Aleyda Quevedo Rojas
QUEVEDO ROJAS,
Aleyda (2011). La otra, la misma de Dios, Prólogo de Soledad
Álvarez, Epílogo de Yolanda Castaño, Quito: Ediciones de La línea imaginaria.
Juan
Carlos Abril | Aleyda Quevedo Rojas
La otra, la
misma de Dios, de la ecuatoriana Aleyda Quevedo Rojas (Quito, 1972) sorprende
por una densa y extensa discursividad donde se da paso al confesionalismo, el
coloquialismo, la canción lírica (con estribillos propios del son), el poema en
prosa y, por qué no, ciertos toques vanguardistas que van trufando
—enriqueciendo— con distintos recursos los textos. El resultado es un libro
compacto y una escritura madura que medita y reflexiona, que va y vuelve sobre
el Eros (también por sus alrededores), en ocasiones en clave minimalista y
otras torrencial. Así, las diferentes partes que constituyen el poemario se
titulan «Del erotismo de los cuerpos», «Del erotismo de los corazones», «Del
erotismo sagrado», y «Del erotismo de la contemplación», si bien la primera
posee una sección final de poemas dedicados a Safo. Cada una de estas partes
hace una cala en diferentes aspectos del erotismo, concibiéndose como maneras
de profundizar en su universo, enfocadas hacia el conocimiento de la pasión y
la reflexión amatoria sin olvidar que, tras el título La otra, la misma de
Dios, hay un subtítulo entre paréntesis que reza (Tratado de erotismo). Nos
encontramos, por tanto, ante una declaración de principios en una escritura que
explicita su contenido desde el primer momento, sin hermetismos ni subterfugios
retóricos, una escritura descarnada que hurga en una herida abierta en carne
viva donde el lenguaje se acerca a veces a la visceralidad en el filo de las experiencias
límite y las pulsiones erotanáticas: «BESAS MI SEXO / y reinventas en mi nuca /
Inicio y escape. / Besas mi sexo / y te busco en las películas de amor / que
retuve en la cabeza. / Besas mi sexo / concentrada, / amorosamente, /
abstrayéndote del ruido. / Hasta que reviento. / Estallo de gozo. / Grito
llamando a la muerte. / Me quedo en blanco / regreso a una escena / y arruino
la armonía. / Besas mi sexo / cortado en dos.» (p. 27). Lenguaje sin
alambicamientos que se aproxima a experiencias físicas, matéricas, alejadas de
cualquier proceso de idealización, donde se suda y se sufre, se goza o se
siente.
Diario o
dietario amoroso, la tradición de este poemario se remota a los tractatus
amoris que, desde la Antigüedad, fueron esos manuales que han guiado a los
amantes en el ordo amoris, es decir en el buen cumplimiento del amor, pero
también han presentado comúnmente —aparejado a los textos, insertos de un modo
u otro— un remedia amoris, o un de amoris remedio, ya que el mal de amor, o el
daño que el amor puede procurar a los amantes, se halla tan cercano como el
gozo, es inherente a él. En este sentido La otra, la misma de Dios (Tratado de
erotismo) es un tratado y una cura, ya que a través de la experiencia catártica
de la escritura se puede festejar y homenajear al ser amado, pero también
curarse de una experiencia dolorosa, tal y como nos relata en «Tras un largo
período de lluvias», cuando al final confiesa que «Aquí, en la región del
olvido, / ni uno solo de esos versos / conmueve una pizca / de esa mujer que
fui» (p. 59). Tras la experiencia dolorosa van surgiendo las superaciones y la
superposiciones de nuestros yoes, siendo nuestro actual yo una acumulación —por
estratos— de todo lo que nos ha ido nutriendo. Por eso se habla de «esa mujer
que fui». El cambio existe, aunque nos cueste creerlo. Concebido, por tanto,
como un tratado amoroso, y partiendo de esa premisa, asistimos al
desdoblamiento del otro, tanto por necesidades internas de nuestra propia
evolución personal, como por factores externos, en nuestro constante
relacionarnos con los demás. De este modo el personaje poético —convengamos que
es el mismo que escribe— sólo toma cuerpo en el otro, sólo se conforma en el
