Ricardo Llopesa
LA “SONATINA” DE RUBÉN DARÍO ES
UNA INTRIGA SOCIAL
Por Ricardo Llopesa
Rubén Darío debe la fama que goza aún hoy en
día gracias a su poesía de juventud llena de simbología y preciosismo, como si
con él el arte se derribase a través de un abismo de sueños y sirviese para
consagrar dos de sus libros más experimentales y sorprendentes: “Azul...” y
“Prosas profanas”, obras donde la influencia parnasiana y simbolista es
evidente.
A pesar del brillante legado crítico que
posee la literatura española Rubén Darío sigue siendo un autor oscuro y
malamente leído aún por aquellos que se precian de cultos. No es un problema
nuevo, es un problema que ha existido incluso en vida del poeta, unas veces por
incomprensión, incompatibilidad estética y ética, que es como decir por falta
de afinidad entre los sentidos del cuerpo y el alma; otras, porque el lenguaje
del poeta se hacía de difícil acceso en el legado de sus contemporáneo, que es
el problema que subsiste hasta hoy.
Suele decirse de Darío que es un poeta de lo
efímero, lo precioso y hueco porque muchos temas que cultiva están relacionados
con contenidos de hadas, princesas y sueños. Quienes así piensan tienen razón
al decir de Darío que es un poeta de la fantasía más que de la realidad. Es
cierto. Cuando leemos su poesía tenemos la sensación de sentir que es un poeta
de una época que no es la nuestra, evoca paisajes exóticos, una cultura que nos
resulta extraña y no es nuestra. Realmente, la poesía de Darío no tiene nada
que ver con la poesía tradicional en lengua castellana, pero también es cierto
que los contenidos de su obra tienen un planteamiento de gran hondura, que a
veces no está al alcance de nuestra cotidianidad como lectores.
Leer a Rubén Darío en el siglo XXI --ya lo
era en el XX-- supone que debemos tener antes unos conocimientos amplios que
escapan a nuestra cultura y nuestra tradición. Darío es poeta extemporáneo y
llegó a nuestra lengua como un extraterrestre, fue el nuevo Colón americano,
nacido en Nicaragua para conquistar el territorio de nuestra lengua, infundirle
vigor, nuevas alas para ser libre y volar. Ese es el problema central de una
parte de la poesía de Darío en torno de “Azul...”, pero principalmente de
“Prosas profanas”. Antes dijimos que el primero tuvo influencia parnasiana y el
segundo simbolista. Y he aquí el problema de la cuestión.
¿Qué fue ser parnasiano y qué ser simbolista?
La cuestión es más compleja porque estos planteamientos de los movimientos
literarios franceses surgieron paralelos a los cambios políticos, económicos y
sociales de la sociedad. Fue ante todo una pose, una postura de plantarse
frente a las nuevas ideologías de cambio que eran burguesas y capitalistas, con
las armas de un pensamiento revolucionario, combativo y abiertamente anarquista
porque el papel del artista en ese momento adquirió el rango de su propia
devaluación. La polémica que plantearon los parnasianos al separarse de los
románticos por incompatibilidad frente al exasperante sentimentalismo
dominante, supuso el inicio del cambio mediante una literatura abierta a la
frontera de los símbolos, la plasticidad y la armonía de la forma que desde
Homero retornaba con todo su ímpetu, siguiendo los moldes y modelos de la nueva
burguesía surgida con la llegada del segundo imperio de Luis Felipe de Orleans,
cuando se impuso el lujo y el esplendor como modelo de vida privilegiada.
Los artistas contemporáneos no fueron ajenos
a ese fenómeno y si bien fueron contrarios al arte nuevo que implantaba el
capitalismo, ellos mismo como artistas inventaron un nuevo mercado de consumo
para las clases altas, un producto donde esa sociedad se encontrara reflejada.
La literatura y todas las artes sufrieron las consecuencias de ese cambio. Se
daba un paso adelante para que surgieran los cambios, debido al desmoronamiento
que padecieron los principales pilares del arte tradicional. La poesía se
concibió bajo la aparente libertad de la forma y la amplitud de los temas;
pasando del campo a la ciudad, como en tiempos de Villón, para dejar atrás los
temas rurales e incorporar los motivos sorprendentemente modernos del mundo de
la ciudad llamado civilizado y agregar otros tomados de la vida de países
exóticos como la China o el Japón.
A esta poesía parnasiana, conocida por su
descripción estatuaria, siguió una réplica por incorporar la parte del espíritu
que aquellos habían dejado de lado, a modo de protesta contra el lenguaje
convencional del realismo que representaba la poesía burguesa. Es así como
surgió el simbolismo que venía a ser la representación de la subjetividad y la
metáfora de la palabra. Ellos dieron un vuelco a la significación del lenguaje
convencional, infundiéndole una autonomía que nunca antes había tenido la
poesía. Fue un trabajo de hilanderas, entre ellos los Baudelaire y Verlaine,
tejiendo palabras impregnadas de representaciones simbólicas entre la realidad
y el sueño, entre la objetividad y la subjetividad, dando como resultado una
visión diferente del poema, que constituyó una verdadera revolución en el campo
de la literatura.
