Fotografía: Luis Yuseff
Miró enloquecido los rostros plácidos de su pueblo
y de los músicos de Asaf.
Inspiró profundamente y de su corazón
se elevaron unas terribles palabras...
Robert Graves
Nuevo salmo de Asaf contra el enemigo
Miró enloquecido los rostros plácidos de su pueblo
y de los músicos de Asaf.
Inspiró profundamente y de su corazón
se elevaron unas terribles palabras...
Robert Graves
Odia al enemigo. Súmate al coro. Levanta tu voz contra el enemigo.
Envenena sus pozos. Que sus aguas se conviertan
en manantiales de muerte.
Quema sus siembras. Que de noche, mientras duerme,
se le eche encima el terror mordiéndole los labios.
Que el fuego siegue sus cosechas y si alguna semilla útil
quedara después de la devastación,
si en la próxima temporada ves crecer sus trigales,
desea que arrecien lluvias bíblicas.
Abre diques. Desvíale el cauce a los ríos.
Envíale plagas. Dificúltale el camino a tu enemigo.
Sírvele miel y granos a tus dioses.
En sus altares pide para él todo el mal del mundo.
Desea que el vientre de su esposa se seque como una fruta madura al sol.
Que no le dé hijos que alegren sus tardes junto a la choza.
Y si los tuviera, si los dioses no te escucharan,
deséale que una víbora muerda su talón.
Que vaya al bosque por leña y distraído coma de algún fruto maldito.
Levanta columnas de humo por el Norte. Ataca por el Sur.
Siémbrale la duda. Provócale el pánico. Créale el caos.
La desunión.
Divide a tu enemigo. Levanta falsos testimonios
Que sus aliados lo culpen. Le maldigan. Le den las espaldas.
Coloca bajo su almohada la prueba del crimen.
Distínguelo.
Deja que juzguen inmerecidamente a tu enemigo.
Que lo condenen a morir de sed de hambre/ de hambre.
En las bodegas remueve la serenidad del fermento de sus vinos,
la sangre que bendice la mesa donde come.
Derrama el viejo, amargo vino del rencor sobre su pan.
Pudre sus levaduras. Que no tenga cómo invocar a su dios.
Fuego para calentar los huesos de los suyos.
Mesa donde sentarse a comer en paz.
Deséale la muerte al más viejo de su casa.
Que se quede solo el sicomoro donde se recostaba cada tarde.
Y que el sicomoro dure muchos años para que le recuerde
que en ese sitio su padre sembró un imposible.
Hiéndete en el recuerdo que más le duela. Derrama sal
sobre su herida. Insiste.
Que cada nuevo día sea una hornada de humillación
para tu enemigo.
Apedréale los perros. Deja los cadáveres hinchados
colgando del robledal florecido junto al camino.
Que la jauría llegue a los prados
donde a una palmada los conejos levantan las orejas
y saltan al oleaje infinito de las yerbas.
No descanses. Odia a tu enemigo.
Que al cruzar el iris sobre los campos
encuentre muertas sus palomas.
Que los patos salvajes coman peces amargos.
Que las lagunas se sequen. Se vuelvan de sal los campos.
Que no obtenga ni fruto ni sombra.
Que un rayo abra en dos el pecho a su caballo.
Que no tenga paz el hombre al que tanto odias.
Con ese odio visceral. Telúrico. Capaz de detener
el rumbo de los vientos. Cambiar el curso de las noches
y los días. La órbita a los astros.
Encárgate de que sus aliados no le escuchen.
Hazlos sordos a su lamento. Sordos. Y mudos. No permitas que tu
enemigo, en la hora de su muerte, tenga una palabra de consuelo
junto a la cama.
Ódialo. Mancha su camisa blanca. Levanta arcos de triunfo sobre su derrota.
Piensa que en tu caso él haría lo mismo.
Y prepárate para el día que lo veas, finalmente, junto a la choza
hecha cenizas, surgir de entre las huestes vencido.
Dar un último paso al frente.
La espada clavada en la tierra. Y el carcaj vacío.
Prepárate para el día en que veas a tu enemigo echarse
sobre el cadáver del más pequeño de su casa
y rasgarse los vestidos poseído por ese dolor hondo
que le ha dejado sin fuerzas para pedir que le mates.
No te apiades. No abdiques en ese último minuto.
Tendrás que ser tan cruel como hasta el momento.
Déjalo con un nudo latiéndo en la garganta. Apretándole el pecho.
Pero, si por alguna razón te domina la piedad
y recuerdas que donde está el dolor es tierra santa
entonces no perpetúes su pena.
Que no vacile tu mano.
Que de regreso a la choza donde te aguarda
el aceite para curar las heridas
puedas echarte a dormir en paz entre los paños.
Y en el sueño, al mirar atrás, hundiéndote como una barca
en la noche, encuentres tu corazón bajo los astros
pastando, mansamente, junto a las bestias luminosas de la inocencia.
Envenena sus pozos. Que sus aguas se conviertan
en manantiales de muerte.
Quema sus siembras. Que de noche, mientras duerme,
se le eche encima el terror mordiéndole los labios.
Que el fuego siegue sus cosechas y si alguna semilla útil
quedara después de la devastación,
si en la próxima temporada ves crecer sus trigales,
desea que arrecien lluvias bíblicas.
Abre diques. Desvíale el cauce a los ríos.
Envíale plagas. Dificúltale el camino a tu enemigo.
Sírvele miel y granos a tus dioses.
En sus altares pide para él todo el mal del mundo.
Desea que el vientre de su esposa se seque como una fruta madura al sol.
Que no le dé hijos que alegren sus tardes junto a la choza.
Y si los tuviera, si los dioses no te escucharan,
deséale que una víbora muerda su talón.
Que vaya al bosque por leña y distraído coma de algún fruto maldito.
Levanta columnas de humo por el Norte. Ataca por el Sur.
Siémbrale la duda. Provócale el pánico. Créale el caos.
La desunión.
Divide a tu enemigo. Levanta falsos testimonios
Que sus aliados lo culpen. Le maldigan. Le den las espaldas.
Coloca bajo su almohada la prueba del crimen.
Distínguelo.
Deja que juzguen inmerecidamente a tu enemigo.
Que lo condenen a morir de sed de hambre/ de hambre.
En las bodegas remueve la serenidad del fermento de sus vinos,
la sangre que bendice la mesa donde come.
Derrama el viejo, amargo vino del rencor sobre su pan.
Pudre sus levaduras. Que no tenga cómo invocar a su dios.
Fuego para calentar los huesos de los suyos.
Mesa donde sentarse a comer en paz.
Deséale la muerte al más viejo de su casa.
Que se quede solo el sicomoro donde se recostaba cada tarde.
Y que el sicomoro dure muchos años para que le recuerde
que en ese sitio su padre sembró un imposible.
Hiéndete en el recuerdo que más le duela. Derrama sal
sobre su herida. Insiste.
Que cada nuevo día sea una hornada de humillación
para tu enemigo.
Apedréale los perros. Deja los cadáveres hinchados
colgando del robledal florecido junto al camino.
Que la jauría llegue a los prados
donde a una palmada los conejos levantan las orejas
y saltan al oleaje infinito de las yerbas.
No descanses. Odia a tu enemigo.
Que al cruzar el iris sobre los campos
encuentre muertas sus palomas.
Que los patos salvajes coman peces amargos.
Que las lagunas se sequen. Se vuelvan de sal los campos.
Que no obtenga ni fruto ni sombra.
Que un rayo abra en dos el pecho a su caballo.
Que no tenga paz el hombre al que tanto odias.
Con ese odio visceral. Telúrico. Capaz de detener
el rumbo de los vientos. Cambiar el curso de las noches
y los días. La órbita a los astros.
Encárgate de que sus aliados no le escuchen.
Hazlos sordos a su lamento. Sordos. Y mudos. No permitas que tu
enemigo, en la hora de su muerte, tenga una palabra de consuelo
junto a la cama.
Ódialo. Mancha su camisa blanca. Levanta arcos de triunfo sobre su derrota.
Piensa que en tu caso él haría lo mismo.
Y prepárate para el día que lo veas, finalmente, junto a la choza
hecha cenizas, surgir de entre las huestes vencido.
Dar un último paso al frente.
La espada clavada en la tierra. Y el carcaj vacío.
Prepárate para el día en que veas a tu enemigo echarse
sobre el cadáver del más pequeño de su casa
y rasgarse los vestidos poseído por ese dolor hondo
que le ha dejado sin fuerzas para pedir que le mates.
No te apiades. No abdiques en ese último minuto.
Tendrás que ser tan cruel como hasta el momento.
Déjalo con un nudo latiéndo en la garganta. Apretándole el pecho.
Pero, si por alguna razón te domina la piedad
y recuerdas que donde está el dolor es tierra santa
entonces no perpetúes su pena.
Que no vacile tu mano.
Que de regreso a la choza donde te aguarda
el aceite para curar las heridas
puedas echarte a dormir en paz entre los paños.
Y en el sueño, al mirar atrás, hundiéndote como una barca
en la noche, encuentres tu corazón bajo los astros
pastando, mansamente, junto a las bestias luminosas de la inocencia.
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Luis Yuseff (Cuba, Holguín, 1975). Poeta y narrador. Miembro de la Asociación Hermanos Saíz (AHS) y la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Tiene publicados El traidor a las palomas (2002) y Vals de los cuerpos cortados (Premio de la Ciudad, 2003), ambos por Ediciones Holguín, Yo me llamaba Antonio Broccardo (Premio Alcorta, Ediciones Almargen, 2004), Esquema de la impura rosa (Premio América Bobia, Ediciones Vigía, 2004), Golpear las ventanas (Premio Pinos Nuevos, Editorial Letras Cubanas, 2004) y Salón de última espera (Premio Calendario, 2005, Casa Editora Abril, 2007). En el 2000 obtuvo el premio Nuevas Voces de la Poesía en Holguín y en 2005 el Celestino de Cuentos, Vértice de Cuentos Breves y mención del VI Premio de Poesía Nósside Caribe. Poemas y cuentos suyos aparecen recogidos en varias antologías: El árbol que silba y canta (Ediciones Holguín-Ediciones La Luz, 2004), Antología del II Premio Internacional de Poesía Amorosa (Círculo de Bellas Artes de Palma de Mallorca, 2004), Extraños Íntimos: Retratos Poéticos de Ficción (Hidden Brook Press, Toronto, Canadá, 2004, Edición Bilingüe), No Love Lost III. An International Anthology of Poetry (Hidden Brook Press, Toronto, Canadá, 2004, Edición Bilingüe), La madera sagrada (Ediciones Vigía, 2005), Puente del tiempo (Ediciones Holguín, 2006), Memoria de los otros y Cuarto Libro de Celestino (Ediciones La Luz, 2007). En el 2006 fue incluido en las antologías en soporte digital Un lugar para la Poesía (Editorial Cuadernos Papiros-UNEAC-Ediciones Holguín) y Los Ángeles también cantan, Selección de Poesía Latinoamericana de la Revista de Literatura y Arte OLANDINA y Casa del Poeta Peruano. En el año 2005, la Asociación Hermanos Saíz, en Holguín, le otorgó su premio a la excelencia artística “Venga la Esperanza”.
Ver más en: www.artepoetica.net
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