otro, sólo posee plenitud en el otro. Y existe un diálogo que va desencadenando
las reflexiones, auténtico motor de la escritura, al querer epatar al otro,
acercarnos, aun a riesgo de que en muchas ocasiones el entendimiento no sea
posible: «Excluida ya de tu corazón, / me obligo al páramo» (p. 68). Hay muchos
versos y poemas que juegan a hablar del otro, en ese continuo tira y afloja,
nombrando al otro para nombrarse a sí mismo. Porque a partir de la borradura de
la propia identidad logramos apresar lo que el otro nos aporta. Nos encontramos
entonces, según esta máxima del dialogismo bajtiniano, ante una poesía que se
construye en el diálogo —diálogo intrasubjetivo también, en última instancia,
de la propia conciencia— y en la cancelación de las marcas que nos definen no
como esenciales (pues no existen como tales), sino como proceso, para poder
después adentrarnos en el otro, entregándonos plenamente, como no puede ser
menos en lo que significa el amor o la pasión que deambula por todas estas
páginas. Y en la vida real. Pero, ojo, cuando el individuo se diluye en el otro
corre el riesgo de perder su propia identidad, de borrarse definitivamente, de
ser fagocitado. «[...] Cuando empezamos a amarnos / —tú rodeado de agua / yo de
viento y bosques— / dijiste que lo realmente importante / era la intensidad del
uno por el otro. / Después llegaron las noches / de los fantasmas que entibian
la cama. / No digas que no te advertí: / donde vivo no se ve el agua, / solo
permanece la fuerza de las emociones / como eficaz forma de entendimiento.» (p.
25). No somos ajenos a este peligro y cualquier amante experto sabe qué
significa este vértigo, obstáculo en muchos casos, rémora y miedo.
Sea como
fuere se trata de asumir estos riesgos y, desde este poema citado, que es el
segundo del poemario, darnos por advertidos. Hace falta entendimiento,
intentarlo: no ya dominar nuestros sentimientos y emociones sino al menos vivir
con ellas, comprenderlas, saber por dónde nos llevan. La otra, la misma de Dios
hace del amor y del pansexualismo un punto de apoyo, leyéndose algunos de sus
poemas en clave homosexual o lésbica (no sólo la parte dedicada a Safo, también
otros textos desperdigados), por ese escorzo femenino que se concibe no como
marca o punto de llegada sino como punto de partida, referencia y origen. Saber
quiénes somos —tal y como nos pedía la máxima délfica— es la clave para conocer
al otro, no sin antes bucear en el otro para después poder reconocernos a
nosotros mismos. En esa ida y vuelta, en ese diálogo inacabado e irresoluto, se
halla esta poesía que otorga una dimensión trascendente, sagrada o divina al
amor, en sentido secular y profano, gentil y panteísta de una deidad corporal,
que no interviene. «Me arrodillo ante el rostro del amor / en el fondo del
pozo, / justo en su vórtice / oliendo la oscuridad. / Lamiéndome como gacela
perdida / que conoce el punto exacto del dolor. / No me he separado de mí
misma, / estoy en el fondo del pozo, / conociendo las heridas de amor, /
perfectamente adheridas al cuerpo» (p. 99). Trascendencia relativa en un
continuo juego dialéctico, ya que se trata de un Dios carnal apegado a las
pasiones, culmen del éxtasis en el que debemos adentrarnos, aunque luego nos
alejemos, quemados por el sol.
Aleyda
Quevedo Rojas (éste es su séptimo poemario) nos ha entregado una guía
—recomendaciones, experiencias— y un testimonio. Para escarmentar en cabeza
ajena, si es que eso es posible. A los lectores sólo nos queda disfrutarlo en
el mejor de los sentidos, pues es en sí una poesía de los sentidos; aprender de
estas sabias palabras y, a través de la experiencia amorosa que se relata y del
conocimiento que implica, intentarnos conocernos, también, nosotros mismos.
NOTA: Material enviado por la autora al administrador de este blog.
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