En ese contexto aparece el joven Darío con un
cuaderno de notas en la mano y el espíritu de leer a los franceses; más que
leer, devorar; aprehender de ellos lo nuevo, aquello que no estaba en el
desgastado uso de nuestra vieja lengua. Como anotador fue un excelente
pendolista. Dio a la luz su célebre “Azul...” donde el mérito se lo llevan los
cuentos porque cada uno de ellos desarrolla una de las tantas corrientes
literarias que por entonces estaban de moda en la prosa francesa. No obstante,
los poemas de “El año Lírico”, a pesar de tener todavía la influencia de Víctor
Hugo y el molde español, son una buena muestra de poesía nueva. El cambio, sin
embargo, llegó con la segunda edición publicada dos años después, en 1890,
donde figuran una serie de sonetos que por la forma y el contenido rompen definitivamente
con la poesía al uso durante varios siglos.
La novedad consistió en escribir otro soneto,
con métrica diferente, de doce, catorce y diecisiete sílabas, y una nueva
nomenclatura léxica.
La poesía en lengua castellana se situaba así
a la par de las reformas emprendidas en Europa y entraba en el contexto de las
literaturas contemporáneas. Pero España no aceptó los contenidos de la reforma
porque veían en el castellano de América un apéndice de la literatura
peninsular, incapaz de superar los modelos clásicos españoles, que eran quienes
hasta entonces habían establecido el patrón y las normas literarias. No podía,
pues, dársele carta de naturaleza a un poeta que venía de un país que no era ni
México ni la Argentina, que eran quienes gozaban de credibilidad. Eso sí, Darío
disfrutó entre los escritores españoles del afecto y la amistad, pero su
literatura fue mirada con recelo, a regañadientes, por no decir con
menosprecio. La prueba está en que ninguno de los escritores españoles de
prestigio adoptó al menos algo de esa reforma ni elogió a través de la crítica
los libros modernistas, a excepción del estudio de Valera sobre “Azul...”,
cuando no le conocía. Pero otros como Clarín por el contrario fueron duros y
asediaron sin cesar lo nuevo que surgía. El problema estaba en los orígenes
oscuros de Darío, por venir de un país todavía primitivo. Recuérdese el
comadreo que encubrió el chisme elaborado entonces “de Guatemala a guatapeor”,
con el fin de ningunear la desigualdad social.
Tampoco podemos olvidar que los españoles
veían a las culturas amerindias con desprecio y como razas inferiores. Ahí está
el debate significativo entre españoles y criollos (hijos de españoles en
América) a quienes se les denegó la nacionalidad española por el único delito
de no haber nacido en el suelo de sus padres. Es contradictorio. El caso Darío
es similar. Los académicos españoles no podían aceptar las reformas emprendidas
por un indio porque estaban reservadas a ellos. Es un conflicto de identidad.
También de soberbia. Y desde la perspectiva actual, de segregación racial, no
cabe la menor duda. Recuérdese que España, desde la expulsión de los árabes y
judíos, ha sido el único país europeo que hasta hace poco había cerrado sus
puertas a la inmigración. Esa arrogancia española, alimentada por la soberbia
del pasado, un tanto o muy machista, que se proyecta desde el espíritu
dominante de los conquistadores lo que conlleva el poder imperialista,
configuró una personalidad de prepotencia y orgullo nacional.
Cuando España, a finales del XIX, pudo optar
por la reforma literaria conducida por Europa se oyó la voz antirreformista de
Unamuno y su generación proclamando que era Europa quien debía españolizarse,
en lugar de europeizar España. Es un signo irreversible de orgullo. Nuevamente sonaban
las campanas de la Contrarreforma. Poco antes de la muerte de Darío, España
seguía sin admitir la existencia del modernismo. En su “Métrica española” de
1908, Mario Méndez Bejarano renuncia a estudiar las formas del modernismo, de
quienes escribe que: “representan la descomposición, la agonía, tal vez el
definitivo ocaso de una raza”. ¡Es mucho! Todo apunta a problemas de identidad.
Si Darío hubiese sido español las conquistas del lenguaje habrían sido tomadas
en consideración hasta el elogio y el rumbo de la literatura española se habría
visto favorecido.
Esa ruptura provocada por el modernismo en el
seno de la tradición española se ha visto dentro de España como un
distanciamiento de lo americano con respecto de lo español, por el hecho de
venir el cambio de un poeta hispanoamericano y por contra no haberse dado ese
cambio con igual intensidad en la península. Lo cierto es que el modernismo se
extendió por Latinoamérica por el hecho de que Darío publicó sus primeras obras
en Santiago de Chile, El Salvador, Guatemala y Buenos Aires, donde despertó
inquietud entre los más jóvenes. En España también surgió el mismo espíritu
entre los jóvenes pero fue contrarrestado por el puritanismo literario de los
mayores cuyas críticas llegaron al insulto y lo soez. Juan Ramón fue blanco de
ataques. En España surgió más bien, con mayor coherencia una corriente
contraria, una Contrarreforma a la reforma que se había emprendido en Europa.
Consistió, simplemente, en seguir dentro de la tradición. Hubo de esperar la
llegada del 27 cuando las vanguardias llevaban varios años operando en Europa y
aún en Latinoamérica para que los poetas españoles subieran al carro de la
modernidad. Eso les llevó a retomar el modernismo. Pero la experiencia duró
poco porque llegó la guerra civil en el 36 y tras la victoria del franquismo se
eliminó todo residuo de renovación del mapa literario, imponiéndose el
pensamiento conservador del 98.
Con esto también tengo que decir que este
punto de visto ejerce su propia presión sobre un lector de Rubén Darío, debido
a los prejuicios que todavía subsisten en el sustrato intelectual aún entre
profesores de estudios básicos y medios. Pero, también hay que decir que
actualmente existe en España un formidable equipo de especialista en Literatura
Hispanoamérica que imparte su conocimiento en las Universidades y son quienes
contribuyen a formar una juventud sensible a los problemas dentro de los
límites de la tolerancia y la comprensión.
La postura española de separar la misma
lengua en dos corrientes diferentes supuso en su momento rechazar la naturaleza
de renovación de la propia lengua en la península y por tanto de la tradición
literaria, cuya necesidad de renovación se remonta al Renacimiento cuando se
italianiza; pero también recordemos la influencia gala de Berceo en “Los
milagros de Nuestra Señora”, que para el caso es lo mismo. Lo importante para
la lengua de Cervantes fue el milagro de la resurrección, porque a partir del
modernismo el castellano se transformó en algo más dinámico y vivo, consiguiendo
trasladar el centro del castellano de Castilla a Hispanoamérica, que desde
entonces se ha convertido en el pulmón del idioma. Esa situación fue
desfavorable para los jóvenes escritores peninsulares que se han visto forzados
a trabajar con un lenguaje entre la tradición y la modernidad, que mira hacia
adelante pero sin quitar la vista del pasado.
Toda esta información agobia al lector aún
tratándose de lectores cultos. Todavía más, si tenemos en cuenta que ese grado
de capitalismo surgido a través de una nueva burguesía y un estado complaciente
no fue posible en España, donde se vivió una de las crisis más agobiantes tras
la invasión napoleónica, la pérdida de las colonias y la crisis económica que
acarreó todo esto durante el siglo XIX. Fue sin lugar a dudas el siglo más
oscuro de su historia.
Este mapa de la ubicación, tanto de la
literatura como de la sociedad, nos permite comprender los procesos de la mente
del artista de finales del XIX y nos ayuda a interpretar su arte. Darío no fue
ajeno a esa coyuntura, asumió el compromiso y lo cumplió. Trajo cisnes de
Versalles, príncipes y princesas rodeados de servidumbre, abatidos en su
soledad y prisioneros de su propia abundancia. También conoció el Chile de la
más alta burguesía, amurallada por la miseria de Santiago, en palacios de
mármol y lujo que competía con el de la capital de Francia. Conoció la miseria,
la marginación y el desgaste humano de vivir en una sociedad avasalladora.
Comió arenques ahumados como los pobres y contempló el derroche que dejaba atrás
la riqueza. Un hombre así, decepcionado de su propia miseria, no podía elegir
el preciosismo de lo hueco sino lo precioso de la sociedad para mostrar su lado
hueco.
He aquí el problema que encuentra el lector
de Darío. En primer lugar, el exceso de belleza induce a pensar que el objeto
del poema es la estética cuando en verdad es el cascarón que encierra la nuez.
En segundo lugar, el lector configura en su mente una estructura de país de los
sueños, cuando en realidad ese país existe y tiene nombre, se llama Santiago de
Chile o Buenos Aires, donde se edificaron palacios al estilo de los franceses y
lo habitaron personajes distinguidos como príncipes y princesas de los cuentos
de hadas. Cuando Darío llegó a Santiago se quedó deslumbrado. No era para menos.
Rubén Darío era un provinciano. A su llegada
a Chile vestía un saco viejo y estrecho con un solo botón, un pantalón que le
quedaba corto por encima de los zapatos y una maleta de madera desgastada por
el tiempo. Venía de su Nicaragua natal, un país todavía metido en las entrañas
del pasado, donde se vivía como en la época colonial con tradiciones
inamovibles porque no se conocían otras diferentes. El León de Darío, como la
capital Managua, las viviendas estaban desnudas hasta de luz eléctrica y agua
potable, y también lo estaban de elementos accesorios relacionados con el lujo.
Debemos tener en cuenta que el lujo es una necesidad y un producto de consumo
de los sistemas de economía desarrollada. Así pues, el concepto de ciudad que
tenía Darío estaba lejos de ser el esquema que se encontró en Chile. Ese
encuentro, como es natural, produjo en el joven poeta un impacto de cambio que
afectaría su visión personal de la realidad. Es seguro que le costó asimilar
tanta grandeza, sorprendente e imponente, hasta el punto que el fausto
empequeñecería su espíritu de visitante, sobrecogiéndolo, empequeñeciéndolo,
porque el hombre consciente de su pasado, de lo que deja atrás, sabe distinguir
la diferencia entre lo conocido y lo nuevo descubierto. Se convierte en mirada de
sorpresa.
Con ese ánimo se encontró Darío en un
Valparaíso comercial y dinámico, moderno y centro de la economía, y más tarde
en Santiago, donde fue amigo del hijo del Presidente de la República, Pedro
Balmaceda Toro, quien le abrió los brazos y con los brazos las puertas del
Palacio de la Moneda y lo introdujo en el centro mismo de una de las
aristocracias más rancias y orgullosas desde la colonia. En ese meollo de
sofistificación que genera mecanismos de conducta nuevos como la pose y los
amaneramientos, más bien para marcar la diferencia con respecto de los demás,
seguramente Darío se encontró como un extraño entre amigos con hábitos
burgueses, nuevos para él, hábitos adquiridos, opuestos a la personalidad
simple y llana del hombre provinciano. Con esto quiero decir que la
personalidad de Darío tras su llegada a Chile tuvo que deglutir de prisa no
sólo las nuevas costumbres sino la convivencia en un medio totalmente
diferente, incluso hostil. Pues una sociedad desarrollada es agresiva,
establece cánones de inferioridad e intenta lesionar en el otro lo que tiene de
más vulnerable. Como poeta y como extranjero, Darío sufrió en Chile la
violencia racista, el apodo ofensivo de “indio triste”, condensando en esta
expresión la afrenta del racismo, la segregación de “indio” y el tono
despectivo de inferioridad en el adjetivo “triste”. Hay pues razón para pensar
los motivos por los que no regresó a Chile.
Pero ese no fue el único problema que tuvo
que afrontar el joven poeta nicaragüense. A esto hay que agregar los ultrajes
que padeció reiteradamente por parte del director del diario “La Época”, donde
trabajó y cuyos oficios figuran reflejados en la marginación que sufre un poeta
en el cuento “El rey Burgués”. El resultado de ese sufrimiento diario fue un
librito de doloras, lleno de espinas y sensibilidad, titulado “Abrojos”,
publicado unos meses antes de “Azul...”.
En los cuentos y poemas de “Azul...” hay una
reflexión sobre lo que fue el poder económico de la burguesía chilena. Darío
como poeta no podía quedar al margen de un fenómeno sorprendente como el auge
del capitalismo al estilo europeo en el país austral, pero en un círculo muy
reducido de la sociedad. Eso es lo que se lee en “Azul...” y también en “Prosas
profanas”. No son libros autobiográficos sino con referencias del contexto
social de la época.
El prejuicio que pervive sobre la obra de
Darío data del pasado, de la época de finales del XIX cuando España elaboró
todo un ideario de crítica y asedio contra el modernismo y por ende contra el
propio Darío. Tanto españoles como literatos conservadores latinoamericanos
tuvieron un concepto similar en su crítica al modernismo, por cierto
equivocada, como movimiento tomado de lo que en esa época se llamó literatura
“decadente”, que era como decir que la literatura estaba en crisis, corrompida
y degenerada. La obra “Degeneración” de León Bloy contribuyó a extender ese
concepto erróneo que encontró adeptos entre las mentes conservadoras. No se
podía comprender que la poesía se escribiera mediante un procedimiento irracional
de la palabra y las ideas, dando como resultado un concepto moderno, a través
de la representación simbólica de los sentidos, lo que abriría el camino hacia
las vanguardias.
No obstante, quienes así pensaron también
deseaban para la legua su preservación y continuidad, pero también el avance
hacia la grandeza que esperaban de su futuro. Fueron los dos caminos hacia
donde se dirigió la literatura de España y de América, a finales del siglo XIX.
Bajo el conjunto de esas influencias escribió
Darío en Buenos Aires los poemas de “Prosas profanas”. Había madurado
enormemente, había asimilado correctamente los usos y abusos de la sociedad, de
lo contrario no habría llevado al poema la esencia de la época. Darío traslada
al papel el testimonio de su tiempo. La misión del poeta consiste en dejar un
legado de verosimilitud de lo vivido, lo observado y analizado. Para
Sainte-Beuve la literatura estaba unida a la vida del escritor, a su realidad
histórica, al mundo en el que vive. Lukas va más allá, al compromiso que debe
adquirir el escritor frente a la realidad de su época: “Para el artista, el
contexto con el tiempo y con todo lo que eso implica, es un problema
intelectual y moral extremadamente serio; tiene el deber de tomar posición
sobre los grandes fenómenos de su época”. Darío asumió ese compromiso a lo
largo de su vida. En unos textos es más evidente que en otros, pero siempre
está presente la cuestión social, quizás por la influencia que recibió en la
adolescencia del Víctor Hugo libertario y el Montalvo combativo.
Hasta ahora hemos hablado del aspecto externo
que caracterizó a la sociedad del modernismo, pero nos falta referirnos al
lenguaje de la época utilizada por la literatura para poder comunicar la
transformación del mundo moderno.
Como dijo Octavio Paz, el modernismo creó su
propia sintaxis, un nuevo código sintáctico que amurallaba la diferencia con
respecto del lenguaje tradicional, alejándose de los moldes prefabricados por
los modismos y la retórica de las imágenes consabidas. Se pretendía comunicar
ideas nuevas con un lenguaje también nuevo. Esto creó un conflicto entre
seguidores y detractores porque despertó admiración donde, por otra parte,
levantó iras. Difícilmente un lector acostumbrado a leer sin ninguna dificultad
puede acomodarse a un lenguaje más complejo que hacía uso de extranjerismo y
vocablos arcaicos junto a neologismos, con la finalidad de enriquecer el
vocabulario.
El poema dejó de tener la estructura del
discurso a modo del romance tradicional para trabar la concentración de la idea,
por agrupación, no por dispersión. La estética de la belleza, recuérdese el
postulado de parnasianos y simbolistas, utilizó un determinado vocabulario
seleccionado de acuerdo con la moda del nuevo Renacimiento de la burguesía.
Esto suponía a la vez alejarse radicalmente del cuadro descriptivo manejado por
la tradición y enfrentarse, tanto el poeta como el lector, a ese nuevo código
sintáctico. A los poetas atrevidos sedujo el experimentalismo; sin embargo, en
los más viejos produjo rechazo. Aquí reside otro problema para el lector poco
familiarizado con las vanguardias; pero, como dijo Adorno: “Sólo mediante la
técnica se actualiza en la poesía la intención del contenido”.
Otro problema que encuentra el lector es el
retroceso progresivo del Yo, el distanciamiento de la conciencia individual en
favor de la identificación con las fuerzas masivas de la sociedad. El poeta se
convierte en protagonista de la historia al introducir su pensamiento y su
mirada en el seno de la sociedad sobre la que se inspira. La inspiración
romántica se convierte en mirada realista, aplica el sentido crítico y
objetivo; pero el lenguaje en que desdobla esa realidad no pertenece al
realismo sino a la irracionalidad de que habla Bousoño. Es el instrumento
moderno de la poesía que transforma el lenguaje bajo el efecto de la forma
estereotipada del discurso. Baudelaire fue el primero en trabajar varios
niveles de imágenes alegóricas y visionarias que tenían por finalidad llegar a
esa irracionalidad del poema. Es una actitud del artista frente a la sociedad
en la que vive y por la que siente rechazo, oponiéndose al arte que inaugura el
mundo capitalista, siguiendo la teoría de Ernest Fischer. En ese caso, el poeta
moderno regenera el lenguaje infundiéndole nuevos valores y así nace un nuevo
orden estético. Es el punto de vista de una época como dice Mounin: “Cada época
escribe la historia partiendo de un punto de vista”, y el modernismo tuvo el
suyo, el que le tocó trazar.
Todo este discurso no nos conduciría a
ninguna parte si no es para afirmar, como decíamos antes, que para muchos
lectores Darío es un poeta de lo efímero. lo precioso y hueco.
Una reelectura de la “Sonatina”, uno de los
poemas más denostados de Rubén Darío, podría servirnos para reconstruir una
reflexión sobre la visión humana del poema, y llegar a la conclusión de por qué
el lector piensa que es un poema lleno de preciosismo y contenido hueco. El
poema ha sido un clásico como ejemplo de mal gusto por su manierismo y
decadentismo. Pero, también nos servirá para comprender que esos conceptos,
desde ningún punto rechazable, forman parte de un criterio personalizado y una
crítica ligera sin tener en cuenta una serie de factores que influyeron en la
elaboración del poema.
Rubén Darío
SONATINA
La princesa está triste... ¿qué tendrá la princesa?
Los suspiros se escapan de su boca de fresa,
que ha perdido la risa, que ha perdido el
color.
La princesa está pálida en su silla de oro,
está mudo el teclado de su clave sonoro;
y en un vaso olvidada se desmaya una flor.
El jardín puebla el triunfo de los
pavos-reales.
Parlanchina, la dueña dice cosas banales,
y, vestido de rojo, piruetea el bufón.
La princesa no ríe, la princesa no siente;
la princesa persigue por el cielo de Oriente
la libélula vaga de una vaga ilusión.
¿Piensa acaso en el príncipe de Golconda o de
China,
o en el que ha detenido su carroza argentina
para ver de sus ojos la dulzura de luz?
¿O en el rey de las Islas de las Rosas
fragantes,
en el que es soberano de los claros
diamantes,
o en el dueño orgulloso de las perlas de Ormuz?
¡Ah! La pobre princesa de la boca de rosa,
quiere ser golondrina, quiere ser mariposa,
tener alas ligeras, bajo el cielo volar,
ir por el sol por la escala luminosa de un
rayo,
saludar a los lirios con los versos de Mayo,
o perderse en el viento sobre el trueno del
mar.
Ya no quiere el palacio, ni la rueca de
plata,
ni el halcón encantado, ni el bufón
escarlata,
ni los cisnes unánimes en el lago de azur.
Y están tristes las flores por la flor de la
corte;
los jazmines de Oriente, los nelumbos del Norte,
de Occidente las dalias y las rosas del Sur.
¡Pobrecita princesa de los ojos azules!
Está presa en sus oros, está presa en sus
tules,
en la jaula de mármol del palacio real;
el palacio soberbio que vigilan los guardas,
que custodian cien negros con sus cien
alabardas,
un lebrel que no duerme y un dragón colosal.
¡Oh quién fuera hipsipila que dejó la
crisálida!
(La princesa está triste. La princesa está
pálida)
¡Oh visión adorada de oro, rosa y marfil!
¡Quién volara a la tierra donde un príncipe
existe
(La princesa está pálida. La princesa está
triste)
más brillante que el alba, más hermoso que
Abril!
--Calla, calla, princesa --dice el hada
madrina--,
en caballo con alas, hacia acá se encamina,
en el cinto la espada y en la mano el azor,
el feliz caballero que te adora sin verte,
y que llega de lejos, vencedor de la Muerte,
a encenderte los labios con un beso de amor!
Cualquier lectura, toda lectura es
superficial, nos lleva a la conclusión de estar ante un poema de contenido
frívolo. El tema es simple, casi no existe. El poema termina donde comenzaría
un texto tradicional. Y el lector tiene la sensación de encontrarse encerrado
en un laberinto de palabras, bellamente expresadas, que actúan en función de la
estética y la redundancia de la idea.
En realidad, el poema está escrito con una
segunda intención. “Sonatina” no es un poema al uso tradicional ni discursivo.
Por el contrario, su estructura es fragmentaria, tanto la idea como la forma
que la encierra, a fin de comunicar la polisemia del mundo moderno, su
fragmentación producida en el seno de la sociedad, la familia y el trabajo,
pues la heterogeneidad de la sociedad se refleja en el arte. Lo que menos
importa es el contenido; lo imprescindible es la atmósfera que teje el
lenguaje, la descripción minimalista y el impresionismo de los símbolos. Se
crean planos variables de la realidad y la ilusión, lo real aparente, el gusto
por el contraste, por la paradoja y lo ambiguo. Es un procedimiento que procede
del Barroco, donde fue imprescindible el formalismo de contenido insignificante
y un refinamiento aparentemente estéril, con el propósito de comunicar un
resultado estilístico. Para Hatzfeld, en su teoría sobre el fusionismo, es una
tendencia a unificar en un todo una serie de pormenores dispersos.
El concepto del poema se convierte así en una
representación artística que rara vez evoca una realidad inmediata. Más bien,
representa una realidad evocada, un conjunto de símbolos visionarios,
codificados por aglomeración para intensificar la idea central del poema.
En este caso, el tema es la descripción en
tercera persona de una princesa que padece de depresión. Desde el primer verso
el poeta comunica la ansiedad que padece su personaje: “La princesa está
triste... ¿qué tendrá la princesa?”
¿Por qué una princesa? Darío por entonces
sabía lo que no debía escribir. Después de “El fardo”, su único cuento
naturalista, comprendió que su manera de pensar y sentir comulgaba más con las
teorías experimentales de la imaginación que con las teorías del realismo o el
naturalismo. También, se dio otro fenómeno en el último cuarto del siglo XIX
que influyó en Darío. Fue la moda de los cuentos fantásticos, cuando se rescató
la obra de Madame d’Aulnoy y Shakespeare, y los cuentos y poemas se poblaron de
personajes mágicos. Pero hay una tercera vía que influyó en Darío. El encuentro
con la riqueza chilena y argentina, su elitismo y distanciamiento de las clases
populares.
La princesa del poema de Darío es prisionera
de su opulencia, está encarcelada en su propio palacio y suspira por la
libertad. Es un tema que preocupa a Darío en su juventud. El problema de la
libertad aparece en el cuento “El pájaro azul”, donde Garcín, el personaje, se
suicida para alcanzar la libertad por medio de la muerte. En otro cuento, “El
palacio del sol”, la protagonista, una adolescente, se libera viajando a través
del espacio, gracias a una hada. Es un tema fantástico que cuestiona los
conflictos de la adolescencia.
Antes dijimos que no es un poema discursivo.
Esto quiere decir que retrata un instante. Es como una fotografía. Apenas se ve
a la princesa, y cuando el poeta nos la presenta ofrece de ella pinceladas a
modo de pintura impresionista. Realmente, en este poema Darío aplica una
escritura de estilo impresionista, ya utilizada para describir algunos de sus
cuentos de “Azul...” En ningún momento se la describe. No obstante, el lector
la imagina, configura su imagen y su espacio: “está triste”, “no ríe”, “no
siente”, “ya no quiere el palacio, ni la rueca de plata,/ ni el halcón
encantado, ni el bufón escarlata”, “está pálida”.
“Sonatina” está dividida en ocho estrofas de
seis versos. Cada una de las cuales elabora su propia atmósfera y su propio
espacio escénico, configurando una estructura autónoma. Es un poema escrito
mediante la técnica de la concentración. Cada estrofa delimita un tiempo
concreto, describe el entorno físico y psíquico que rodea a la princesa. En
este entramado, descrito mediante la fragmentación, con frases cortas, cargadas
de simbolismo y colorido (“boca de fresa”, “silla de oro”, “el triunfo de los
pavos-reales”, “vestido de rojo, piruetea un bufón”...), el lector percibe una
descarga de imágenes suntuosas y de un pasado majestuoso. Se queda con la
impresión sensorial, pero no capta el trasfondo del poema, porque la fuerza de
las palabras y los símbolos desgarran la sensibilidad del lector, desplazándolo
de época y se queda como impávido, con la idea de los objetos, la mirada
objetiva, anulando su conciencia subjetiva.
“Sonatina” es un poema de extraordinaria
concentración. Cada estrofa vale por un poema. Son independientes, pero están
íntimamente conectadas. Una somera mirada a través de los contenidos puede
darnos una idea de su unidad y secreta comunicación: 1. Descripción del estado
físico de la princesa; 2. Descripción del palacio y de la inquietud espiritual
de la princesa; 3. Punto de vista del poeta; 4. Descripción subjetiva del
estado de conciencia de la princesa, que desea la libertad; 5. La princesa
renunciaría a sus bienes a cambio de la libertad; 6. La princesa se siente
prisionera de su riqueza; 7. Punto de vista del poeta sobre la libertad, y 8.
Liberación de la princesa, a través de una hada que la conduce a un “feliz
caballero”.
El esquema es simple pero su estructura
compleja con alusión al mundo de ostentación del Barroco. Traduce el gusto por
la decoración rica, es espectáculo fastuoso, un arte de exuberancia y de
intenso poder expresivo destinado a impresionar con fuerza los sentidos, a
sabiendas de dejar desolado el espíritu. Un poema así, con estas características,
tiene el poder de persuadir al lector, hacerle partícipe de las ideas correctas
que comunica en torno de la princesa. Ese lector se sorprende y admira el arte
exquisito, lo efímero, lo precioso y hueco.
“Sonatina” es un poema construido bajo una
visión diferente de la realidad histórica porque propone unos símbolos no
tradicionales que aspiran a lo culto, a lo minoritario. Lo que quiere decir,
para lectores ávidos. El contenido es resultado de la técnica de la dispersión,
a la manera del manierismo, donde “la tensión no se crea para ser resuelta,
sino para permanecer”, según Rowland.
Pero el acto de leer, de realizar una lectura
tradicional, el acto de interpretar la semántica del texto correctamente, es un
problema con el que tropieza el lector de “Sonatina”. No es un poema
convencional; por tanto, no puede leerse convencionalmente. Sólo algunos
versos, algunas frases a lo largo del poema, dicen la intención del poema, su
contenido fugaz.
Su esencia, su contenido se omite. Es lo no
nombrado, el resultado que el lector percibe por rechazo o aceptación. El
modernismo de “Prosas profanas”, donde figura el poema, aspira a comunicar una
verosimilitud de la realidad a través de la ambigüedad que resulta evidente de
la descripción de objetos preciosistas y decadentes. El poema dice lo que
oculta. Es pues un poema sin retórica, una búsqueda del lenguaje. Para Valery
“el hecho poético por excelencia no es más que el lenguaje mismo”.
Todo cuanto el poema describe es el material
de desecho que ayuda en la construcción de la idea. Hay un verso muy elocuente
en la segunda estrofa que invade todo el poema: “Parlanchina, la dueña dice
cosas banales”, cuyo contenido agrio deja caer sus gotas de acíbar impregnadas
en el telón de fondo de lo majestuoso. Es el aspecto grotesco de la realidad
convertido en una ironía de la clase alta, donde queda dibujado el rostro de la
incultura en una persona que ostenta el lujo del mundo. Darío plantea una
contradicción, que se convierte en dicotomía de la aristocracia: aquellos
palacios de mármol, el lujo que los invade y las señoras elegantísimas llenas
de perlas y sedas que cuidan con esmero el rostro y el cuerpo, pero olvidan el
espíritu, dejándolo en las manos de Dios.
Este problema nos mete de lleno en el
conflicto entre el machismo y la marginación que padeció la mujer en ese
contexto de finales del XIX. Fue una de las tantas contradicciones de la época.
Las mujeres eran educadas para el hogar y los hombres para el monasterio o las
armas; las mujeres nacían para esperar la llegada de su príncipe azul y
mientras ese príncipe no llegara ella se pasaba la vida esperando y preservando
sus virtudes para él, encerrada a cal y canto entre cuatros paredes que la
protegían del asedio de los hombres.
Con este poema Darío quiso interpretar el
fausto del mundo moderno, el torbellino de riqueza que azotó como plaga la
conciencia de los hombres de una época concreta. La princesa es como la
Cenicienta del cuento. Hay un rasgo muy significativo. Cuando Darío escribe que
“la dueña dice cosas banales”, está refiriéndose a la reina, la madre de la
princesa. Nos recuerda la cara de amargura de la reina pintada por Goya. Es una
mujer banal que pertenece a una sociedad sin grandes valores. Esto, por otra
parte, define algunas características, como que esa señora no pertenece a una
familia real sino que es un personaje tomado de la vida real, que a través de
la escala del dinero ha conseguido ascender a lo más alto. Sin embargo, goza de
todos los bienes materiales de una familia real. Aquí volvemos nuevamente al
lujo que hubo en Chile y Argentina sólo comparable con el de la aristocracia de
París.
