los fríos de su tierra, /pero aquí estamos todos aun cuando no hay nadie/y decimos con él y los suyos:/¡Más alto la vida, hasta el fondo más alto !/¡Oh crucificado de los Andes !, coronado de espinas/recuerda que hace mucho tiempo yo también he muerto/con mis exilios clavados en el vientre y Dios no lo sabe. Poema inédito. París, 1996 » Publicado en su Revista Sur.

Francisco Azuela
Poeta y Escritor mexicano
La Paz, Bolivia, agosto de 2009.

No hay comentarios: