Fotografía: David Escobar Galindo
El caballero de Magritte
Caminaba por calles
A la par de las verjas,
Alguna vez, las calles
Me enseñaron las calles
El caballero de Magritte
Caminaba por calles
donde la luz se demoraba mucho,
quizás contando gajos de San Carlos.
Eran esos lugares apacibles,
de inmóviles señoras a las puertas
y costureras en un fondo de humo.
Yo no nací para las avenidas
-hago una salvedad: Campos Elíseos-,
sino para los quietos callejones,
para los caminitos con recodos.
¡Es una ceremonia tan magnánima
la de admirar antiguos adoquines,
con ojos inocentes que nos siguen
desde el gastado albor de los encajes!
A la par de las verjas,
los pequeños jardines eran reinos
donde una rosa siempre gobernaba.
Una rosa distinta cada día:
la de ayer más fragante,
la de hoy más empinada,
la de mañana casi con luz propia,
la de después con tiernas telarañas.
Era tan dulce el aire
como si hubiera hecho la siesta
junto a la dulcería «Las Gardenias»;
y yo, cuidándome de no ser visto,
cortaba un ramo de aire,
y lo iba saboreando hasta el cansancio,
con la perseverancia del profeta.
Alguna vez, las calles
se llenaban de lluvia:
era como si todas las cortinas
se rebelaran tras de sus balcones,
con un murmullo alegre y recatado,
que le daba al ambiente
esa ternura de filial crepúsculo.
No sé por qué la lluvia
siempre me sorprendió cuando la tarde
ya no tenía apenas resplandores.
Era una lluvia viva, desde luego.
Una lluvia caliente y vaporosa.
La lluvia que sonaba entre los árboles
como la antigua y auroral marimba,
tocada por ancianos.
Me enseñaron las calles
la paciencia del río cotidiano,
la claridad humilde del remanso
que refleja una garza imaginaria.
Supe después la fuerza de los ríos,
brilló después se fue volviendo espacio
donde ya era posible
inventar una estrella.
Pero nunca dejé de caminar
por las calles tranquilas, suburbanas,
igual que el enlutado personaje
de Magritte, sin edad, siempre de espaldas.
Quizás los muros se descascaraban,
quizás las puertas eran más herméticas.
Yo siempre caminaba por las calles
donde la luz se demoraba mucho,
donde la vida era el indescifrado,
sereno laberinto.
Nunca dejé de andar por esas calles,
porque sé que una de ellas desemboca
en la Plaza del sueño.
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