Siete de las ocho estrofas del poema están
cargadas por esa presión de angustia que vive la princesa. Al mismo tiempo, la
esperanza. Angustia y esperanza son los ejes del poema; pues, mientras la
situación es angustiosa (“la princesa está triste”, “no ríe”, está pálida”) hay
en la ilusión de la princesa un sueño de oro por encontrar un día a su príncipe
azul, que ha de liberarla de su prisión de mármol. Es, por otra parte, el viejo
axioma de las jóvenes adolescentes que aspiraban encontrar su caballero
afortunado con quien desposarse con el fin de liberarse de las ataduras
familiares que ejercen los padres. Pero, en la “Sonatina” el móvil es uno:
ejercer una crítica al naciente capitalismo que ejecuta su libertad de anular
la libertad, mediante la elaboración de una sociedad edificada sobre los
pilares del individualismo y el egoísmo material.
La princesa es, mirada desde el punto de
vista humano, una enferma; resultado de una clase social que ha eliminado de su
entorno a las clases bajas, quedando reducida a poco menos que la soledad.
Este planteamiento: abundancia frente a
soledad, no es comprensible si tenemos en cuenta la vieja idea de que el dinero
ha sido la fuente de la felicidad. Hoy en día sabemos que no. Pero a finales
del XIX, con el establecimiento de una nueva sociedad capitalista, fue un
pensamiento generalizado promovido por el consumismo y el derroche.
El poema está elaborado sobre esta dicotomía.
Pero,su técnica de elaboración deja ver con más claridad el paisaje, el telón
de fondo, los decorados, y éstos son coloridos, llenos de símbolos, y el lector
mientras lee queda encantado con la descripción y los decorados, sin percatarse
o sin darle importancia al problema central del poema.
El poema está escrito con la técnica
parnasiana, aunque evoca una temática simbolista. Parnasiana, porque predomina
la descripción plástica, la imagen estatuaria y llena de colorido. El
simbolismo le da la interioridad del contenido, la tragedia en sí; porque,
contrario a lo que pueda pensarse, es un poema triste, por parafrasear el
ditirambo que repite el poema: “La princesa está triste”.
A pesar de la claridad del poema hay zonas
oscuras a través de algunas palabras poco frecuentes que pueden transmitir la
impresión de excesivo cultismo, como “clave sonoro”, “perlas de Ormuz”, “los
nelumbos”. Muchas aliteraciones, entre ellas una de las más conocidas: “la
libélula vaga de una vaga ilusión”. Pero, llama la atención la cantidad de símbolos
homogéneos, que son las ideas más notorias en el poema porque destacan por
encima de otras: “boca de fresa”, “silla de oro”, “clave sonoro”... Este tipo
de símbolo; por cierto, los que dan brillo y color, presentan un problema en la
conciencia del lector, que consiste en abolir su racionalidad, ese grado de
verosimilitud que hay en el poema, convirtiendo su contenido en algo
inverosímil.
Aquí reside otro de los problemas de por qué
el lector de “Sonatina” percibe un mundo velado, lleno de sombras iluminadas
que le ofuscan, impidiendo ver el fondo humano del poema. Sólo ve símbolos
racionales que se vuelven irracionales y su mente se puebla de fantasía.
Entonces, la realidad se torna imprecisa y se llena de quimeras. Sobre todo, si
tenemos en cuenta que la “Sonatina” es un conglomerado de ideas, encadenadas,
unas con otras, que ofrecen planos diferentes llenos de simbología; lo que hace
parecer un poema discursivo. Pero, no lo es. Más bien, está falto de discurso.
Es un poema descriptivo. Y esto podría hacernos pensar que es también objetivo,
y lo es, pero cargado de símbolos irracionales que son los que le dan ese
sentido de efímero, precioso y hueco, pero también fantástico.
El poema oscila dando un paso hacia adelante
y otro atrás, estancándose, moviéndose con lentitud y describiendo el
escenario, a fin de convertir la descripción en un movimiento reiterativo, que
avanza onduladamente y deja al descubierto el espíritu atormentado de la
princesa, convirtiéndose el tema principal en parte secundaria del poema.
Desde esta perspectiva, la “Sonatina” es una
crítica contra el poder establecido por la aristocracia, su distanciamiento de
la realidad y su encierro en la torre de marfil. De esta manera, la sociedad
capitalista, creada por el bienestar para vivir mejor, se convierte en una
especie de prisión del cuerpo y la mente. Rubén Darío, como modernista y poeta,
fue un crítico severo del capitalismo duro porque sabía que la abundancia
proporciona el bienestar, pero a su vez la esclaviza en su propia riqueza;
sometiéndola al aislamiento de su torre de marfil, a una incomunicación
restringida, dejando al desamparo los vientos del alma, la soledad y la
exclusión.
La princesa “está presa en sus oros, está
presa en sus tules”. Es una prisión de lujo, pero prisión, al fin y al cabo.